La población pobre de Alepo, atrapada entre dos fuegos
En esta ciudad los ricos ya se fueron, los de clase media se quedan en casa y los pobres sufren. No hay más que caminar por el viejo parque francés, al lado de la plaza Saadalá al-Jabri, para encontrarse con ellos. Tres familias de 19 almas, las mujeres vestidas de negro y quemadas por el sol, los hijos de piel tostada, y los nietos recostados, exhaustos, en delgadas esteras sobre la hierba marchita. La temperatura es de 37 grados. Están a la sombra de un árbol esquelético, único abrigo que han tenido desde que llegaron aquí, hace mes, desde el suburbio de Haderiya.
Hay un padre de familia cuarentón, que se niega a dar su nombre pero está pronto a contar su historia. “El Ejército Libre vino a nuestra mezquita y un imán nos dijo que dejáramos nuestras casas, aun la mía, que perteneció a mi padre, a mi abuelo y a mi bisabuelo. ‘¡Salgan de sus casas!’, decía a gritos por un altoparlante. Y luego escuchamos bombas y balas, así que nos fuimos”.
El hombre es un kurdo sirio, de oficio limpiabotas, y se refiere a los opositores al régimen de Bashar Assad como el «Ejército Libre», no con mucho afecto. Hay que esforzarse para captar sus palabras, ahogadas por el rugido de un helicóptero.
“Casi todo el mundo dejó nuestra zona –era el principio del Ramadán–, aunque algunas familias se quedaron”, dice. Se escucha un tableteo del helicóptero que vuela en círculos sobre nosotros, seguido por el craqueo de balas al estrellarse en la calle, a dos cuadras. Otro merodeador rebelde fue ubicado disparando desde la zona de la calle Kouatli y el ejército sirio ha lanzado un ataque aéreo –cómo puede un piloto de helicóptero a 300 metros de altura acertarle a un tirador solitario en un bloque de departamentos escapa a mi comprensión– y ahora el helicóptero se da vuelo disparando, pop-pop-pop-bang-bang-bang, como la banda sonora de un salón de juegos de video.
«El imán venía del otro lado de Haderiya. Lo conocíamos, llevaba ropa de jeque; no era extranjero. Cuando nos íbamos, nuestro sobrino Hasán salió del coche para comprar pan. Fue cuando el tirador le dio, uno del Ejército Libre; lo vimos. Tenía una pañoleta atada al cuello y disparaba desde una azotea.»
Hasán yace herido en un viejo tapete y nos mira frunciendo el ceño; lleva vendajes en la muñeca y el hombro izquierdos. «Le conseguimos primeros auxilios, lo vendaron en el hospital Razi de la calle Faisal. Los de las organizaciones de caridad vienen y nos dan de comer, pero no tenemos donde quedarnos.»
El francotirador de la azotea se ha vuelto parte del paisaje de esta guerra sucia, tan feroz el del «Ejército Libre» para las fuerzas armadas sirias –y al parecer para Hasán– como los del gobierno para sus opositores, tanto desarmados como armados.
Podemos escuchar a estos últimos disparando, no sabemos si a los soldados o al helicóptero que zumba, semejante a una pulga, aunque un amigo sirio que nos había llevado al parque tuvo un colapso nervioso y rompió a llorar al oír el rugido. El kurdo sirio cuenta que una semana después fue a su casa. El «Ejército Libre» aún estaba allí, pero su casa no había sufrido daño. “Si todos regresaran, yo también regresaría. El ‘Ejército Libre’ tiene que irse porque está arruinando el país. Yo quiero irme a casa.”
Bueno, estamos en la parte de Alepo controlada por el gobierno, así que puede decir eso, ¿verdad? Demasiado temeroso para dar su nombre, llamar «Ejército Libre» a los insurgentes es lo más lejos que llegará en materia política. Luego se acerca un joven confeccionista de ropa, de 32 años, quien dice llamarse Bakri Toufnakji e indica que su familia es de Idlib, una ciudad, afirma, más segura que Alepo. Pero él tenía su casa en la zona Bab Jnein de la Ciudad Vieja y estaba allí cuando llegaron los rebeldes, al principio del Ramadán.
“Todas las familias estaban en las calles y fui a hablar con los del ‘Ejército Libre’ –relata–. Les dije: ‘Tenemos familias, mujeres y niños y un hombre enfermo del corazón. Por favor váyanse y llévense sus armas.’ Y ellos dijeron que se irían, pero luego llegó el ejército (del gobierno) y comenzó el combate.”
El helicóptero sigue disparando –¿cuántas balas puede llevar en cada salida?, me pregunto–, pero los recuerdos de Toufnakji son más poderosos que el ruido de las armas en el aire. “La mañana siguiente, cuando acabaron de pelear, vi en la calle una camioneta en llamas. Era horrible. Todo lo que quedaba del conductor era su cabeza y la columna vertebral. Eso fue hace una semana. Él era inocente; su cuerpo se quedó en la camioneta. Yo huí luego que el ‘Ejército Libre’ quemó la estación de policía.”
En este punto los recuerdos de Toufnakji comienzan a perderse. Habla de una mujer en su tienda que había dado a luz por cesárea, otra embarazada a la que no se podía llevar al hospital, y otras mujeres que gritaban en una mezquita.
En las esquinas de esta parte de Alepo se encuentran vendedores de melones y cajas de uvas –nadie muere de hambre aquí, en el «otro lado» de la guerra– y hay un par de cafés en jardines en la calle Al-Ayoubi, donde cristianos de edad, alguna vez acaudalados, se juntan a tomar el té al anochecer, sentados junto a una fuente donde el agua salpica y un pato los observa con desdén.
En una calle cercana, cubierta de basura, hay una pollería cuyo dueño es un sirio de sangre rusa que vende sándwiches a dos dólares cada uno. Pero al caminar hacia el viejo hotel Barón –sí, el mismo donde alguna vez se hospedaron Lawrence de Arabia, Theodore Roosevelt, Mustafá Kemal Ataturk y Charles Lindbergh– escucho a otro francotirador desde una azotea. Los hombres corren hacia las sombras. Nos escurrimos hacia el hotel, donde están bajando las cortinas de acero. Y una familia de kurdos sirios, sin duda, sigue sentada bajo el árbol esquelético en el parque francés.
Por Robert Fisk
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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Fuente : La Jornada