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La tradición árabe del aroma y la perfumería

perfumería

Principios de la perfumería

Los olores de la naturaleza como flores, el mar, los árboles o la tierra acompañan al hombre desde siempre por lo que la idea de crear aromas artificiales nació y dio origen al perfume.

Desde la prehistoria el hombre descubrió olores agradables y los utilizó en ritos religiosos y ofrendas.

El perfume como tal fue descubierto en Sumeria en donde se elaboraban ungüentos, en Egipto clasificaron hierbas y flores separándolas en grupos según su aroma y naturaleza, los sacerdotes usaban perfumes en sus ritos, también usaban perfumes al embalsamar a sus muertos, las mujeres de alta sociedad usaban perfumes bajos sus pelucas.

A la Arabia lejana, conocida por los clásicos como “la tierra de los perfumes“, llegaban hasta las costas mediterráneas las caravanas de camellos que, atravesando el desierto, transportaban el incienso y las esencias para los mercados de Occidente.

Los orientales descubrieron que la madera, las hojas, las hierbas y las flores, sumergidas en el agua, le cedían sus colores y sus fragancias.

Más tarde aprendieron que, si calentaban los productos de origen vegetal, era más fácil extraer de ellos esencias oleaginosas perfumadas y bálsamos curativos.

A su vez, chinos, persas, egipcios y árabes hicieron experimentos similares; así comenzó una elaboración que actualmente ha adquirido una notable perfección técnica.

El arte de hacer perfumes comenzó en Egipto y fue desarrollado por los árabes, griegos y romanos.

En perfumería los árabes fueron los grandes expertos que supieron asimilar y perfeccionar los conocimientos de las culturas anteriores, aprovechando su saber y sus nuevas técnicas.

La tradición en los países árabes respecto al aroma y a la perfumería es conocida desde siempre.

Grandes especialistas en la mezcla y la composición por escalas de las diferentes variedades de aceites aromáticos y esencias de flores, especias, tierras, maderas y demás componentes, algunos de ellos guardados con esmero y secreto durante cientos de años, hacen de estos perfumes unas exquisitas mezclas de frescura y sofisticación.

Elaborados en Arabia y Egipto, grandes maestros por excelencia del arte de la perfumería, su olor nos transporta, quizás, a la época de las mil y unas noches, en las que los aromas envolventes de sus jardines nos envuelven y nos hacen sentir su elegancia en la sencillez de sus elaboraciones.

Con la llegada de los árabes a España la perfumería se extendió al resto de Europa, los países mediterráneos contaban con el clima adecuado para el cultivo de flores y plantas aromáticas, principalmente el jazmín, la lavanda y el limón, por lo que las costas de España, Francia e Italia se vieron de repente rodeadas de plantaciones cuyos frutos eran aprovechados por los árabes, haciendo del perfume la principal herramienta de su comercio.

En la antigua Grecia el oficio de perfumista era, al parecer, de claro predominio femenino pues formaba parte de las artes cívicas.

En al-Andalus también eran las mujeres y los niños los encargados de recoger las flores con las que se obtenían los aceites esenciales para fabricar el perfume, lo cual solía realizarse durante el mes de Junio con la recolección, entre otros, de tomillo y malvavisco (El Calendario de Córdoba).

Los musulmanes se definirían por el uso de perfumes de base animal: almizcle, algabia (en cuya composición entra el mismo almizcle) o ámbar; aromas muy fuertes, intensos y biológicos.

La rosa es la reina de los aromas, siguiendo en esto una tradición que se remonta a la antigua Persia. Debemos al buen hacer de los perfumeros persas el agua de rosas.

Treinta mil botellas de este perfume eran enviadas todos los años al Califato de Bagdad como tributo. La diosa griega del amor, Afrodita, la había escogida como propia. El mundo romano tenía un perfume llamado Rhodinum elaborado con los pétalos de dicha flor.

En al-Andalus destaca la rosa de flor doble, en sus dos variedades, roja y blanca. Produce el agua de rosas más exquisita. Existe otra variedad: la de hojas simples, también de color blanco o rojo, siéndo esta última la más aromática.

Además de la rosa, la violeta y otras flores, los árabes gustan de aromas fuertes y untuosos, es el caso del almizcle y el ámbar. Ambos tienen una curiosa procedencia son de origen animal. Huelen por sí mismos ¡Y cómo huelen¡ También ayudan a fijar otros aromas más lábiles.

El almizcle (al-misk) es una sustancia que se extrae de las glándulas abdominales del ciervo almizclero o cabritillo que vive en las estepas asiáticas (Tibet, China).

Dicha glándula se encuentra situada entre el ombligo y los órganos sexuales del animal, por lo que su extracción implicaba generalmente la muerte de este.

Presenta un aspecto oleoso dentro de la bolsa donde se encuentra y duro y quebradizo cuando se seca. Su olor es tan intenso que muchos patrones de barcos se negaban a transportarlo por esa misma razón.

El ámbar gris, el más valioso de todos, es prácticamente el vómito indigerido de un cachalote; en efecto, se trata de una sustancia digestiva que genera este cetáceo para proteger su aparato digestivo.

En fresco tiene un olor nauseabundo, pero la luz solar, el agua y un posterior proceso de secado lo convierten en un aroma delicado y muy estimado aunque para algunos excesivamente untuoso.

En al-Andalus probablemente se utilizara además un aroma para cada época del año: durante el Invierno almizcle, áloe, ámbar y aceite de jazmín; en Primavera otra vez almizcle, incienso y algalia.

Para el Verano, sándalo, agua de manzana y rosas; en el Otoño jazmín, agua de manzana y agua de rosas.

Es probable que numerosos artesanos se dedicaran a la manufactura y venta de perfumes en los zocos y que existieran maestros perfumeros que compitieran con la exquisitez de sus aromas, e incluso, se agruparan como en la antigua Roma en determinados barrios; en Granada al menos existía tal zoco en el siglo XII.

Y también, igual que en la antigua Roma, el oficio de perfumista era un tanto ambiguo.

En el límite muchas veces de lo que era legal y lo que dejaba de serlo. Su técnica les permitía no solo elaborar esencias, sino bebedizos con supuestas propiedades mágicas, venenos, abortivos, etc.

El alambique, sino de origen árabe (su propio nombre lo delata: al-ambiq) sí que fue perfeccionado por ellos, permitía la destilación de perfumes obviando enojosos procesos como el enfleurage o la maceración.

La decantación y la producción de aromas por arrastre fueron exportados desde al-Andalus al resto de Europa.

Pocos pueblos como el árabe han prestado tanta atención a la higiene bucal.

Por eso las mujeres del harem, con toda seguridad esclavas capturadas en el Norte de Europa o de la Península, masticaban una rama de siwäk que mantenía fresco el aliento porque, de la boca, según el sabio, salían los peores humores.

Creemos recordar que existe un friso en Mesopotamia, cuyo origen se pierde en los albores de la memoria, en el que los Embajadores y sirvientes se presentan ante el Rey tapándose la boca.

El mazdeísmo, una religión antiquísima originaria de Persia, también exige a sus fieles taparse la boca para no contaminar con el aliento el llamado “fuego sagrado” .

Es probable que las concubinas, que eran tan insufribles como bellas, no hubieran tolerado que la proximidad de las sirvientas inundara sus sentidos con la hez de mil digestiones.

El siwäk debían utilizarlo también antes de orar y cuando leyeran el Corán, sin olvidar que el mal aliento era una de las causas admitidas como lícitas para el divorcio entre los musulmanes.

Cuidadosas en mil detalles de esa cultura de la higiene, que no solo depilaba el vello de natural visible, sino aquel que por lo general no se ve.

Una idiosincrasia en la que tan cómodamente se había instalado al-Andalus, no descuidaban ni el lavado de los pliegues de la piel en los nudillos de sus manos pues, no en balde, era un reducto de suciedad.

Ni abandonaban el perfilado de sus ojos, el depilado de las axilas, el cuidado de las uñas ni el teñido con alheña de sus aún jóvenes cabellos, sus manos o sus pies.

Y pese a cierta prevención, recibían con agrado extremo una lluvia de agua olorosa, la llamada rosa damascena que era un perfume al alcance de pocos, finamente vaporizada a través de los dientes de una esclava que, a tal efecto, había llenado su boca con dicho líquido.

Ni siquiera el olor de mujer menstruante, tan señalado por numerosos tabúes, era capaz de retirar a aquellas mujeres de la primera línea de la seducción porque entonces, aquellos trapitos de algodón o lana, precursores de los modernas compresas, era impregnados con perfume de almizcle, siempre y cuando no hubiera un luto de por medio, que prohibía el uso de cualquier perfume.

Impresiona el esmero del comerciante de una ciudad al sur de la actual Turquia (Diyarbekir) que mezcló en el mortero que utilizaba para construir la mezquita varias medidas de almizcle con el fin de que aquel templo se mantuviera permanentemente perfumado, sobre todo cuando los rayos del Sol inciden en sus muros.

De alguna manera quería asegurarse que este aspecto, el buen olor de las cosas, que tanto se agradece y tanto se ignora, quedara asegurada para el resto de la eternidad .

Parece que el olor, el buen olor, es el compañero ideal para los senderos por los que nos hacen transitar las emociones, no es pues extraño que las favoritas de los reyes musulmanes de Granada gustaran de contemplar la ciudad sobre una losa a la que le habían practicado innumerables orificios, a través de los cuales penetraban los aromas de un sahumerio colocando en la planta inferior.

En La Alhambra, ese recinto que a veces parece de porcelana, de la misma manera que en la termas romanas, existía una estancia llamada duwayra en la que se conservaban los más soberbios perfumes de la época: esencia de limón, esencia de rosas, esencia de violetas, naranja, ámbar….

Tampoco se nos escapa, mas que nada con el propósito de mensurar el alto refinamiento de esta gente llegada del desierto, y que, de paso, nos sacó de nuestro espacio natural de convivencia, la figura de Abderraman III, sentado sobre los granos de arena con los que había ordenado cubrir una de las estancias de su Medina Azahara y en donde gustaba recibir a sus invitados.

Durante los meses de calor media docena de esclavos refrescaban la estancia provistos de abanicos empapados en aguas aromáticas: rosa, jazmín, sándalo.

Queremos creer que es cierto, que ese salón arenoso existía, que esa arena estaba también perfumada y que Medina Azahara, al igual que el Palacio que hizo construir Nerón en Roma, poseía una sala donde una fuente que solo contenía azufre, generaba una caprichosa luminosidad, tal que las paredes parecían moverse…


Muerte por Perfume

A fines del siglo X, período en que floreció la más refinada literatura en Japón, destacaron algunas voces femeninas con extraordinarios cuentos, profundas novelas, poesía inmortal y erotismo. Este cuento fue escrito en la Corte de Heian por la dama Onogoro:

Hubo una vez un cortesano infiel que engañó a su amante con tres mujeres diferentes en una noche. Una de las mujeres, sirvienta de la señora, se lo confesó llorando, y ésta, que ya había tenido suficiente de las tonterías de su amante, concibió un plan para deshacerse de él.

En la siguiente visita del cortesano, fingiendo una actitud dulce y confiada, ella le rogó que la acompañara a la cámara donde se mezclaban los perfumes, con el pretexto de confeccionar un aroma que fuera exclusivamente de ellos.

El cortesano, que se jactaba de ser un conocedor del arte del perfumista, la siguió ansioso a la cámara de mármol donde hervían los recipientes de las mezclas, largas tiras de hojas de angélica se secaban colgadas y pétalos de vellorita nocturna entregaban sus aceites bajo la presión de grandes planchas de hierro.

Nunca antes había olido el cortesano tal confluencia de aromas y sus narices se estremecieron con la armonía de arvejillas y violetas, de madreselva y bálsamo de limón y jacinto silvestre.

Al pasar cerca del mortero tomó entre los dedos una pizca de polvo de nuez moscada y clavo de olor, y aplastó los cristales de la corteza del árbol de alcanfor, recitando, mientras lo hacía, trozos de poemas que le parecían relevantes, porque, debemos decirlo, trozos es todo lo que podía recordar.

Ocultando su desprecio ante tanta complacencia de sí mismo, la dama abrazó a su amante con pasión y le prometió una sensación enteramente nueva. Intrigado, el cortesano fue fácilmente persuadido de quitarse la ropa y tenderse sobre una túnica que su amante había colocado en el suelo.

La dama comenzó con gotas de lirio y clavo de olor sobre las sienes del cortesano, y procedió hacia la blanda hendidura en la base del cuello, que recibió la potente esencia de caléndula.

Bajo las axilas puso milenrama y genciana y continuó con sus gentiles atenciones hasta que hubo distribuido fragancias en todo el cuerpo extasiado de su amante.

Sin embargo, lo que la dama sabía es que, tal como un exceso de yin se transforma en el principio yang opuesto, así ciertas dosis de esencias de flores curativas y estimulantes pueden tomar un aspecto negativo.

Una vez más inclinó sus frascos sobre el cuerpo del cortesano, y la mostaza sumió a su amante en una profunda melancolía sin origen, y la mimosa lo llenó de temor a la enfermedad y sus consecuencias, y el pino alerce lo convenció del fracaso, y el acebo aguijoneó su corazón con envidioso enojo, y la madreselva trajo lágrimas de nostalgia a sus ojos.

El brezo, añadido en cierta proporción secreta, exageró al extremo los disgustos más mínimos, y el enebro lo desanimó, y la climátide lo aturdió, y el olmo lo agobió con deficiencias y la manzana silvestre lo convenció de que era impuro.

El botón de castaña le provocó el recuerdo compulsivo de sus muchos errores, y el sauce le causó el resentimiento de la buena fortuna del prójimo, y el álamo lo hizo sudar y temblar de vaqas aprehensiones y el brezo lo convenció que su mente fallaba, y la rosa silvestre lo resignó a la apatía, de modo que ya no le importó si vivía o moría, pero hubiera preferido, de una vez por todas, lo último.

Satisfecha de haberlo preparado hasta ese punto, la dama administró dos toques más de manzana silvestre en sus sienes para exacerbar el odio de sí mismo.

Desvanecido de desprecio por sí mismo, su amante le rogó que le diera una dosis fatal para pagar así todos sus crímenes contra ella. La dama, viendo al cortesano vencido en sus brazos, se apiadó de su tormento y puso una gota de acónito en su lengua impaciente.

Y así murió el amante infiel, desnudo y aliviado, y desde la muerte del mismísimo Príncipe luminoso no hubo otro cuerpo tan fragante en su funeral.

Por Moro

Con información de: Todo esencias, La Casa Mundo,The Pillow Boy of the Lady Onogoro, recopilado y traducido al inglés por Alison Fell y Ayre Blower.

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La tradición árabe del aroma y la perfumería por Moro se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://paginasarabes.com/2014/04/27/la-tradicion-arabe-del-aroma-y-la-perfumeria.

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