Allahu Akbar
Juviles, las Alpujarras, reino de Granada
Domingo, 12 de diciembre de 1568
El tañido de la campana que llamaba a la misa mayor de las diez de la mañana quebró la gélida atmósfera que envolvía a aquel pequeño pueblo, situado en una de las muchas estribaciones de Sierra Nevada; sus ecos metálicos se perdían barranco abajo, como si quisieran estrellarse contra las faldas de la Contraviesa, la cadena montañosa que, por el sur, encierra el fértil valle recorrido por los ríos Guadalfeo, Adra y Andarax, todos ellos regados por infinidad de afluentes que descienden de las cumbres nevadas.
Más allá de la Contraviesa, las tierras de las Alpujarras se extienden hasta el mar Mediterráneo. Bajo el tímido sol del invierno, cerca de doscientos hombres, mujeres y niños —la mayoría arrastrando los pies, casi todos en silencio— se dirigieron hacia la iglesia y se congregaron a sus puertas.
El templo, de piedra ocre y carente de adorno exterior alguno, constaba de un único y sencillo cuerpo rectangular, en uno de cuyos costados se alzaba la recia torre que alojaba la campana. Junto al edificio se abría una plaza sobre las intrincadas cañadas que descendían hacia el valle desde Sierra Nevada. Desde la plaza, en dirección a la sierra, nacían estrechas callejuelas bordeadas por una multitud de casas encaladas con pizarra pulverizada: viviendas de uno o dos pisos, de puertas y ventanas muy pequeñas, terrados planos y chimeneas redondas coronadas por caparazones en forma de seta. Dispuestos sobre los terrados, pimientos, higos y uvas se secaban al sol. Las calles escalaban sinuosamente las laderas de la montaña, de forma que los terrados de las de abajo alcanzaban los cimientos de las superiores, como si se montasen unas sobre otras.
En la plaza, frente a las puertas de la iglesia, un grupo formado por algunos niños y varios cristianos viejos de la veintena que vivía en el pueblo observaba a una anciana subida en lo alto de una escalera que estaba apoyada en la fachada principal del templo. La mujer tiritaba y castañeteaba con los escasos dientes que le quedaban.
Los moriscos accedieron a la iglesia sin desviar la mirada hacia su hermana en la fe, que llevaba allí encaramada desde el amanecer, aferrada al último travesaño, soportando sin abrigo el frío del invierno. La campana repicaba, y uno de los niños señaló a la mujer, que temblaba al son de los badajazos, intentando mantener el equilibrio.
Unas risas rompieron el silencio.
—¡Bruja! —se oyó entre las carcajadas.
Un par de pedradas dieron en el cuerpo de la anciana al tiempo que los pies de la escalera se llenaban de escupitajos.
Cesó el repique de la campana; los cristianos que todavía quedaban fuera se apresuraron a entrar en la iglesia. En su interior, a un par de pasos del altar y de cara a los fieles, un hombretón moreno y curtido por el sol permanecía de rodillas sin capa ni abrigo, con una soga al cuello y los brazos en cruz: sostenía un cirio encendido en cada mano.
Días atrás aquel mismo hombre había entregado a la anciana de la escalera la camisa de su mujer enferma para que la lavase en una fuente de cuyas aguas se decía que tenían poderes curativos. En aquella fuentecilla natural, oculta entre las rocas y la tupida vegetación de la fragosa sierra, jamás se lavaba la ropa. Don Martín, el cura del pueblo, sorprendió a la mujer mientras lavaba esa única camisa y no dudó de que se trataba de algún sortilegio. El castigo no tardó en llegar: la anciana debía pasar la mañana del domingo subida en la escalera, expuesta al escarnio público. El ingenuo morisco que había solicitado el encantamiento fue condenado a hacer penitencia mientras escuchaba misa de rodillas, y de esa guisa podían contemplarlo entonces los allí presentes.
Nada más acceder al templo los hombres se separaron de sus mujeres, y éstas, con sus hijas, ocuparon las filas delanteras. El penitente arrodillado tenía la mirada perdida. Todas lo conocían: era un buen hombre; cuidaba de sus tierras y del par de vacas que poseía. ¡Sólo pretendía ayudar a su mujer enferma! Poco a poco los hombres se situaron, ordenadamente, detrás de las mujeres. En el momento en que todos hubieron ocupado sus puestos accedieron al altar el cura, don Martín, el beneficiado, don Salvador y Andrés, el sacristán. Don Martín, orondo, de tez blanquecina y mejillas sonrosadas, ataviado con una casulla de seda bordada en oro, se acomodó en un sitial frente a los fieles. En pie, a cada lado, se apostaron el beneficiado y el sacristán. Alguien cerró las puertas de la iglesia; cesó la corriente y las llamas de las lámparas dejaron de titilar. El colorido artesonado mudéjar del techo de la iglesia brilló entonces, compitiendo con los sobrios y trágicos retablos del altar y los laterales.
El sacristán, un joven alto, vestido de negro, enjuto y de tez morena, como la gran mayoría de los fieles, abrió un libro y carraspeó.
—Francisco Alguacil —leyó.
—Presente.
Tras comprobar de dónde provenía la respuesta, el sacristán anotó algo en el libro.
—José Almer.
—Presente.
Otra anotación. «Milagros García, María Ambroz…» Las llamadas eran contestadas con un «presente» que, a medida que Andrés pasaba lista, sonaba cada vez más parecido a un gruñido. El sacristán continuó comprobando rostros y tomando nota.
—Marcos Núñez.
—Presente.
—Faltaste a la misa del domingo pasado —afirmó el sacristán.
—Estuve. —El hombre intentó explicarse, pero no le salían las palabras. Terminó la frase en árabe mientras esgrimía un documento.
—Acércate —le ordenó Andrés.
Marcos Núñez se deslizó entre los presentes hasta llegar al pie del altar. —Estuve en Ugíjar —logró excusarse esta vez, mientras entregaba el documento al sacristán.
Andrés lo ojeó y se lo pasó al cura, quien lo leyó detenidamente hasta comprobar la firma y asentir con una mueca: el abad mayor de la colegiata de Ugíjar certificaba que el 5 de diciembre del año de 1568 el cristiano nuevo llamado Marcos Núñez, vecino de Juviles, había asistido a la misa mayor oficiada en esa población.
El sacristán esbozó una sonrisa casi imperceptible y escribió algo en el libro antes de seguir con la interminable lista de cristianos nuevos —los musulmanes obligados por el rey a bautizarse y abrazar el cristianismo—, cuya asistencia a los santos oficios debía comprobar cada domingo y días de precepto. Algunos de los interpelados no contestaron y su ausencia fue cuidadosamente registrada. Dos mujeres, al contrario que Marcos Núñez con su certificado de Ugíjar, no pudieron justificar por qué no habían acudido a la misa celebrada el domingo anterior. Ambas intentaron excusarse atropelladamente.
Andrés las dejó explayarse y desvió la mirada hacia el cura. La primera cejó en su intento tan pronto como don Martín la instó a que callara con un autoritario gesto de la mano; la segunda, sin embargo, continuó argumentando que ese domingo había estado enferma. —¡Preguntad a mi esposo! —chilló mientras buscaba a su marido con mirada nerviosa en las filas posteriores—. Él os. — ¡Silencio, aduladora del diablo! El grito de don Martín enmudeció a la morisca, que optó por agachar la cabeza. El sacristán anotó su nombre: ambas mujeres pagarían una multa de medio real.
Tras un largo rato de recuento don Martín dio inicio a la misa, no sin antes indicar al sacristán que obligase al penitente a elevar más las manos que sostenían los cirios.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo… La ceremonia continuó, aunque fueron pocos los que entendieron las lecturas sagradas o pudieron seguir el ritmo frenético y los constantes gritos con que el sacerdote les reprendió durante la homilía.
—¿Acaso creéis que el agua de una fuente os sanará de alguna enfermedad? —Don Martín señaló al hombre arrodillado; su dedo índice temblaba y sus facciones aparecían crispadas—. Es vuestra penitencia. ¡Sólo Cristo puede libraros de las miserias y privaciones con que castiga vuestra vida disoluta, vuestras blasfemias y vuestra sacrílega actitud! Pero la mayoría de ellos no hablaba castellano; algunos se entendían con los españoles en aljamiado, un dialecto mezcla del árabe y el romance. Sin embargo, todos tenían la obligación de saber el Padrenuestro, el Avemaria, el Credo, la Salve y los Mandamientos en castellano. Los niños moriscos, gracias a las lecciones que recibían del sacristán; los hombres y las mujeres, por las sesiones de doctrina que se les impartían los viernes y sábados, y a las que debían asistir so pena de ser multados y no poder contraer matrimonio. Sólo cuando demostraban conocer de memoria las oraciones se les eximía de acudir a clase.
Durante la misa algunos rezaban. Los niños, atentos al sacristán, lo hacían en voz alta, casi a gritos, tal y como les habían aleccionado sus padres, porque así ellos podían burlar la presencia del beneficiado, con sus idas y venidas, para clamar a escondidas: Allahu Akbar…
Referencia:
La mano de Fátima , de Ildefonso Falcones
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