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El origen del «Belén»

El origen del «Belén» o el acto de adoración de un Juglar de Dios

Belenes por todo el mundo

En adviento, ese tiempo litúrgico que prepara la Iglesia para la celebración de la gran fiesta del Nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, empiezan a aparecer los «nacimientos» o «belenes» en casas, iglesias, catedrales, colegios, conventos, plazas, centros comerciales… de los cinco continentes, allá donde existen comunidades de católicos. Y con ellos, las alegres luces que iluminan las noches y la hermosa música que llega hasta el fondo el corazón; composiciones de música culta y popular que, desde la Edad Media hasta nuestros días, se han ido creando al calor de la Navidad.

La imagen del niño Jesús

El centro y corazón del «belén» es la imagen de ese niño casi desnudo, pobre, recostado sobre pajas. Imagen elocuente y plástica del gran misterio de la Encarnación. Todo el Poder y la Gloria, la Santidad y la Inefabilidad, el Señorío y el Amor de Dios están en esa figura inocente y dulce del Niño recién nacido. ¡Oh misterio admirable! De la total trascendencia de Dios Todopoderoso sólo vemos al niño Jesús nacido en Belén de Judá. A ese niño indefenso se le adora como Dios: por ángeles por pastores (Cf Lc2, 8-20) y por los Magos venidos de Oriente (Cf Mt 2,9-11).

Alrededor de la figura del niño Jesús toman forma las representaciones de las personas de los acontecimientos que giran en torno a ese insondable misterio: el portal de Belén con María y José; los santos esposos ¡¡dirigiéndose a la posada y no encontrando aposento; el anuncio del ángel a los pastores; la adoración de los pastores y animales; la venida y adoración de los Magos; el Palacio del rey Herodes; la matanza de los inocentes; la huida de la Sagrada Familia a Egipto; el pueblo de Belén con sus numerosos hombres y mujeres, niños y animales; expresado de forma diversa según la cultura y la genialidad de los artistas de todo el mundo. Estos «belenes» son la expresión plástica del testimonio que nos dejaron los evangelistas Mateo y Lucas, en sus dos primeros capítulos respectivos; conocidos popularmente como «evangelios de infancia».

Convento di Greccio

Cuando no existían los «belenes»

No siempre fue así. Durante más de mil años el cristianismo no conoció esas representaciones tan familiares para nosotros llamados
«nacimientos» o «belenes». Estos tienen un origen conocido, del que fueron testigos gente sencilla y frailes humildes. Sabemos, por datos de la historia, el genio a quién se le ocurrió; el día y el año que aconteció y el lugar concreto donde empezó. Pero antes de desvelar y admirar este hecho insólito, anotemos brevemente la historia de las celebraciones litúrgicas de la que depende el «belén».

La fe en Jesús, muerto y resucitado por nosotros y para nuestra salvación, tiene su expresión más viva en la celebración del misterio de Cristo en el curso del año. Aunque el centro de la celebración gira en torno a la máxima solemnidad de la Pascua, se apoya ante todo en el ritmo semanal marcado por el domingo. Este día es fundamental porque recuerda la resurrección del Señor y la efusión del Espíritu Santo. En ese día la Iglesia se reúne para celebrar la eucaristía, según el mandato del Señor, teniendo sus raíces en el origen apostólico de esta «acción de gracias». En el principio a este día se le llamó «el primer día de la semana» (el día siguiente al sabat judío). A partir del año 70 de la era cristiana, con la caída de Jerusalén y la destrucción del Templo, se extiende la denominación del «día del Señor» de donde viene el nombre actual de domingo.

Si desde el origen de la Iglesia la celebración semanal del domingo y de la Pascual anual era común a las diversas comunidades, otras fiestas litúrgicas fueron apareciendo paulatinamente. A ese primer ciclo Pascual celebrado desde el origen, se complementó posteriormente con el ciclo natalicio o de la manifestación del Señor.

Las fiestas de la Navidad y de la Epifanía aparecieron en el calendario cristiano a comienzos del siglo IV, aunque en lugares diferentes. La Navidad se empezó a celebrar en la iglesia de Roma y la Epifanía en oriente, casi con toda seguridad en Egipto. Ambas celebraciones se extendieron rápidamente por toda la Iglesia (Nota 1).

Aunque a partir de entonces se celebraba la Navidad (el nacimiento de Nuestro Señor), no había aparecido la expresión plástica de nuestro «nacimiento», la figura del niño Dios en el pesebre.

Convento di Greccio – La grotta del Presepe

Y vino el juglar de Dios

Así fueron trascurriendo los siglos hasta que un hombre, extraordinario por lo sencillo y pobre, quiso reproducir y celebrar el nacimiento del niño de Belén, pobre y humilde. Eso aconteció tres años antes de la muerte de ese hombre único y extraordinario llamado por los suyos como el «poverello» (el pobrecito).

Era el bienaventurado San Francisco de Asís. Tuvo lugar el año del Señor de 1223. El momento fue la Nochebuena de ese año; y el lugar de tan entrañable acontecimiento fue Greccio (Italia).

Francisco, el que quiso imitar a Jesús

Antes de entrar a relatar los acontecimientos, nos detendremos brevemente en la figura de este hombre, para poder comprender mejor los hechos que tuvieron lugar.

San Francisco de Asís (1181-1226) es uno de los santos más universales y singulares de toda la historia de la Iglesia. Abrazó el Evangelio como forma de vida e hizo un seguimiento total de nuestro Señor Jesucristo. Él hubiera podido decir como San Pablo: «para mí la vida es Cristo» (Flp 1, 21).

Quiso vivir como Jesús: en total obediencia al Padre, haciendo suya plenamente la pobreza y la entrega, proclamando con palabras y obras la gloria de Dios, humillándose en el servicio, dando vida por amor. Y lo vivió de tal manera que reprodujo en su persona los dos grandes misterios del Señor: Encarnación y la Cruz. Nos relata el hermano de religión y contemporáneo del «poverello», el Beato Tomás de Celano en su Vida Primera: «La suprema aspiración, más, vehemente deseo y, el más eficaz propósito de nuestro bienaventurado Francisco, era guardar en todo y por todo el santo Evangelio y seguir e imitar con toda perfección y solícita vigilancia, con todo el cuidado afecto de su entendimiento y fervor de su corazón los pasos y doctrinas de Jesucristo Nuestro Señor. Son asidua meditación recordaba sus divinas palabras y con sagaz penetración consideraba sus obras. Pero lo que ocupaba más de continuo su pensamiento, y tanto que apenas quería pensar en otra cosa, era la humildad de su encarnación y el amor infinito de su pasión santísima» (1 Cel 84) (Nota 2).

Toda su vida fue una imitación de la Encarnación del Señor, ese vaciamiento y abajamiento por obediencia a la voluntad del Padre, e imitar su Pasión y Muerte, entrega total por amor. Y todo ello lo vivió con tal entrega, con tal fuerza y tan plenamente que recibir al final de su breve vida, como dones del Espíritu Santo la inspiración para «celebrar la Natividad de una manera hasta entonces nunca usada en el mundo»(Nota 3) y, un año después, en el otoño de 1224, en el monte Alvernia, impresión de las llagas de Jesús en su cuerpo. Dos años después, consumido de amor, el 4 de octubre de 1226 iba a entregar su alma a Dios para participar de la gloria de su Señor y su Dios, al que
había querido imitar plenamente durante su vida de consagrado.

Santuario Greccio – Gruta del nacimiento – Detalle pesebre

Su amor por la Navidad

Nos dice Joergensen: «Desde su viaje a Tierra Santa y su visita a Belén había quedado Francisco con el corazón henchido de una devoción particular por la fiesta de Navidad» (Nota 4). De esa profunda devoción por la celebración de la fiesta del Nacimiento de Jesús tenemos el siguiente texto que recogen unas palabras del libro Espejo de Perfección en la que leemos:

«Damos testimonio nosotros, que vivimos con el santo Patriarca y redactamos este escrito, de que muchas veces le oímos expresarse de esta manera: «… por reverencia al Hijo de Dios, a quien en aquella noche la Santísima Virgen María reclinó en un pesebre sobre pobres pajas, en medio de un buey y un asno, todo el que tuviese alguno de esos animales estuviese obligado a proveerles con largueza de un buen pienso; y, por último, que todos los ricos estuviesen obligados en dicho, día a saciar con sabrosos y exquisitos manjares a los pobres de Cristo».

Esto hacía el bienaventurado Francisco porque profesaba mucha mayor devoción al tierno misterio del Nacimiento de Cristo que a todas las otras festividades, por lo cual decía: «Después que Cristo nació por nosotros, debemos tener por segura nuestra salvación». De aquí su gran deseo de que todos los cristianos se alegrasen dicho día en el Señor y que, en vista del amor de Aquel que se entregó a sí mismo por nosotros, todos procurasen regalar con largueza, no sólo a los pobres, sino también a los animales y a las avecillas»(EP94) (Nota 5).

Diciembre de 1223

A finales del año 1223 San Francisco estaba en Roma para ser confirmada su segunda Regla por el Papa Honorio III. El último mes de ese año: «…que aquel mismo día Francisco dejó el palacio y la torre del Cardenal (Hugolino) y se marchó, sin que ni los ruegos de éste ni las torrenciales lluvias que en el mes de diciembre caen sobre Roma, consiguieran detenerle. Pronto pasó la puerta Salara y, a pesar del intenso frío que reinaba, y del viento que soplaba furioso y del barro que cubría los caminos, tomó resueltamente el camino del norte. Iba contento y gozoso, marchando, aunque sin percatarse de ello, con mayor rapidez que la que solía, con la idea de verse pronto en su querido valle de Rieti y otra vez en compañía de sus hermanos de Fonte Colombo. Allá, en medio del silencio majestuoso de los montes Sabinos, le esperaba una nueva consolación» (Nota 6).

Preparando la Navidad de 1223

Tenemos una fuente precisa de lo acontecido en la Navidad de 1223 y la encontramos en la Vida Primera, libro primero, capítulo 30, titulado Prepara un pesebre el día del Nacimiento de Nuestro Señor, escrita por el mencionado fraile franciscano, el Beato Tomás de Celano (Nota 7).

En Greccio tenía el santo un amigo y bienhechor llamado Juan Vellita, que le había hecho donación de una peña rodeada de árboles que poseía frente a la ciudad, a fin de que moraran sus frailes. En ese escarpado paraje había unas cuevas que servían de refugio y abrigo. Aun hoy en día, cuando visitas el eremitorio de Greccio, a pesar de encontrar unas construcciones sencillas erigidas con posterioridad al acontecimiento, impresiona su ubicación y lo escarpado del terreno. Al eremitorio, colgado de una pared vertical, sólo se puede acceder a pie.

Quince días antes de Navidad, Francisco llamó desde el convento de Fonte Colombo a su amigo Juan Vellita, como hacía otras veces, y el santo le habló del siguiente modo: «Si deseas que celebremos en Greccio la próxima fiesta del natalicio divino, adelántate y prepara con diligencia lo que voy a indicarte. Para hacer memoria con mayor naturalidad de aquel divino Niño y de las incomodidades que sufrió al ser reclinado en un pesebre y puesto sobre húmeda paja junto a un buey y un asno, quisiera hacerme de ello cargo de una manera palpable y como si lo presenciara  con mis propios ojos. Oyó esto el buen hombre y apresuróse a preparar en aquel lugar todo lo que le había dado a entender Francisco» (1 Cel 84) (Nota 8).

La Nochebuena de 1223

«Llegó por fin el día de la alegría y la hora de la satisfacción apetecida. Fueron convidados religiosos de varias partes, los hombres y mujeres del lugar, según su posibilidad, y con íntimo gozo, con luces y hachas, se dispusieron a iluminar aquella noche, que con inmensa claridad, cual astro refulgente, irradia sobre los días y los años.

Llega en último lugar el siervo de Dios, y hallándolo todo a punto según lo deseara, alégrase en extremo. Dispónese luego el pesebre, acomódase la paja y se trae el buey y el asno. Hónrase allí la sencillez, se elogia la pobreza, se celebra la humildad, y Greccio se convierte en otra ciudad de Belén. Queda la noche iluminada como claro día y da placer a los hombres y a los animales. Llegan los pueblos y animan con nuevo entusiasmo y fervor aquel admirable misterio. Resuenan en el valle las voces, y los ecos responden con estremecimiento. Cantan los religiosos y entonan las divinas alabanzas y transcurre la noche en santa alegría. Contempla extático el siervo de Dios el pesebre, suspira tiernamente y se le adivina rebosante de ternura anegado en mar de celestiales goces. Celébrase el santo sacrificio de la misa junto al pesebre, y el sacerdote disfruta de inusitado consuelo» (1 Cel 85) Nota 9).

Tomás de Celano nos relata como vivió el santo ese momento que quedaría grabado en la memoria de los asistentes y que se recordaría los siglos posteriores. Durante la eucaristía «viste Francisco los ornamentos sagrados propios del grado de diácono, a cuyo orden estaba elevado, y con voz conmovida entona el santo Evangelio. Y aquella voz insinuante y dulce, clara y sonora, convida a todos a los premios eternos. Predica después al pueblo que le rodea, y de sus labios brotan dulcísimas palabras sobre el nacimiento del Rey-pobre y de la insignificante ciudad de Belén. Cuando ha de pronunciar el dulce nombre de Jesús, ardiendo en flagrantísimo amor, llámale, con sin igual ternura, el Niño de Belén; y esta palabra, a causa del estremecimiento y emoción, percíbese como tierno balido de oveja, y su boca llénase, más que con el nombre, con el dulce afecto que al pronunciarlo experimenta. Su lengua, cuando ha de nombrar al Niño de Belén o el nombre ternísimo de Jesús, muévese alrededor de los labios cual si lamiese y saborease algo dulcísimo y gustase el grato sabor de aquella divina palabra… Cesaron, por fin, los solemnes cultos, y cada cual volvió a su casa lleno de gozo y alegría» (1 Cel 86) (Nota 10).

Después de aquella Nochebuena

«Consagróse más tarde el lugar del pesebre en templo del Señor, y construyóse allí mismo un altar y se edificó una capilla en honor del beatísimo Padre Francisco, a fin de que allí donde algún tiempo habían comido su pienso de paja los animales, de allí en adelante los hombres, para la salud de su alma y de su cuerpo, comieran las carnes del Cordero sin mancilla, Jesucristo Nuestro Señor, que con suma e inefable caridad se nos dió a sí mismo, el cual vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo, Dios eternamente glorioso, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya, Aleluya» (1 Cel 87) (Nota 11).

El visitante actual puede contemplar esa cueva convertida en la «capilla del pesebre» con una decoración sencilla y pobre, donde tuvo lugar por primera vez este acto de adoración del Niño Dios de manera tan pedagógica y real. (Nota 12).

Esa escenificación del Niño Jesús en el portal de Belén y su adoración, que surgió de lo más íntimo del corazón de Francisco, quedó grabada de tal manera en la memoria de todos los asistentes, fieles y frailes, que a partir de entonces la Navidad iba a ser diferente. Este regalo que nos dejó San Francisco fue acogido por los creyentes con inmensa alegría. A partir de esa Nochebuena de 1223 Greccio se convirtió en el epicentro de un movimiento que fue extendiéndose paulatinamente por toda la Iglesia hasta nuestros días. A ello contribuyeron los frailes franciscanos, grandes evangelizadores y misioneros. Con ellos viajó el «belén». Gracias «al nacimiento» los fieles podían ver plásticamente el Misterio de la Encarnación y percibir claramente que todo cristiano, sin importar la edad, ni la pobreza, puede celebrar la Navidad cuando va con un corazón agradecido a adorar a ese niño recostado entre pajas y, con un beso, agradecer el amor infinito de Dios que se hizo hombre por nosotros.

¡Gracias juglar de Dios! ¡Gracias «poverello» de Asís! ¡Gracias bienaventurado Francisco!

Por José Antonio Pastor Mora. (Publicado en Cavalcada Reis Mags 2011-Bañeres (Alicante)).


NOTAS
1. Cf Julián López Martín, La liturgia de la Iglesia. Teología, historia, espiritualidad y pastoral, BAC, Madrid 2005, págs. 249-253.
2. Escritos completos de San Francisco de Asís y biografía de su época, BAC, Madrid 1956, pág. 339.
3. Giovanni Joergensen, San Francesco dAssisi, Edizioni Porziuncola, Assisi 2005, pág. 263. He utilizado la traducción al español de dicho libro obra de R.P. Antonio Pavez O.F.M., de Editorial Difusión, Buenos Aires 1945. Joergensen (1866-1956), pensador, historiador, escritor, poeta y periodista danés, y convertido al catolicismo en 1898,escribió una de las más prestigiosas biografías que existen sobre San Francisco y, desde su publicación en 1907, ha tenido una amplia difusión y múltiples traducciones a diversos idiomas.
4. Idem, pág. 262.
5. Escritos completos de San Francisco de Asís y biografías de su época, pág. 782-783.El libro Espejo de Perfección fue escrito casi con total, seguridad, según los historiadores, por el hermano León, compañero y secretario de San Francisco y tan querido por él.
6. Giovanni Joergensen, pág. 262.
7. Escritos completos de San Francisco de Asís y biografía de su época, págs. 339-342.
8. Idem, pág. 340.
9. Idem. págs. 340-341.
10. Idem. pág. 341.
11. Idem. pág. 341-342
12. Cuando visité el eremitorio de Greccio pude ver un pequeño museo de «nacimientos» de diversas partes del mundo.


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