Jérez del Marquesado y el milagro de La Tizná
Tres niños muertos, destrozados por el impacto de un rayo, vuelven a la vida como si nada hubiera pasado gracias a la mediación de una imagen ya reconocida como milagrosa.
Situado en la cara norte de Sierra Nevada, Jérez del Marquesado ha sido testigo de continuas poblaciones que se asentaron al abrigo de la enorme riqueza agrícola y minera de su territorio. En las minas de Santa Constanza y en las del peñón de Alrután se han encontrado numerosos restos arqueológicos que se remontan al Neolítico y a la cultura ibérica.
Pero son los árabes los que le dan a esta villa su fisonomía actual, llamándola Mecina Xeriz (Barranco de la seda), nombre que alude a la abundancia de morera para los gusanos de seda y al agua que ha caracterizado a este municipio y del que perduran numerosos molinos.
Acompañado de su alcalde, Antonio Gámez, pude comprobar sobre el terreno los numerosos rincones cargados de historia y belleza, como el Castillo Nazarí construido sobre un promontorio junto al río; la torre de la Alcazaba, vigilante como soldado de piedra de guerras pasadas; la Torre Islámica, situada en la calle Alcázar, hoy embutida en una casa particular y coronada por una virgen, o la Cruz Blanca de las eras, testimonio de la visita de los Reyes Católicos en 1489. Culminamos la visita en la Iglesia de la Anunciación, del siglo XVI, mezcla de estilos mudéjar y renacentista.
En el interior de la iglesia pude admirar la preciosa talla de Nuestra Señora de la Purificación, llamada cariñosamente ‘La Tizná’. Al preguntar al párroco, José María Tortosa, por el mote de la Virgen, me invitó al interior del archivo de la parroquia y me mostró una vieja carpeta con un papel apergaminado y protegido por tapas de cuero viejo que fue redactado por otro párroco hace más de tres siglos y medio, texto que gracias a su amabilidad pude leer con detenimiento y devoción. ¡Toda una joya! Fue Francisco de Moya el escritor y redactor de aquel prodigio, fechado el 18 de junio de 1653. Dice así:
«A diez y ocho días del mes de junio de este presente año de 1653, fecha en la que la Iglesia celebra los natales de los gloriosos mártires hermanos San Marcos y San Marceliano, a las cuatro o cinco de la tarde, se oyó un espantoso trueno y vino un desacostumbrado y gran relámpago que pareció encender toda la villa con el fuego que traía al caer en la iglesia. Un rayo cuyos admirables y prodigiosos efectos referiré para gloria de Dios nuestro Señor y culto y veneración de la reina de los ángeles, la Virgen Santísima de la Purificación, por cuya intercesión y ruegos creemos todos que esta villa no quedó hecha polvo y ceniza en este día de ira de Dios nuestro Padre y Señor». Así de meticuloso en detalles comienza el clérigo el texto . Y prosigue:
«El rayo impactó directamente sobre la torre de la iglesia con tal fuerza que destrozó una cruz de madera, presuntamente milagrosa, que estaba envuelta en un lienzo blanco. Pero la cosa no había hecho más que empezar, ya que aquel rayo se transmitió por toda la torre, donde se fragmentó en dos. Uno de los rayos surcó el capitel, atravesó la muralla y pasó por la sacristía para terminar en el altar mayor, donde impactó contra la imagen del Santísimo Cristo. Al cual quebró tres dedos -contando desde el pequeño- y llegó hasta el tabernáculo del Santísimo Sacramento, en cuya cima estaba un Santo Niño Jesús, a quien le rompió una corona de plata y el brazo derecho, le quemó el barniz de la mejilla y de la garganta. Después de cometer tales destrozos, el terrible rayo se consumió tras romper el arca del Santísimo Sacramento y la puerta del Sagrario, así como los cuadros, los candelabros y los manteles que allí se encontraban».
El asunto no habría pasado a mayores de no ser porque el otro fragmento del rayo tuvo un inoportuno encuentro con tres niños del pueblo, que estaban tocando las campanas de la iglesia. «Alonso, hijo de Luis de Alcalá, Juan, hijo de Pedro de Sierra y Bartolo, hijo de Francisco Rabelo, se quedaron como muertos por grande espacio. Tenía Juan abrasado el vestido, y Alonso un agujero por la parte de la espalda como de bala, quemado alrededor, y de olor pestífero». Es curioso como el párroco Francisco de Moya significa en su escrito «como muertos», pues aquí la prudencia del clérigo no se atreve a confirmar lo que vendría después.
«El rayo siguió su marcha hacia el interior de la iglesia, donde destrozó el suelo de la torre, un par de ventanas y los muros. Salió finalmente por la parte trasera de la capilla de Nuestra Señora de la Purificación y, después de destruir diferentes enseres, se hundió a los pies de la imagen de la Virgen, como desafiándola».
Hay un dato que creo que hay que tener en cuenta en esta fabulosa historia y es que treinta años antes otro rayo similar pero de menor potencia entró por uno de los ventanales de la iglesia, desapareciendo en el suelo a tan solo un palmo de la virgen. ¿Dos rayos rendidos justo a los pies de la mítica talla? El asunto deja poco lugar al simple azar.
«Bajaron a los niños a la iglesia y puestos ante la Santísima Imagen de la Purificación, fueron grandes los clamores, los llantos y las súplicas que hacían sus madres y otras piadosas mujeres. Todos los vecinos, absortos y atemorizados, fueron a la iglesia a pedir misericordia a Dios Nuestro Señor, creciendo el llanto y las lamentaciones. Poco después los niños volvieron en sí, atónitos y asombrados. Se miraron desnudos y se les halló en las carnes unas cintas moradas, como sangre seca. Fueron grandes las alegrías y las voces que se mezclaron en aquella confusión viendo vivos a los niños». Así lo relata el clérigo Francisco Moya en el manuscrito.
Tres niños muertos, destrozados por el impacto de un rayo, vuelven a la vida como si nada hubiera pasado gracias a la mediación de una imagen ya reconocida como milagrosa por aquel entonces y cuya fama se extendió de manera veloz a raíz de este suceso.
Y hubo un detalle que resulta tan misterioso como significativo: el rostro de la imagen, que se convertiría desde aquel día en Patrona del pueblo, apareció tiznado tras la curación de los niños, como si de forma sobrenatural hubiera absorbido todo el daño causado a los pequeños por aquel rayo maldito. Por ello, y hasta el momento actual, la talla es conocida popularmente por el apodo de ‘La Tizná’.
Por José Manuel Fernández
Con información de Ideal
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