Wajdi Mouawad – El rey de la tragedia
Las tragedias griegas solían empezar al romper el alba. Como al principio de una de ellas, Wajdi Mouawad nos ha dado cita a primera hora de la mañana, tras un dramático amanecer en el que nubes amenazadoras han dejado paso a un cielo pálido pero descubierto. El dramaturgo y director teatral aguarda en un pequeño café del centro de Toulouse, junto al mercado de Carmes, alrededor del que circula una población entre burguesa y bohemia que despierta al mismo ritmo que la ciudad. Mouawad sostiene un ensayo sobre los fenicios con su mano derecha. En ella, se aprecia la silueta de un gran escarabajo tatuado, en el que se logra distinguir el rostro de Gregor Samsa tras una noche de sueño intranquilo. La vida ha llevado al autor a instalarse en la ciudad francesa, donde conoció a su compañera y hoy vive con sus hijos, lejos de la intelectualidad parisiense que parece aborrecer. “En París todavía existe una corte que te trata sin piedad. Yo me he formado en teatros provinciales donde he podido crecer libre. Nunca viviría en la capital”, aclara. Mouawad no parecía destinado a pasar sus días necesariamente aquí. El autor nació hace 46 años en una comunidad cristiana maronita de Líbano, se exilió en Francia y desembarcó en Quebec, antes de regresar a Europa convertido en dramaturgo de éxito.
No se puede entender quién es él sin contemplar ese traumático destierro, que en su obra ha cobrado dimensiones casi mitológicas. “Este es el laboratorio en el que me ha metido la vida, el del exilio, la guerra, las lenguas que no son tuyas. El exilio ha sido un lugar de un sufrimiento atroz, pero también paradójico. Me rompió en dos y, a la vez, me salvó la vida”, relata con temblor en la mirada. “Gracias a él, escapé a los círculos viciosos en los que fui criado. Fui un niño muy amado, pero me educaron para odiar a los demás. Para abominar de musulmanes, chiitas, sunitas, drusos, palestinos, judíos, israelíes. De todos por igual”. En 1977, cuando tenía nueve años, el líder izquierdista druso Kamal Youmblatt fue asesinado. Hoy recuerda haber salido a la calle para bailar sobre un cadáver todavía caliente. “No fue hasta los veintitantos años cuando tomé conciencia de lo que aquella celebración significaba. Me pareció una profunda injusticia, de la que encima yo era el verdugo. La voluntad de escribir surge de ese sentimiento”, reconoce.
Su obra conforma un compendio de odiseas necesariamente dolorosas, protagonizadas por jóvenes marcados por la tragedia pese a no haberla vivido plenamente. En un momento determinado, todos se dan cuenta de que necesitan pasar cuentas con un pasado que apunta en dirección a Oriente Próximo. “La infancia es un cuchillo plantado en la garganta”, escribió en Incendios (2003), su obra más conocida, un monumental texto a medio camino entre el cine de detectives y los ecos mitológicos, llevado a la gran pantalla por el cineasta quebequés Denis Villeneuve, quien comparó experimentar la obra con “sobrevivir a un accidente de carretera”.
En el texto, Jeanne y Simon recibían un encargo póstumo de su madre, fallecida tras cinco años confinada en un inexplicable silencio: entregar una carta a un padre que creían muerto y otra más a un hermano cuya existencia desconocían. Tras viajar a Líbano, lograban esclarecer el secreto familiar que rellenaba los huecos de su terrible historia. En Litoral (1999), Wilfrid llevaba a cuestas el cadáver de un padre al que apenas conoció, buscando un lugar donde enterrarlo en su país natal, sin rumbo y con escaso sentido de la orientación. Loup, la iracunda adolescente que protagonizaba Bosques (2006) superaba el trauma del abandono siguiendo el rastro de siete mujeres de su familia, quienes atravesaron un siglo de guerras y masacres para “reunir las piezas de un puzle diseminado” en diferentes puntos del eje espaciotemporal. Cada vez que Mouawad intenta recolectar esas piezas para encontrar una manera de hacerlas encajar, se erige un nuevo proyecto teatral.
Mouawad es hijo de un representante comercial del plástico y de un ama de casa, acogidos en Francia durante la guerra de Líbano. Con 10 años recién cumplidos, el pequeño Wajdi pasó de distinguir el ruido de los explosivos que caían sobre Beirut a aprender que Charles Martel detuvo a los árabes en Poitiers, como le dijo un profesor del suroeste parisiense en su primer día en la escuela. El primer poema que memorizó fue, de manera profética, la composición de Du Bellay que empieza: “Feliz quien, como Ulises, ha hecho un largo viaje”. Asegura que, en Francia, se convirtió en “un ejemplo de integración feliz”. Fue un excelente alumno, capitán del equipo de rugby e hijo modélico para una familia que sentía alivio por haber dejado de oír el ruido de las bombas. “Y sin embargo, vivíamos un auténtico desgarro, aunque nadie se atreviera a decirlo en voz alta”, describe. “Hoy todos los miembros de mi familia siguen lamentándose: ‘No sabéis por lo que pasé’. A mí también me sucede”. Tras seis años en París, las autoridades francesas decidieron no renovar sus permisos de residencia: “Nos dijeron que llevábamos demasiado tiempo allí y que era hora de marcharse”. Su madre se mostró entusiasmada porque las calles canadienses estaban limpias. Meses más tarde, moría de cáncer.
Al joven Mouawad, Quebec le pareció un sitio inmerso “en una paz monstruosa”. Y también un lugar donde nadie sabía escribir su nombre —que significa existencia y es traducible como “mi vida”, como puntualiza—. Él y sus hermanos fueron los únicos en la familia con nombres árabes. “De pequeño odiaba a mis padres por haberme hecho algo así. Mis primos se llamaban Pascal, Claude o Antoine. Los nombres franceses me parecían más bonitos. Yo también quería tener uno así”, afirma. Fue en Montreal, a principios de los noventa, cuando empezó a devorar los clásicos: la Biblia, la Ilíada y la Odisea. Y, por encima de todo, a su admirado Sófocles, que le impulsó a ver la vida con un nuevo cristal.
“Descubrir la tragedia fue algo revelador. Me fascinó el carácter falible de los héroes griegos o el problema de la desmesura. Sófocles no deja de repetir que no hay que ser presuntuoso, porque nadie está a salvo de cometer lo inimaginable”, aduce. De repente, se preguntó qué habría sido de él si se hubiera quedado en Líbano. ¿Habría terminado en las mismas milicias cristianas que masacraron Sabra y Chatila? “Para los griegos, la inmortalidad no consistía en la descendencia, sino en hacer algo extraordinario por el bien de la polis, para que tu memoria fuera recordada para siempre. Me dije que yo también quería vivir así”, se entusiasma. Sostiene que lo último que querría ser es un idiota: “Para los griegos, el idiota era el que no se preocupaba de los asuntos públicos y solo pensaba en sí mismo. Igual que esa gente que hoy dice que no le interesa la política y lo único que hacen es encerrarse en sus casas”.
Las tragedias de Mouawad no son exactamente como las de Sófocles. Por supuesto, sus obras inducen a una inevitable catarsis final, esa que impulsa al público a derramar las lágrimas y ponerse en pie. Pero no entienden de oráculos a los que consultar ni de deus ex machina que resuelvan la papeleta ante los ojos de sus desconcertados héroes. “No creo en la predestinación y mi relación con los dioses no está fundamentada en la autoridad. Si existe un Dios, diría que él cree más en mí que yo en él”, sonríe.
De niño, su hermano mayor le convenció de que los animales eran capaces de hablar. Como en las fábulas de Perrault y las películas de Disney, pero algo más de solidez metafísica, eso es exactamente lo que sucede en su nuevo libro. Criaturas domésticas y salvajes narran el asesinato de una mujer embarazada, acuchillada y luego violada por un indio estadounidense, además de la posterior persecución del protagonista, que buscará venganza y acabará encontrando la brutalidad que reside en sí mismo, legada —como es costumbre en su producción— por sus antepasados. Ánima es un thriller mitológico que ha escrito durante los últimos diez años, mientras montaba y desmontaba proyectos teatrales. La narrativa es un género que no suele preferir a la dramaturgia. “Cuando escribo literatura noto un silencio en mi cabeza. En el teatro, en cambio, escucho un bullicio permanente. Me di cuenta de que necesitaba trabajar en esta novela para preservar mi equilibrio mental. Era como un jardín secreto en la parte trasera de mi cabeza, en el que me podía retirar cuando me apeteciera. La mantuve en secreto durante ocho años, sin saber muy bien qué haría con ella”, confiesa.
En 2007, durante un viaje a Barcelona, Mouawad compró un mapa de la frontera entre Estados Unidos y Canadá, territorio donde transcurre el relato. Por casualidad, descubrió que en los Estados fronterizos existían ciudades con nombres como Lebanon o Jerusalem. “Observé mi vida reflejada en un territorio nuevo. Entendí que la novela me estaba empujando hacia allí”, apunta. Por si fuera poco, leyó que el lugar había sido escenario de una sangrienta batalla durante la guerra de Secesión: Illinois era unionista, pero Missouri defendía el esclavismo. Las fallas geológicas unieron entonces a dos geografías distintas, en las que los animales hablan y los humanos matan. La diferencia entre unos y otros, como bien describió Kafka, es tirando a relativa.
La publicación del libro coincide con la representación de su espectáculo Seuls en el Teatre Lliure de Barcelona. Un monólogo en el que explora lo que podría haber sido su vida a partir de un alter ego, Herwan, libanés exiliado en Quebec, que prepara una tesis sobre esa figura tutelar llamada Robert Lepage. De nuevo, el libro y la obra le permiten remover las aguas turbias de sus orígenes, reconciliarse con una redención casi imposible e indagar en la naturaleza del mal más absoluto. “No tengo claro que hable del mal, como lo hacen Shakespeare o Sarah Kane”, corrige con cortesía. “Si echáramos un cubo de ácido sobre lo que escribo, solo quedaría una cosa. Lo que me interesa es la traición del amor. Nos obstinamos en creer que siempre seremos capaces de amar, aunque sepamos perfectamente que, tarde o temprano, tendremos que aceptar que no es verdad. Mi obra habla del momento en que nos damos cuenta de que ese sentimiento sobre el que nos hemos construido no es verdadero”, argumenta. “Y entonces nos preguntamos qué vamos a hacer a partir de ese momento”.
Dice que su padre ha ido a ver una de sus obras una sola vez. A la salida le dijo que haría mejor en dedicarse a la comedia. “La gente no quiere pensar en la muerte”, le aconsejó. “La gente necesita reír”. La falta de reconocimiento paterno no le molesta. “Hubiera preferido que me reconociera mi hermano, que también escribía y me influyó mucho”, admite. Mouawad recuerda un curso que impartió el año pasado en Santander ante directores y dramaturgos jóvenes. “Les pedí que me contaran sus proyectos. Uno hablaba de un padre que no puede ser enterrado porque la tierra del cementerio se ha vuelto radioactiva. El otro de gemelos que se devoraban en el vientre materno. Ninguno se había dado cuenta de que hablaban de la Guerra Civil. Cuando se lo hice notar, no daban crédito”. Su obra retrata una cultura y una generación que se considera a salvo de la guerra, pese a vivirla en sus entrañas todos los días de su vida. “Hay algo amenazante en un silencio demasiado grande”, dejó escrito Sófocles. No hizo falta preguntarle si lo suscribe.
Ánima. Wajdi Mouawad.Traducción de Pablo Martín Sánchez (al castellano) / Anna Casassas Figueras (al catalán). Destino / Edicions del Periscopi. Barcelona, 2014. 448 páginas. 19 euros.
Seuls. El monólogo escrito, dirigido e interpretado por Wajdi Mouawad se representará en el Teatre Lliure, en Barcelona, del 27 de febrero al 2 de marzo.
Cielos es la última obra teatral de Mouawad publicada por KRK Ediciones con la que se cierra la tetralogía La sangre de las promesas, cuyos tres primeros títulos Litoral, Incendios y Bosques han sido publicados en la misma editorial.
Por Álex Vicente
Con información de El País
©2014-paginasarabes®