Oración a Cristo
El mundo, durante cuatro años enteros, se ha manchado de sangre para decidir quién había de tener la finca más grande y la bolsa más repleta. Los servidores de Mammón han arrojado a Calibán a fosos opuestos e interminables para hacerse más ricos y empobrecer a los enemigos. Pero esta espantosa experiencia a nadie ha aprovechado. Más pobres todos que antes, más hambrientos que antes, todo el mundo ha vuelto a los pies de fango del ídolo del Comercio a sacrificar la paz propia y la vida ajena. El divino Negocio y la santa Moneda ocupan, mucho más que en el pasado, a los hombres posesos. El que tiene poco quiere mucho; el que tiene mucho, quiere más; quien ha obtenido lo más lo quiere todo. Avezados al despilfarro de los años devoradores, los sobrios se han hecho glotones; los resignados, hábiles; los honrados se han dado al latrocinio; los castos, a tratos ilícitos. Con nombre de comercio se practican la usura y la apropiación; bajo la enseña de la gran industria, la piratería de pocos en daño de muchos. Los pícaros y los malversadores tienen en su custodia el dinero público y la malversación entra en el programa de todas las oligarquías. La ostentación de los ricos ha imbuido en los cerebros la idea de que en la tierra, emancipada ya del cielo, sólo tiene valor el oro y lo que con oro se puede comprar y gastar.
Todas las creencias, en este infecto maremagnum, se amortiguan. Casi una sola religión practica el mundo: la que reconoce la suma trinidad de Wotan, Mammón y Príapo; la Fuerza, que tiene por símbolo la Espada y por ejemplo el Cuartel; la Riqueza, que tiene por símbolo el Oro y por templo la Bolsa; la Carne, cuyo símbolo es nefando, cuyo templo es el Burdel. Tal es la religión dominante en la tierra, practicada con fervor, si no siempre con las palabras, por lo menos con los hechos. La antigua, familia se rompe: el adulterio y la bigamia corrompen el matrimonio; la descendencia les parece maldición a muchos y la hurtan con diversos fraudes y con abortos voluntarios; la fornicación triunfa de los amores legítimos; la sodomía tiene sus panegiristas y sus lupanares; las meretrices, públicas y ocultas, reinan sobre un pueblo inmenso de enclenques y sifilíticos.
Ya no hay Monarquías ni Repúblicas siquiera. El orden no es sino decoración y simulacro. La Plutocracia y la Demagogia, hermanas en su espíritu y en sus fines, se disputan el dominio sobre las hordas sediciosas, malamente servidas por la Mediocridad asalariada. Entretanto, sobre una y otra de las castas en lucha, la Coprocracia, realidad efectiva e indiscutible, ha sometido lo Alto a lo Bajo, la Cualidad a la Cantidad, el Espíritu al Fango.
Tú sabes estas cosas, Cristo Jesús, y ves que ha llegado otra vez la plenitud de los tiempos y que este mundo febril y bestializado no merece sino ser castigado por un diluvio de fuego o salvado por tu mediación. Únicamente tu Iglesia, la única que merece el nombre de Iglesia, la Iglesia única y universal que habla desde Roma con las palabras infalibles de tu Vicario, todavía se alza, reforzada por los ataques, engrandecida por los cismas, rejuvenecida pon los siglos, sobre el mar furioso y enfangado del mundo. Pero tú que la asistes con tu espíritu, sabes cuántos y cuántos, incluso de los en ella nacidos, viven fuera de su ley.
Has dicho una vez: «Si alguien está solo, yo estoy con él. Mueve la piedra y allí me encontrarás; hiende la madera, que allí estoy yo». Mas para descubrirte en la piedra, en el leño, es necesaria, cuando menos, la voluntad de buscarte. Y hoy la mayoría de los hombres no sabe, no quiere hallarte. Sí no haces sentir tu mano sobre su cabeza y tu voz en sus corazones, seguirán buscándose tan solo en sí mismos, sin hallarse, porque nadie se posee sí no te posee. Nosotros te rogamos, pues, oh, Cristo; nosotros, los renegados, los culpables, nosotros, los que aún nos acordamos de ti y nos esforzarnos en vivir contigo, aunque siempre demasiado lejos de ti; nosotros, los últimos, los que, fatigados, rendidos, regresamos de los periplos y los precipicios, te rogamos que vuelvas una vez más entre los hombres que te mataron, entre los hombres que siguen matándote, para darnos de nuevo a todos nosotros, asesinos en la oscuridad, la luz de la verdadera vida.
Más de una vez después de la resurrección te has aparecido a los vivos, les has mostrado tu rostro y hablado con tu voz. Los ascetas escondidos entre los arenales, los monjes en las largas noches de los cenobios, los santos en las montañas, te vieron y te oyeron y desde aquel día no pidieron sino la gracia de la muerte para reunirse contigo. Tú fuiste luz y palabra en el camino de Pablo, fuego y sangre en el antro de Francisco, amor ardiente y perfecto en las celdas de Catalina y de Teresa. Sí para uno volviste, ¿por qué no vuelves, una vez, para todos? Si ellos merecieron verte, con el derecho de su apasionada esperanza, nosotros podemos invocar los derechos de nuestro yermo desaliento. Aquellas almas te evocaron con el poder de la inocencia; las nuestras te llaman desde el fondo de la debilidad y el envilecimiento. Sí saciaste los éxtasis de los Santos, ¿por qué no has de acudir al llanto de los miserables? ¿No dijiste haber venido para los enfermos más que para los sanos, por el que se perdió más que por los que quedaron? Pues ya ves que todos los hombres están apestados y febriles, y que cada uno de nosotros, buscándose a sí mismo, se ha extraviado y te ha perdido. Nunca como hoy ha sido tan necesario tu Mensaje, y nunca fue como hoy olvidado o menospreciado. El reino de Satanás ha desplegado todo su poder, y la salvación que todos buscan a tientas no puede estar más que en tu Reino.
El gran experimento se aproxima al fin. Los hombres, alejándose del Evangelio, han encontrado la desolación y la muerte. Más de una promesa y de una amenaza se han cumplido. Ya no tenemos, nosotros los desesperados, sino la esperanza de que vuelvas. Si no vienes a despertar a los durmientes que yacen en la charca hedionda de nuestro infierno, es señal de que el castigo te parece aún harto corto y ligero para nuestra traición y no quieres derogar el orden de tus leyes. Y hágase tu voluntad, ahora y siempre, en el cielo y sobre la tierra.
Pero nosotros, los últimos, te esperaremos todos los días, a pesar de nuestra indignidad y de todo lo imposible. Y todo el amor que podamos obtener de nuestros corazones devastados será para ti, ¡oh, Crucificado!, que fuiste atormentado por amor a nosotros y ahora nos atormentas con todo el poderío de tu implacable amor.
Referencia
Historia de Cristo de Giovanni Papini
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