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Oración a Cristo

El Cristo de Salvador Dalí

Estás aún, todos los días, entre nosotros. Y estarás con nosotros perpetuamente.

Vives entre nosotros, a nuestro lado, sobre la tierra que es tuya y nuestra, sobre esta tierra que, niño, te acogió entre los niños y, acusado, te crucificó entre ladrones; vives con los vivos, sobre la tierra de los vivientes, de la que te agradaste y a la que amas; vives con vida sobrehumana en la tierra de los hombres, invisible aún para los que te buscan, quizás debajo de las apariencias de un pobre que mendiga su pan y a quien nadie mira.

Pero ha llegado el tiempo en que es forzoso que te muestres de nuevo a todos nosotros y des una nueva señal perentoria e irrecusable a esta generación. Tú ves, Jesús, nuestra pobreza; tú ves cuán grande es nuestra pobreza; no puedes dejar de reconocer cuán improrrogable es nuestra angustia, nuestra indigencia, nuestra desesperanza; sabes cuánto necesitamos de una extraordinaria intervención tuya, cuán necesario nos es tu retorno.

Aunque sea un retorno breve, una llegada inesperada, seguida al punto de una desaparición súbita; una sola aparición, un llegar y un volver a partir, una palabra sola señal, un aviso único, un relámpago en el cielo, una luz en la noche, un abrirse del cielo, un resplandor en la noche, una sola hora de tu eternidad, una palabra sola por todo tu silencio.

Tenemos necesidad de ti, de ti solo y de nadie más. Solamente, Tú, que nos amas, puede sentir hacia todos nosotros, los que padecemos, la compasión que cada uno de nosotros siente de sí mismo. Tú solo puedes medir cuán grande, inconmensurablemente grande, es la necesidad que hay de ti en este mundo, en esta hora del mundo. Ningún otro, ninguno de tantos como viven, ninguno de los que duermen en el fango de la gloria, puede darnos, a los necesitados, a los que estamos sumidos en atroz penuria, en la miseria más tremenda de todas, en la del alma, el bien que salva. Todos tienen necesidad de ti, incluso los que no lo saben, y los que no lo saben, harto más que aquellos que lo saben. El hambriento se imagina que busca pan, y es que tiene hambre de ti; el sediento cree desear agua y tiene sed de ti; el enfermo se figura ansiar la salud y su mal está en no poseerte a ti. El que busca la belleza en el mundo, sin percatarse te busca a ti, que eres la belleza entera y perfecta; el que persigue con el pensamiento la verdad sin querer te desea a ti, que eres la única verdad digna de ser sabida; y quien tras de la paz se afana, a ti te busca, única paz en que pueden descansar los corazones, aún los más inquietos. Esos te llaman sin saber que te llaman, y su grito es inefablemente más doloroso que el nuestro.

No clamamos a ti por la vanidad de poderte ver como te vieron Galileos y Judíos, ni por el placer de contemplar una vez tus ojos, ni por el loco orgullo de vencerte con nuestra súplica. No pedimos el gran descenso en la gloria de los cielos, ni el fulgor de la Transfiguración, ni los clarines de los ángeles y toda la sublime liturgia del último advenimiento. ¡Hay tanta humildad, tú lo sabes, en nuestra desbordada presunción! Te queremos a ti únicamente, tu persona, tu pobre túnica de obrero pobre; queremos ver esos ojos que pasan la pared del pecho y la carne del corazón, y curan cuando hieren con ira, y hacen sangre cuando miran con ternura. Y queremos oír tu voz, tan suave, que espanta a los demonios, y tan fuerte, que encanta a los niños.

Tú sabes cuán grande es, precisamente, en estos tiempos, la necesidad de tu mirada y de tu palabra. Tú sabes bien, que una mirada tuya puede conmover y cambiar nuestras almas; que tu voz puede sacarnos del estiércol de nuestra infinita miseria; tú sabes mejor que nosotros, mucho más profundamente que nosotros, que tu presencia es urgente e inaplazable en esta edad que no te conoce.

Viniste, la primera vez, para salvar: para salvar naciste; para salvar hablaste; para salvar quisiste ser crucificado: tu arte, tu obra, tu misión, tu vida es de salvación. Y nosotros tenemos hoy, en estos días grises y calamitosos, en estos años que son una condena, un acrecimiento insoportable de horror y de dolor; tenemos necesidad, sin tardanza, de ser salvados.

Si tú fueses un Dios celoso y agrio, un Dios que guarda rencor, un Dios vengativo, un Dios tan sólo justo, entonces no darías oídos a nuestra plegaría. Porque todo el mal que podían hacerte los hombres, aun después de tu muerte, y más después de la muerte que en vida, los hombres lo han hecho; todos nosotros, el mismo que está hablando con los demás, lo hemos hecho. Millones de Judas te han besado después de haberte vendido, y no por treinta dineros solamente ni una vez sola; legiones de Fariseos, enjambres de Caifases te han sentenciado como a malhechor digno de ser clavado de nuevo; y millones de veces, con el pensamiento y la voluntad, te han crucificado, y una eterna canalla de villanos pervertidos te ha llenado el rostro de salivazos y bofetadas; y los palafreneros, los lacayos, los porteros, la gente de armas de los injustos detentadores de dinero y de potestad te ha azotado las espaldas y ensangrentado la frente, y miles de Pilatos, vestidos de negro o rojo, recién salidos del baño, perfumados de ungüentos, bien peinados y rasurados, te han entregado miles de veces a los verdugos después de haber reconocido tu inocencia; e innumerables bocas flatulentas y vinosas han pedido innumerables veces la libertad de los ladrones sediciosos, de los criminales confesos, de los asesinos reconocidos, para que tú fueses innumerables veces arrastrado al Calvario y clavado al árbol con clavos de hierro forjados por el miedo y remachado por el odio.

Pero tú estás siempre dispuesto a perdonar. Tú sabes, tú que has estado entre nosotros, cuál es el fondo de nuestra naturaleza desventurada. No somos sino harapos y bastardía, hojas inestables y pasajeras, verdugos de nosotros mismos, abortos malogrados que se revuelcan en el mal a guisa de infantes envueltos en sus orines, del borracho tumbado sobre su vómito, del acuchillado tendido sobre su sangre, del ulceroso yacente en su podredumbre. Te hemos rechazado por demasiado puro para nosotros; te hemos condenado a muerte, porque eras la condenación de nuestra vida. Tú mismo lo dijiste en aquellos días: «Estuve en el mundo y en carne me revelé a ellos; y a todos los hallé ebrios y a ninguno en su sano juicio, y mi alma sufre por los hijos de los hombres, porque son ciegos en su corazón.» Todas las generaciones son semejantes a la que te crucificó, y en cualquier forma que vengas te rechaza la mayoría. «Semejantes — dijiste — a esos muchachos que andan por las plazas y gritan a sus compañeros: Hemos tocado la flauta y no habéis bailado: hemos entonado cantos fúnebres y no habéis llorado.» Así hemos hecho nosotros durante casi sesenta generaciones.

Pero ha llegado el tiempo en que los hombres están más ebrios que entonces, y también más sedientos. En ninguna edad como en ésta hemos sentido la sed abrasadora de una salvación sobrenatural. En ningún tiempo de cuantos recordamos, la abyección ha sido tan abyecta ni el ardor tan ardiente. La tierra es un infierno iluminado por la condescendencia del sol. Los hombres están sumergidos en una hez de estiércol disuelto en llanto, de la que a veces se levantan, frenéticos y desfigurados, para arrojarse al hervor bermejo de la sangre, con la esperanza de lavarse. Hace poco han salido de uno de esos feroces baños y han vuelto, después de la espantosa diezma, al común fango excrementicio. Las pestes han seguido a las guerras; los terremotos a las pestes; enormes rebaños de cadáveres putrefactos, bastantes antaño para llenar un reino, están extendidos bajo una leve capa de tierra agusanada, ocupando, si estuvieran juntos, el espacio de muchas provincias. Con todo, como si esos muertos no fueran más que el primer plazo de la universal destrucción, siguen matándose y matando. Las naciones opulentas condenan al hombre a las naciones pobres; los rebeldes asesinan a sus amos de ayer; los amos hacen matar a los rebeldes por sus mercenarios; nuevos tiranos, aprovechándose del derrumbamiento de todos los sistemas y todos los regímenes, conducen a naciones enteras a la carestía, al estrago y a la disolución.

El amor bestial de cada hombre a sí mismo, de cada casta a sí misma, de cada pueblo a sí solo, es todavía más ciego y monstruoso después de los años en que el odio llenó la tierra de fuego, de humo, de fosas y de osamentas. El amor de sí mismo, después de la derrota universal y común, ha centuplicado el odio: odio de los pequeños contra los grandes, de los descontentos contra los inquietos, de los siervos engreídos contra los amos esclavizados, de los grupos ambiciosos contra los grupos decadentes, de las razas hegemónicas contra las razas avasalladas, de los pueblos subyugados contra los pueblos subyugadores. La codicia de lo más ha engendrado la indigencia por lo necesario; el prurito de placeres, el roer de torturas; el frenesí de libertad, la agravación de los grilletes.

En los últimos años, el linaje humano, que ya se retorcía en el delirio de cien fiebres, ha enloquecido. En todo el mundo retumba el estruendo de escombros que se hunden; las columnas quedan enterradas en el barro; y las mismas montañas precipitan desde sus cimas avalanchas de pedrisco para que toda la tierra se convierta en desierta e igual llanura. Aun a los hombres que permanecían intactos en la paz de sus campos los han arrancado a la fuerza de su ambiente pastoril, para lanzarlos a la confusión rabiosa de las ciudades a contaminarse y padecer.

Por doquier, un caos en conmoción, una confusión sin norte, ni guía, un pantano que envenena el aire denso, una tranquilidad descontenta de todo y del propio descontento. Los hombres, en la borrachera siniestra de todos los venenos, se consumen por el afán de mortificar a sus hermanos de penas y, con tal de saciar esta pasión sin gloria, buscan, por todos los medios, la muerte. Las drogas adormecedoras y afrodisíacas, las voluptuosidades que destruyen y no sacian, el alcohol, los juegos, las armas, se llevan todos los días, de a millares, a los sobrevivientes de las diezmas obligadas.

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