La leyenda del astrólogo árabe
Apenas pronunciadas estas palabras atacó armado de la mágica lanza a las figurillas pigmeas que se movían en la primera fila de la mesa y luego golpeó con el regatón de la lanza a las otras, sobre las que cayeron como muertas las anteriores. Le resultó difícil al astrólogo aplacar la furia de la mano del rey, tan pacífico hasta aquel día, y evitar así que exterminara por completo a sus enemigos. Al fin consiguió que el monarca abandonara la torre para enviar una avanzadilla de sus tropas a fin de que explorasen el Paso de Lope. Al regresar sus hombres le dieron cuenta de que un ejército cristiano había llegado casi hasta Granada atravesando el corazón de la sierra; mas que entonces había estallado entre aquellas huestes una gran disensión, que les hizo volverse en armas los unos contra los otros, retirándose después los que salieron vivos de tan terrible carnicería. Aben Habuz parecía en estado de transportación por el júbilo que le invadía, toda vez que había comprobado las bondades del talismán.
—Al fin —exclamó llevado de su gozo— podré disfrutar de una vida tranquila teniendo bajo mi férula a todos mis enemigos. ¡Oh, sabio hijo de Abu Ayub! ¿Qué puedo darte en recompensa por tanta bendición como has hecho que sobre mí se derrame?
—Las necesidades de un anciano filósofo son pocas —dijo el astrólogo—; sólo os pido los medios necesarios para hacer de mi cueva una ermita. Con eso me daré por satisfecho.
—¡Cuán noble y digna de elogio es la morigeración en las costumbres de un hombre verdaderamente sabio! —dijo Aben Habuz, tranquilizado y contento por lo poco que le pedía el astrólogo.
Llamó después el rey a su tesorero, ordenándole de inmediato que pusiera a disposición del astrólogo cuanto precisara para erigir una ermita bien adornada. Dispuso entonces el sabio Ibrahim que se horadase la dura roca para hacer en ella diversos aposentos, de forma que tuviera a su disposición una serie de habitaciones unidas a su sala de astrólogo, y las amuebló con lujosas otomanas y preciosos divanes, cubriendo además las paredes con las mejores sedas de Damasco. «Soy ya muy viejo —decía el astrólogo— y no puedo por ello hacer que reposen mis huesos en un lecho de piedra; estas paredes tienen que estar así de bien cubiertas pues es mucha la humedad que rezuman».
Mandó también que se construyeran allí baños, que usó en adelante con toda clase de perfumes y de las más ricas y aromáticas esencias. «El baño —decía— es necesario para aliviarme las dolencias propias de mi edad y para devolver a mi mente la frescura consumida en mis largas jornadas de entrega al estudio». Hizo Ibrahim que también le colgaran en las habitaciones innumerables lámparas de plata y de cristal, que llenaba de un fragante aceite para quemar, preparado según cierta receta que había descubierto en las tumbas egipcias. Era un aceite perdurable y hacía que de las lámparas dimanara un resplandor tenue como el de la suave luz del alba. «La luz del sol —aseguraba el astrónomo— resulta en exceso deslumbrante y violenta para los ojos cansados de un anciano; la luz de estas lámparas, sin embargo, es la más propia para que un filósofo se entregue a sus estudios».
El tesorero del rey Aben Habuz casi gruñía de rabia ante las peticiones de oro que a diario le hacía el astrólogo para su solitario retiro, por lo que llegó a protestar ante el rey. Aben Habuz se encogió entonces de hombros y le dijo: «Seamos pacientes. Este hombre se inspira, para construir su retiro y filosofar tranquilo, en el interior de las pirámides de Egipto y en las inmensas y sobrecogedoras ruinas de aquel país. Todas las cosas tienen su fin, y pronto acabarán los arreglos y el adorno de su cueva». Habló con sabiduría el rey, pues no tardó mucho más tiempo en quedar concluida la disposición de la cueva tal y como la quería el anciano, que al fin la pudo ver lucir como un suntuoso palacio subterráneo. El sabio se mostró muy satisfecho, y se encerró durante tres días seguidos, entregado en cuerpo y alma a sus estudios filosóficos. Pero cuando volvió a dar señales de vida, se presentó de nuevo ante el tesorero del rey para pedirle una cosa más:
—Quiero —le dijo— algo que me es muy necesario; quiero un leve asueto para los momentos en que me vea obligado a descansar de mis arduos esfuerzos mentales.
—¡Oh, poderoso Ibrahim! —respondió el tesorero—. Pide, que te daré cuanto tu soledad apetezca… ¿Qué deseas ahora?
—Deseo unas cuantas bailarinas que me entretengan…
—¡Unas bailarinas! —exclamó el tesorero, asombrado.
—Sí, unas bailarinas —dijo con enorme severidad el anciano—. Y que sean además jóvenes y hermosas, para que mis ojos se recreen en ellas, porque la presencia de la juventud más bella alivia el ánimo… Tampoco hace falta que sean muchas… Soy un filósofo de muy buen conformar y de hábitos sencillos, me conformo con poco…
Mientras Ibrahim Ebn Abu Ayub pasaba así de grata y sabiamente el tiempo en su cueva, el antes pacífico Aben Habuz seguía capitaneando guerreras campañas contra las figuritas de las mesas de la torre. Así hacía más grande su gloria un monarca valetudinario como él, que como quien se entrega a una rutina apacible podía disponer del curso de la guerra cómodamente, barriendo desde la glorieta mágica a todos los ejércitos que osaran enfrentársele, más fácilmente que si de acabar con un enjambre de moscas se tratase. Gozaba hasta extremos inconcebibles con eso, que se había convertido en una diversión para él, y hasta urgía a la batalla a sus vecinos, insultándoles y provocando sus incursiones… Mas tantos y tan continuados eran los desastres bélicos que sufrían, que al fin, desesperados, no volvieron a asomarse siquiera a las tierras que gobernaba el anciano monarca. Hubo, así, largos meses de paz en los que pudo quedarse en su quietud de estatua el jinete de bronce armado de lanza y escudo. Pero Aben Hazub, complacido por tal estado de cosas al principio, acabó sintiendo una fuerte nostalgia de su gloria, y se mostró impertinente y de mal humor por el aburrimiento que le causaba aquella monótona paz. Al fin, un día giró bruscamente el jinete de bronce, y bajando la lanza apuntó a las montañas de Guadix. El rey Aben Habuz se apresuró, pues, a dirigirse a la mágica glorieta, ansioso de capitanear de nuevo la ofensiva… Cuál no sería su sorpresa, sin embargo, al ver que las figuritas del tablero mágico permanecían inmóviles. Perplejo, incluso aturdido por lo que tomó por una ofensa, dio la orden de que sus mejores tropas explorasen las montañas, tropas que regresaron tres días después.
—Hemos hecho —le dijo quien mandaba la partida— un reconocimiento detenido del terreno y no hemos visto ni un solo yelmo, ni una sola lanza… No hemos dado más que con una doncella cristiana, de una hermosura deslumbrante, que dormía junto a un manantial sin duda para reparar sus fuerzas agostadas por el calor del mediodía… Cautiva y a vuestra merced está la doncella, ¡oh, nuestro señor y soberano!
—¡Una doncella cristiana de exquisita belleza! —exclamó Aben Habuz con un brillo especial en los ojos—. Traedla rápidamente ante mí.
Pronto fue obedecido. Era verdad que su belleza era inenarrable. Estaba ataviada la cautiva con el lujo y los adornos comunes a los hispanogóticos en los años de la conquista árabe. Entretejidas en sus trenzas negras y relucientes, brillaban blancas perlas; en su frente, joyas que rivalizaban con el fulgor de su mirada; en el cuello, una cadena de oro de la que pendía una pequeña lira de plata que le llegaba al seno. Los relámpagos que salían de sus negros ojos refulgentes hicieron que reviviera la llama a punto de apagarse en el corazón de Aben Habuz, que experimentó un dulce mareo ante la voluptuosidad que envolvía a la cautiva.
—Mujer, la más hermosa entre todas las mujeres, ¿quién eres y qué haces? —preguntó el rey a la cristiana, contemplándola como en éxtasis.
—Soy la hija de un príncipe godo que hace no muchos años reinaba en estas tierras… Las tropas de mi padre han sido derrotadas definitivamente, como por arte de magia, en estas mismas montañas. Mi padre está en el destierro, y yo, su hija, sufro ahora como vuestra cautiva…
Ibrahim Abu Ayub se acercó entonces al rey y le dijo en voz baja:
—Cuidaos, ¡oh, Aben Habuz!, de esta mujer, pues puede tratarse de una hechicera del norte, de esas de las que dicen en nuestros países que saben adoptar las formas más seductoras para engañar a los incautos… Puedo leer en su mirada la brujería que la anima y adivino ya el arte de sus conjuros sólo por la manera en que habla y se mueve… Ella era, mi rey, el enemigo al que apuntó con su lanza el talismán.
—Hijo de Abu Ayub —le respondió el soberano—, eres un sabio, puedo dar fe de ello, y además un mago extraordinario… Pero me parece que poco o nada sabes acerca de las mujeres… En este aspecto tan grato de la vida, te digo que no cederé en mis conocimientos y gustos ante hombre alguno… ¡Ni ante el propio y sabio Salomón lo haría, aun y cuando tantas esposas y concubinas tuvo! Esta doncella, puedes estar seguro, no me hará daño alguno; su hermosura merece ser admirada y gustada; ya se deleitan mis ojos en su sola contemplación…
—Escuchadme, señor —rogó el astrólogo al rey—. Os he procurado gloriosas victorias con mi talismán y no os he pedido más que cuanto me era necesario para poner mis conocimientos a disposición de este reino… Otorgadme como premio, pues, esta cautiva perdida para que su lira de plata me sirva de esparcimiento en mis soledades… Si en verdad se trata de una hechicera, poseo yo conjuros suficientes como para que sean vanos sus malignos esfuerzos.
—¿Quieres más mujeres? ¿Y cómo es eso? —se opuso el monarca, exaltado y casi fiero, a la petición del astrólogo—. ¿Acaso no tienes ya cuantas bailarinas deseas para recrear tus ojos y divertir tus descansos?
—Son bailarinas, señor, sólo bailarinas, como bien decís —dijo el astrólogo—; mas cantantes, ninguna… Y os aseguro que me placería mucho oír una dulce voz que con sus armoniosas canciones relevara mi ánimo del peso que tanto me agobia, el de las horas dedicadas al estudio y a la meditación.
—Mejor harás concediendo una tregua a tus insaciables peticiones de ermitaño solitario —le dijo el rey, inquieto y molesto—. Quiero para mí a esta doncella, en la que adivino placeres y alegrías, y tanto gozo y tamaño regalo como David, padre del sabio Salomón, encontró en la amistad de Abishag la Bienamada…
Siguió insistiendo en su ruego el astrólogo, alegando nuevas razones que no sirvieron más que para acrecentar el disgusto y la impaciencia del monarca. Al fin dejaron de hablar los dos ancianos, ambos con gesto agrio y ojos de furia. El astrólogo fue a encerrarse entonces a su cueva para estar a solas con la desilusión que le había causado la rotunda negativa de Aben Habuz. Mas no tardó mucho en romper su propósito; quiso dar nuevo aviso al rey y aconsejarle que observara cautela y vigilancia sobre tan peligrosa cautiva cristiana. Pero ¿acaso hay enamorado en la senectud que preste oídos a consejos, por sabios que sean? Aben Habuz ya no atendía sino al influjo de su pasión, ya no perseguía otro afán que hacerse grato a los ojos de la hermosa cristiana; quería compensar la juventud que no tenía con las riquezas y tesoros que poseía en abundancia; cuando un anciano se enamora resulta en verdad generoso… No hubo en todo el Zacatín de Granada ricas sedas con que no se cubriese la doncella, ni exquisitas esencias con las que no se perfumara, ni joyas valiosas, ni adornos de puro capricho, que el generoso monarca no pusiera, pródigo y presto, ante ella. Cuanto de mayor rareza y valor llegaba de Asia y de África, pronto lo tenía en sus manos la cristiana. Se crearon para ella, además, los más diversos espectáculos y diversiones, tales como torneos, sueltas de toros, canciones, bailes… Granada fue por aquellos días una ciudad en la que no cesaban las fiestas y la alegría. La princesa gótica todo lo vivía con el aire que es propio de quien tiene por costumbre las excelencias superlativas. Recibía todo cuanto en su honor se hacía como lo que era propio de su rango, y más aún de su hermosura, porque exige la belleza que se le rindan mayores tributos que los que se dan al rango…
Parecía además entregarse a un secreto placer excitando a Aben Hazub para que gastara enormes sumas de dinero, que iban agotando el caudal de su tesoro, para luego aceptar como la cosa más natural del mundo los costosos obsequios, los agasajos delirantes, sin concederles la mínima atención ni aprecio. Con tamaña munificencia, sin embargo, es lo cierto que el generoso monarca no podía jactarse aún de haber hecho cautivo el corazón de la cristiana; es cierto, empero, que jamás lo humilló ella con gesto alguno de desprecio, pero no es menos verdad que nunca le halagó siquiera con una sonrisa. Cada vez que el anciano rey le expresaba su pasión, comenzaba ella a tañer su lira de plata, de la que extraía tan encantadores como místicos arpegios; así se apoderaba del rey la indolencia y quedaba al punto adormilado para caer no mucho más tarde en un sueño profundo del que despertaba vigorizado aunque con la pasión antes encendida ahora esfumada… Sufría en su galanteo, pero en sus letargos gozaba de sueños deliciosos que le esclavizaban aún más los sentidos. Granada se burlaba de su ceguera y de su infatuada pretensión de amante, las gentes de su reino censuraban ya abiertamente aquella actitud por la que gastaba el oro para no obtener más que la música de la lira de plata de la cristiana.