Amuletos y Talismanes
Se denominan amuletos a todos aquellos objetos que la mentalidad primitiva consideraba «polarizadores de energías», por lo que su misión fundamental era tanto la de proteger al que los portaba contra las fuerzas malignas, (funciones apotropáicas), como la de atraer hacia su entorno o persona las benéficas, por supuesto de una forma «mágica».
Desde tiempos inmemoriales el hombre ha sentido la necesidad de protegerse contra males desconocidos.
La palabra amuleto deriva del latín amuletum que significa «apartar o alejar» y, generalmente, representan imágenes o formas del mundo animal o del mundo vegetal.
La palabra talismán parece derivar de las expresiones árabes tilasm y tillasm que se traduce como imagen mágica, a los que se atribuyen virtudes portentosas, aunque otras versiones etimológicas la hacen derivar del griego telesma que significa objeto consagrado. El origen común parece ser el término hebraico tselem, imagen.
Fue Plinio el Viejo quien empleó el término «amuleto» por vez primera en su Historia Natural para designar un objeto que protege a las gentes contra las enfermedades.
Los antiguos egipcios usaban amuletos en forma de collar. Entre los griegos recibían el nombre de «phylaktérion». Los amuletos judíos, tiras de pergamino que contenían pasajes de la Ley, eran empleados por la Escuela Farisaica como símbolos de piedad, pero también se usaban para protegerse de los malos espíritus o alejar la desgracia.
El uso de amuletos pasó a la Iglesia cristiana con la inscripción de «ichthys» (en griego pez), nombre que contenía las iniciales correspondientes a las palabras griegas de Jesucristo, Hijo de Dios, El Salvador. Los gnósticos usaban «piedras abraxas«, gemas que llevaban inscrita esta palabra griega.
Los amuletos se convirtieron en un objeto tan común entre los cristianos que, en el siglo IV, se prohibió al clero su fabricación o uso, bajo pena de quedar privados de sus órdenes sagradas.
Las virtudes de los talismanes o amuletos son muy variadas y lo mismo salvan a su portador de experimentar alguna desgracia, como así también de que pueda padecer alguna enfermedad, atrayendo siempre la «buena ventura». Ciertos talismanes sólo hacen efecto cuando los portadores son sus legítimos dueños. Tal es el caso, por ejemplo, de los reyes sagrados del fuego y del agua, los cuales no podían morir de muerte natural, pues de lo contrario se asemejarían al resto de los humanos. Según explica el prestigioso antropólogo Frazer, en su célebre obra «La Rama Dorada», el rey del fuego lleva consigo unos talismanes que perderían su poder si fueran utilizados por personas extrañas a la familia real.
Por lo general, los talismanes están dotados de «poderes mágicos» excepcionales y en muchos casos llevan dibujadas extrañas figuras, frases escritas con significados ocultos o letras grabadas que encierran simbolismos cabalísticos. El más célebre de todos ellos es el denominado «Talismán de la Felicidad», que fuera confeccionado por Nostradamus para regalárselo a Catalina de Médici, por haberle ayudado en sus investigaciones esotéricas, adivinatorias y astrológicas.
Dicho talismán era un medallón que contenía determinadas palabras cabalísticas, además de una «carga de energías» muy particular que lo convertían en un objeto de gran poder mágico.
Catalina de Médici siempre llevó el «Talismán de la Felicidad» colgado de su cuello, lo cual le reportó grandes beneficios, la liberó de enfermedades, la resguardó siempre de las acechanzas de sus enemigos y le proveyó la mayor fortuna a la que puede aspirar cualquier ser humano: «La Felicidad plena».
Algunos amuletos y objetos para atraer la «buena suerte»
Ojitos turcos
Cuarzos
Raja de canela
Un limón en la bolsa, hay que cambiarlo cuando se echa a perder
Una manzana en cada rincón de la casa, hay que cambiarlas cuando se empiecen a poner feas
Ángeles
Veladoras de colores, según lo que se quiera pedir
Moños rojos
Ojos de venado
Ajos machos en bolsitas rojas o azules
Clavos de olor
Trenzas de ajos para los negocios, preferentemente
Los Amuletos en el Antiguo Egipto *
Su número y variedad fueron muy extensos a lo largo de la historia de Egipto, desde la más remota antigüedad, (en la que predominaron reproducciones de alguna parte del cuerpo tales como ojos, boca, orejas, manos o pies, intentando con ello salvaguardar la parte reproducida en el caso los seres vivos, o devolver sus funciones a los sentidos cuando se trataba de los difuntos), hasta la Baja Época, momento en el que se hicieron más abundantes que nunca.
Semejante variedad es lo que ha permitido que se encontraran verdaderos “catálogos”, (en los que se describen sus formas y usos), inscritos en los lugares mas dispares, desde paredes de templos, (como el de Déndera), hasta sencillos papiros, (como el McGregor, en el que se citan 75 modelos diferentes), pudiendo destacarse entre los más habituales el escarabeo, (reproducción de un escarabajo que simbolizaba las metamorfosis en el Más Allá), el ojo de Horus, (conocido como Udjat, y que representaba la capacidad de ver en la noche, la plenitud física y la fecundidad), o el pilar Dyed, (asociado a Osiris y Sokaris, y que era una reproducción estilizada de la columna vertebral humana, aunque también podría simbolizar el Árbol de la Vida). Así mismo, cabe añadir el nudo de Isis (llamado Tyet), el cetro Uas, el Anj o Cruz de la Vida, las coronas del Alto y Bajo Egipto, el Ib o Corazón, el Uadye o papiro, el Jepesh o pata de buey, el Ures o reposacabezas, el Ajet u horizonte, o las reproducciones en miniatura de una gran cantidad de deidades, genios, y criaturas del mundo mágico, (como la ya citada Isis, en su imagen tradicional de amamantar a su hijo Horus; Bes, dios alegre y bienhechor protector de las parturientas; Bastet, la diosa gata; Anubis, dios guardián de las necrópolis; la rana, símbolo de la diosa Heka; el Úreus, o cobra sagrada; la diosa hipopótamo Taurt; los cuatro Hijos de Horus: Amset, Hapi, Duamutef y Quebsenuf, etc).
Los amuletos tuvieron un uso muy corriente, tanto por parte de las personas vivas como para protección de las difuntas, pues no en vano se han encontrado gran cantidad de ellos ocultos entre las vendas de las momias, (como ejemplo, citar que tan solo entre los restos de Tutankamón se encontraron nada menos que 143), y podían estar fabricados con una extensa variedad de materiales, tales como metales: oro, (que simbolizaba la carne de los Dioses), plata, bronce o hierro; piedras preciosas o semipreciosas, así como minerales corrientes: jaspe, turquesa, lapislázuli, cornalina, feldespato, pórfido, granito, serpentina o esteatita; e incluso, con restos de procedencia orgánica, como el hueso. No obstante, el material más habitual (por su bajo coste) era la loza, que se obtenía mezclando cuarzo molido con arena, una mezcla a la que se daba forma a través de moldes realizados con barro cocido, (de los que el célebre egiptólogo inglés Sir W. M. Flinders Petrie encontró miles de ejemplares en Tell el-Amarna), para ser finalmente introducidos en hornos especiales de los que salían con su característica superficie vidriada.
Sobre el empleo de tal variedad de materiales, se piensa que las diversas composiciones y cualidades en la naturaleza de su manufactura no era algo casual, sino que más bien cada una de ellas tenía un significado específico en cada situación concreta en que se usaran, (la turquesa por ejemplo, representaba la alegría celeste otorgada por la diosa Hathor); y otro tanto ocurría con el color, por lo que el realizado con un material blanco facilitaría al parecer la secreción de leche materna en las mujeres que hubieran sido madres recientemente, y el confeccionado con elementos rojos podría proteger quizás contra la embriaguez ocasionada por beber vino en exceso. Por desgracia, en la actualidad todavía se desconoce con claridad y precisión el sentido exacto de la mayoría de estos pormenores.
Como es lógico, antes de poderse usar cualquier amuleto, lo más posible es que fueran sometidos a una especie de rito de consagración, unas ceremonias en las cuales se podía llevar a cabo el sacrificio de algún animal o efectuar alguna libación, todo ello envuelto en un entorno en el que se habría quemado previamente abundante incienso.
Respecto a las formas usuales de portarlos, solían ser heterogéneas, siendo las más habituales colgarlos del cuello, (merced a un hilo que podía ser tanto de lino como metálico), atarlos a las muñecas, o engarzarlos en elementos dispares tales como anillos, collares, pectorales o pulseras, motivo por el cual en su gran mayoría estaban perforados.
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Por Manuel Crenes *
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