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Homenaje a Jaime Sabines – Por Carlos Martínez Assad

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Jaime Sabines, uno de los poetas más leídos en México, nació en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas el 25 de marzo de 1926. Hijo de Julio Sabines, un inmigrante procedente del pueblo de Sargbine – del cual se deriva su apellido-, en el fértil valle de la Bekaa, en Líbano, donde los ríos forman la presa de Karaoum con excelentes condiciones para la pesca. Quien sería recordado como el Mayor Sabines emigró en 1902. Después de recorrer varios países se establece en México y llega a Chiapas en 1914 con la División 21, de filiación carrancista. Como algunos otros inmigrantes libaneses, se involucró en la lucha que tenía lugar en México desde 1910. Ya en 1915 es fotografiado montando un caballo, con las cananas terciadas sobre el pecho y sosteniendo un máuser con la mano derecha.

Don Julio fue ocupando diferentes cargos en el ejército mientras subía de rango y estuvo activo por el rumbo del Istmo de Tehuantepec entre 1923 y 1924. En 1927, nombrado jefe de policía por el general Carlos Vidal, entonces gobernador de Chiapas y amigo próximo del general Francisco Serrano, se libró de la ejecución de puritito milagro y por la acción de otro paisano. Domingo Kuri lo encontró en Veracruz, a donde era seguido por su esposa Luz Gutiérrez y los hijos que habían procreado: Juan, Jorge y Jaime. Conocido por haber sido pagador del puerto en tiempos de Venustiano Carranza, logró salvar al Mayor Sabines del batallón de fusilamiento y le ayudó a huir a Cuba. (Carla Zarebska, Jaime Sabines (algo sobre su vida), Secretaría de Comunicaciones y Transportes, México, 1994).

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Tranquilizado el país, la familia volvió a establecerse en Chiapas y sus hijos crecieron. Jaime, el menor demostró un interés definitivo por la poesía aún siendo estudiante, época en que anima varias publicaciones que rescatan lo mejor de los poetas de entonces: Rafael Alberti, Federico García Lorca, Antonio Machado y León Felipe. Más tarde contará que su padre: «Vino del Líbano hace muchos años. Traía en el espacio de sus venas una sangre valiente y amorosa. Aquí encontró el dolor, la nostalgia, los sueños. Se hizo hombre como se hace una espada, a fuerza de golpes: el señor de la vida es un herrero. Adoptó a este país como adoptar a su padre, como escoger a una familia, como adoptar un lugar donde vivir y donde quedar muerto.»

Le gusta recordar, como lo constatan Martha Kuri y Lourdes Macluf: «Mi padre tenía mucha imaginación y como árabe era un narrador extraordinario, nos seducía con sus cuentos de Las mil y una noches, hacía como en las telenovelas: en lo más expectante lo dejaba para el otro día…El propiamente no hacía poemas, pero hablaba poesía.» (Crónica de un pueblo emigrante, México, 1995)

Con su primer libro, Horal, publicado en 1950 se muestra su gran solidez como poeta si recordamos que incluye el poema Los amorosos, quizás el más conocido por varias generaciones de mexicanos. Por esos años le escribió Elías Nandino: «Desde que leí sus poemas de 1950 y 1951, supe que había en usted un auténtico poeta…Sí, poeta Sabines usted ya ha encontrado su camino. Quizá la provincia lo preserve de este languideciente oleaje surrealista que aún contamina. Afírmese y aliente más y más la pasión quemante y desolada de sus poemas. Su paraíso es su angustia.»

Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.
Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.
Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre -¡que bueno!- han de estar solos.
Los amorosos son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.
En la oscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.
Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.
Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.
Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor
como una lámpara de inagotable aceite.
Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.
Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.
Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo,
complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.
Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida,
y se van llorando, llorando,
la hermosa vida.

Siguen varias publicaciones: La señal (1951), Adán y Eva (1952) y Tarumba (1956). Desde entonces, dice Mario Benedetti en su selección de Poesía amorosa, «…la palabra Tarumba se convierte en un estupendo comodín que el poeta inventa para entrar en sí mismo y reconocerse, el amor es su clave personal para comunicarse no solo con la mujer sino con el mundo contiguo, con el próximo prójimo.»(Seix Barral, México, 1999)

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Le siguen otros libros como Diario semanario y poemas en prosa (1961), Poemas sueltos (1951-1961), Yuria (1967), del cual considera Rosario Castellanos «poderoso monumento en que un hombre graba su protesta, su esperanza y su desesperanza, su sabiduría y sus oscuridades, aguardando a que venga el otro y lo descifre y lo comparta.» Después vendrían Maltiempo (1972) y, al fin completo, el poema Algo sobre la muerte del mayor Sabines (1973).

¿Quién no ha leído éste último, tiene que leerlo porque allí encontramos la angustia del hombre que compartimos todos los hombres. El autor narra: «Todo el poema se hizo con llanto, con sangre. Es un poema del que no me gusta hablar porque es puro dolor y desgarramiento, impotencia ante la muerte.»

Según Octavio Paz, «Jaime Sabines se instaló desde el principio, con naturalidad, en el caos. No por amor al desorden sino por fidelidad a su visión de la realidad…Su homr es una lluvia de bofetadas, su risa termina en un aullido, su cólera es acerosa y su ternura colérica. Pasa del jardín de la infancia a la sala de cirugía. Para Sabines todos los días son el primer y el último día del mundo.»

Para Carlos Monsiváis la de Sabines es «…una poesía del más descarnado y solidario análisis de los sentimientos, al margen de las jerarquías y prestigios adquiridos, sin miedo a mostrar, a exhibir el afecto desde su raíz individual y familiar.»

José Emilio Pacheco escribió; «El secreto de Sabines no es un misterio. En primer lugar es un maestro de su arte. En segundo (pero ante todo) «dijo nuestra palabra, anduvo nuestro camino»: dio expresión a lo que sentimos y no alcanzamos a formular en palabras. Todos sufrimos del amor y del desamor, a todos se nos mueren las personas que amamos. Nada más Sabines nos ha dicho al oído lo que necesitábamos escuchar en el momento preciso.»

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En 1953 Jaime Sabines casó con Josefa Rodríguez «Chepita», y continuó con la tradición de una estirpe que se identifica con la misma letra desde su padre y sus hermanos, al bautizar sus hijos utilizando la J para Julio, Julieta, Judith y Jazmín como un espontáneo elogio a la Vida.

Jaime Sabines ha sido galardonado con el Premio Chiapas en 1957, recibió el Premio Xavier Villaurrutia en 1972, su obra fue reconocida con el Premio Nacional de Ciencias y Artes en la rama de Lingüística y Literatura en 1983 y se le confirió la Medalla Belisario Domínguez en 1994, entre muchos otros reconocimientos.

Me gusta pensar y envidiar a Jaime Sabines como lo describió José Casahonda Castillo: «…vive aquí, en Tuxtla Gutiérrez, su tierra natal. Frente al mostrador del cajón de ropa El Modelo, pasa los días. Sus grandes ojos zarcos miden los centímetros del metro y por sus manos de tradicional sensibilidad comercial pasan las piezas de pique español, de tira bordada francesa y de manta de india. Regatea con los marchantes. Vende y no vende. Es su oficio, un oficio noble, de ascendencia mediterránea. La labor cotidiana limita las horas de la creación artística. Pero el pan diario y la poesía pueden coexistir. Tras el mostrador se escribió Tarumba. Y se siguen escribiendo, sin burocracias, sin alquimias, en el lapso breve, entre vender una tela y pagar el impuesto.»

Muchos son los merecimientos que justifican el homenaje al poeta, cuya obra ha sido incluida en varias antologías, se encuentra entre las más leídas de los escritores mexicanos, representada por artistas en diferentes foros; pero él mismo nos recuerda uno de ellos cuando recibió la presea Ciudad de México en 1991: «La gloria mayor de un poeta ha de consistir en llegar a ser anónimo. Cuando alguien diga un poema, un fragmento o una línea de Jaime Sabines sin saber quién es el autor, ese será el momento supremo de Jaime Sabines.»

Texto leído en el Salón Baalbek del Centro Cultural Libanés, México, D.F., 4 de febrero de 1999

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Después de más de treinta intervenciones quirúrgicas . Jaime Sabines falleció a la edad de 72 años, víctima del cáncer el 19 de marzo de 1999, en México , Distrito Federal.

Espero curarme de ti en unos días. Debo dejar de
fumarte, de beberte, de pensarte. Es posible.
Siguiendo las prescripciones de la moral en turno. Me
receto tiempo, abstinencia, soledad.
¿Te parece bien que te quiera nada más una semana?
No es mucho, ni es poco, es bastante. En una
semana se puede reunir todas las palabras de amor
que se han pronunciado sobre la tierra y se les
puede prender fuego. Te voy a calentar con esa
hoguera del amor quemado. Y también el silencio.
Porque las mejores palabras del amor están entre dos
gentes que no se dicen nada.

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