Antiguo Egipto – El Arte de la alquimia hermética
Entre los grandes maestros del antiguo Egipto moró una vez uno a quien los maestros aclamaban como «el maestro de maestros». Este hombre, si es que en verdad era «hombre», moró en Egipto en los primerísimos días. Era conocido como Hermes Trismegistus. Él fue el padre de la sabiduría oculta; el fundador de la astrología; el descubridor de la alquimia. Los detalles del relato de su vida están perdidos para la historia debido al lapso de los años, aunque varios de los países antiguos disputaron uno con el otro en sus alegatos por el honor de haber suministrado su lugar de nacimiento, y de esto hace miles de años. La fecha de su residencia en Egipto, en ésa, su última encarnación sobre este planeta, no es conocida ahora, pero ha sido fijada en los primeros días de las más viejas dinastías de Egipto -mucho antes de los tiempos de Moisés-. Las mejores autoridades le consideran como un contemporáneo de Abraham, y algunas de las tradiciones judías llegan a afirmar que Abraham adquirió una porción de su conocimiento místico a partir de Hermes mismo.
Conforme los años rodaron tras su partida de este plano de vida (registrando la tradición que vivió trescientos años en la carne), los egipcios deificaron a Hermes, y le hicieron uno de sus dioses, bajo el nombre de Thoth. Años después, la gente de la Grecia antigua también le hizo uno de sus muchos dioses -llamándole «Hermes, el dios de la Sabiduría»-. Los egipcios reverenciaron su memoria por muchos siglos -sí, decenas de siglos- llamándole «el escriba de los dioses», y confiriéndole, honoríficamente, su antiguo título, «Trismegistus», que significa «el tres veces grande», «el gran grande», «el grande más grande», etcétera. En todos los países antiguos el nombre de Hermes Trismegistus fue reverenciado, siendo sinónimo el nombre con la «fuente de la sabiduría».
Incluso en estos días, usamos el término «hermético» en el sentido de «secreto», «sellado de manera que nada puede escaparse», etc., y ésto en razón del hecho de que los seguidores de Hermes siempre observaron el principio del secreto en sus enseñanzas. Ellos no creían en «arrojar perlas ante los puercos», sino que más bien se atenían a la enseñanza «leche para los bebés; carne para hombres fuertes», ambas de cuyas máximas son familiares a los lectores de las escrituras cristianas, pero que también habían sido usadas por los egipcios durante siglos antes de la era cristiana.
Y esta política de diseminación cuidadosa de la verdad ha caracterizado siempre a las enseñanzas herméticas, incluso hasta el presente día. Las enseñanzas herméticas han de encontrarse en todas las tierras, entre todas las religiones, pero nunca identificadas con ningún país particular, ni con ninguna secta religiosa particular. Ésto en razón de la advertencia de los antiguos instructores contra el permitir a la doctrina secreta que se volviese cristalizada en un credo. La sabiduría de esta amonestación es evidente para todos los estudiantes de la historia. El antiguo ocultismo de India y Persia degeneró, y fue grandemente perdido, debido al hecho de que los instructores se volvieron sacerdotes, y mezclaron así la teología con la filosofía, siendo el resultado que el ocultismo de India y Persia ha sido perdido gradualmente entre la masa de superstición religiosa, cultos, credos y «dioses». Así fue con la Grecia y la Roma antiguas.
Así fue con las enseñanzas herméticas de los gnósticos y los cristianos primitivos, que se perdieron en el tiempo de Constantino, cuya mano de hierro asfixió la filosofía con la manta de la teología, perdiendo para la Iglesia cristiana lo que era su misma esencia y espíritu, y haciéndola buscar a ciegas a lo largo de varios siglos antes de que encontrase el camino de vuelta a su antigua fe, siendo las indicaciones evidentes para todos los observadores cuidadosos en este siglo xx el que la Iglesia esté ahora pugnando por volver a sus antiguas enseñanzas místicas.
Pero hubieron siempre unas pocas almas fieles que mantuvieron viva la llama, atendiéndola cuidadosamente, y no permitiendo que su luz se extinguiese. Y gracias a estos corazones leales y mentes valientes tenemos aún la verdad con nosotros.
Pero no se encuentra en los libros, en ninguna gran extensión. Ha sido transmitida de maestro a estudiante, de iniciado a hierofante, de labio a oído. Cuando fue escrita, su significado fue velado en términos de alquimia y astrología, de modo que sólo aquellos que poseyesen la clave pudieran leerla correctamente. Esto se hizo necesario a fin de impedir las persecuciones de los teólogos de la Edad Media, que combatieron la doctrina secreta con fuego y espada, estaca, horca y cruz. Incluso en este día no se encontrarán sino pocos libros dignos de confianza sobre la filosofía hermética, aunque haya innumerables referencias a ella en muchos libros escritos sobre diversas fases del ocultismo. ¡Y, sin embargo, la filosofía hermética es la única llave maestra que abrirá todas las puertas de las enseñanzas ocultas!.
En los primeros días hubo una compilación de ciertas doctrinas herméticas básicas, pasadas de instructor a estudiante, que fue conocida como El Kybalion, habiendo sido perdido por varios siglos el significado y la importancia exactos del término. Esta enseñanza, sin embargo, es conocida por muchos a quienes ha descendido, de boca a oído, continuamente a lo largo de los siglos. Sus preceptos nunca han sido escritos, o impresos, hasta donde sabemos nosotros. Era meramente una colección de máximas, axiomas y preceptos, que eran ininteligibles para los intrusos, pero que eran fácilmente entendidos por los estudiantes, después que los axiomas, las máximas y los preceptos hubiesen sido explicados y ejemplificados por los iniciados herméticos a sus neófitos.
Estas enseñanzas constituían realmente los principios básicos del «Arte de la alquimia hermética», el cual, contrariamente a la creencia general, trataba del dominio de las fuerzas mentales, antes que de los elementos materiales -la transmutación de una clase de vibraciones mentales en otras, en vez del cambio de una clase de metal en otro-. Las leyendas de la «piedra filosofal» que convertiría el metal bajo en oro, eran una alegoría relacionada con la filosofía hermética, rápidamente entendida por todos los estudiantes del verdadero hermetismo.
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