Eduardo Falú, argentino de pulso sirio
Uno de los más grandes músicos argentinos de todos los tiempos. Eduardo Yamil Falú nació un 7 de julio de 1923 en El Galpón, provincia de Salta. El Galpón es un pequeño pueblo, un antiguo lugar de carreteras hacia la provincia del Chaco, en el que Falú permaneció muy brevemente. Hijo de Juan Falú y Fada Falú, ambos sirios de igual apellido pero no parientes. Atraído por esa curiosa sinfonía, a los 11 años ya tenía entre sus manos una guitarra, propiedad de su hermano mayor, Alfredo. Alfredo tomaba clases con un profesor y Eduardo lo copiaba al pie de la letra, y así sacó sus primeros tonos. A los 14 años se muda de Metán a Salta donde la guitarra termina de conquistarlo para siempre. En Salta conoce a Arturo Dávalos y poco después a Jaime Dávalos, autor de innumerables poemas a los que Falú les pone música.
Se casa con doña Aída Nefer Fidélibus, a quien, cariñosamente, llama Nefer. La vida les da dos hijos: Eduardo y Juan José. Juan José, al igual que su padre, siente una gran afición por la guitarra y el canto.
De estatura sobresaliente, ojos verdes, tristones, inundados de esa nostalgia de árabe acriollado en una tierra que aprendió a amar, casi más que a sí mismo. De esa mirada que fluctuaba entre la interrogación y el asombro se desprendía la bondad y la mansedumbre, y tal vez un dejo de altivez sin desafío, que dejaba al descubierto un alma verdaderamente límpida, frontal y sincera.
Eduardo Falú fue un artista multifacético, aclamado internacionalmente, imposible de encasillar dentro de una sola idea. Guitarrista, cantante consumado y un distinguido compositor. La calidad de su barítona voz fue admirada y amada en el mundo entero.
La trayectoria artística de Eduardo Falú comienza en el ambiente familiar, más tarde se extiende a Buenos Aires para luego conquistar y apasionar a los públicos más disímiles: América, Europa, Rusia, y Japón. Como compositor, no sólo fue el creador de obras modernas folclóricas, sino también de obras clásicas.
En su música se advierte una marcada influencia de las melodías de su provincia natal. Salta tiene ritmos propios: el Carnavalito, el Bailecito, la Cueca y otros derivados de la combinación de la música india y las melodías españolas que acompañaron a los conquistadores. Eduardo Falú ha creado música para más de un centenar de poemas, no sólo de Jorge Luis Borges y Jaime Dávalos, sino también de León Benarós, Manuel Castilla y Alberico Mansilla, entre muchos otros. Hoy podemos decir que Don Eduardo, ese eterno amigo, se ha diluido misteriosamente para pasar a ser parte de todos los corazones que aman el Folclore. (Prof. José de Guardia de Ponté).
Eduardo Falú logró instalar su sello en el folklore argentino. Falleció el 9 de agosto de 2013 a los 90 años. Sus composiciones, la música magistralmente interpretada en la guitarra y su voz profunda lo distinguieron. Su trayectoria lo ubica en referente obligado de la cultura argentina.
Poco después de que Ernesto Sábato publicara su novela Sobre héroes y tumbas (1961) en la que rememora la tragedia final del general Juan Lavalle, unos amigos le sugirieron escribir un texto poético, una especie de oratorio. El encuentro con Eduardo Falú fue entonces providencial. Juntos dieron vida al Romance de la muerte de Juan Lavalle a mediados de la década del 60.
Su Suite Argentina para Guitarra, Cuerdas, Clavecín y Corno fue estrenada y grabada con la Camerata Bariloche, dirigida por Elías Khayat. Esta ciudad contó con su ilustre visita en numerosas oportunidades.
«Mi relación con la guitarra es muy armónica y afectuosa. En el medio siglo que dura, ella y yo aprendimos a tenernos paciencia. Presiento que es un vínculo que seguirá hasta que nos separe la muerte».
La frase inicial da paso a una descripción: desde los once años Eduardo Falú ciñe la cintura de ese sensual instrumento, mágica transmutación del cuerpo de mujer. La guitarra hizo crecer a Falú, es cierto, pero no lo es menos que su espíritu y talento le dieron en la Argentina su mayoría de edad y blasones de clasicismo.
Metro ochenta y pico de altura, cuarenta y dos años vivió en Buenos Aires, a donde llegó con César Perdiguero y comunes sueños. Dos hijos, cerca de cincuenta discos grabados en la Argentina y en Europa, centenares de composiciones, miles de conciertos y kilómetros recorridos por todo el mundo, más de un millón de discos vendidos, obras en colaboración con Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato, premios, un libro editado en España sobre él. Contabilizar la obra de Falú es aproximarse a la epidermis del fenómeno más universal que ha producido Salta. Esa cuantificación deja de lado, sin embargo, estimar esa madera especial de las que están hechos Falú y su guitarra.
«No, no quiero dejar la guitarra. A los sesenta años Segovia pensó dejarla, pero no pudo. Pienso seguir en esto mientras duren los dedos. Los médicos dicen que lo último que envejece son las manos».
Esas manos están ahí, gesticulando o juntas encima del escritorio. Son largas como el cuerpo, manchadas por el tiempo. El pelo escasea en la cabeza. Las uñas despuntan firmes y ellas, como la mano toda, parecen barnizadas, levemente brillantes.
“No les doy cuidados especiales. Soy descuidado más bien. Cambio las gomas del auto, hago cosas. Si rompo una uña, me embromé, no puedo tocar. Utilizo yema y uña. La cuerda pisa ahí y resbala por la uña: ese es el sonido más redondo porque el sonido de uña sola es muy flaco, y si fuera de yema sola, es muy débil; bonito pero débil. Los callos están durmiendo sobre las yemas. Sin ellos no podría tocar, Segovia los mimaba. Las manos tienen alma, guardan la memoria de años”.
A los once años rasgó por primera vez la guitarra. Le atraía tocarla y a escondidas de sus padres pulsaba la de su hermano Alfredo, quien en rigor de verdad introdujo la música en aquella casa de Metán. Alfredo anduvo luego por la abogacía y Eduardo fue el artista de una familia de cinco hermanos.
«Nací en «El Galpón» pero pronto mis padres nos llevaron a Metán, donde me crié y fui a la escuela».
Falú reconstruye las imágenes de pantalón corto con su hermano Ricardo yendo al río de aguas cantarinas que lamían las caprichosas formas de las piedras, esa lujuriosa vegetación, los cerros voluptuosos.
«Íbamos allá para que tomaran agua los caballos de mi tata. El viejo andaba siempre viajando por Anta, Joaquín V. González, comprando lazos, guardamontes, quesos, cueros de los criollos. Y vendía mercadería. Teníamos un almacén en Metán que olía a lonjas de cuero, a mercadería, a querosén».
La guitarra
No había lujos, decía. Quizá el único, era el paisaje y esa libertad de chicos que continuó a los 9 años en Salta. Allí fue el matrimonio sirio de los Falú.
«Entonces conozco la guitarra. En ese tiempo los peluqueros la tenían y tocaban entre corte y corte. Recuerdo a un señor Odilón Isidoro Rasguido -que luego tuvo mimbrería-; a Corvalán, que tocaba el mandolín; al maestro Díaz, que era pintor de brocha gorda. Y el Payo Solá, el Dúo Gauna-García, eran estrellas».
Guitarra procede directamente del árabe. ¿Alguna cuerda secreta de viejísimos ancestros se habrá movido en Falú cuando abrazó ese instrumento? Misterio que va más lejos que la coincidencia de orígenes…
«Mi padre no quería que tocara. Por entonces ser músico era el mejor pasaporte para la farra y la vagancia». Falú fue discípulo de sí mismo. «Años después estudié un poco de armonía con Carlos Guastavino. Pero más que todo fue mi intuición la que me llevó a hacer lo que hice», refiere. Fue además su propio maestro. Leyó mucho sobre guitarrística española, a Sor, a Aguado, a Domingo Prats, «comencé a tejer lo popular con lo clásico, a dar otra dimensión a lo folclórico. Algunos dicen que hice un puente entre ambas cosas, esa fue la tarea de toda mi vida».
Su primera escuela estuvo en las «tenidas» de Salta donde circulaban gentes como «El Burro» Lamadrid, los Dávalos, Roberto Albeza, Perdiguero, Manuel Castilla. La casa de los Marrupe era número puesto. También la de César Pereyra Rosas en Tres Cerritos o «en lo Batiti. Era muy lindo. No había avidez de hacer negocios, predominaba el lirismo, la amistad. Nos juntábamos sin pensar que había que trabajar al día siguiente. Era un tiempo de músicos, de poetas».
Con Perdiguero («gran muchacho, ingenioso, con talento creador») escribieron «La tabacalera» alegato social no partidista; «nos levantamos contra las injusticias sociales», explica. Luego vino «Soñando con la cosecha», con Jaime Dávalos y más tarde «Sueño americano» y otras.
«No esperamos que sucediera lo de Malvinas para descubrir que la unidad latinoamericana era fundamental para nuestros pueblos».
No todo fueron protestas. El amor marcó la música y las letras de los temas de Falú.
Una de sus primeras guitarras fue una que mandó a comprar don Gualberto Barbieri en la Antigua Casa Núñez. Mozo aún, Falú propuso enseñar guitarra a los presos de la cárcel salteña que Barbieri dirigía.
«Me tocó enseñar en épocas de Santos Ramírez, que había puesto en jaque a la policía. Hombre duro, correntino y macanudo fuera de sus cosas, que actuaba a dúo con Doroteo Hernández. Allí tuve mi primera guitarra. Aún no había «luthiers» en Salta».
En 1945 llega a Buenos Aires. Gente de Radio El Mundo los había escuchado en Salta y le ofrecieron los micrófonos. Perdiguero se volvió pronto. Buenos Aires era un monstruo intimidante que sólo ofrecía un incierto futuro. Trabajó en «Sagaró», por donde pasaron los hermanos Ábalos, Ariel Ramírez, (Atahualpa) Yupanqui. El folclore recién estaba calando en el público que hasta entonces escuchaba tango, boleros, música extranjera.
En Salta había actuado antes con Lamadrid y con el maestro Lo Giudice en Radio LV 9 todos los días. La primera composición fue el trémolo «La fuga del Sol», de tipo incaico; el primer éxito llegó con «La artillera» y la primera grabación fue en un simple en 1950 con el sello T-K: «La vidala del nombrador» de un lado. Antes, “discos para Buenaventura Luna, con La tropilla de Guachipampa».
Falú comprendió que no bastaba estilizar la música. Tuvo oído para escuchar a los poetas. Con Perdiguero y Dávalos empezaron a transformar las viejas letras de un pintoresquismo ingenuo de color «fiestero» otorgándoles vuelo poético.
«No podía subestimarse a la gente. Pusimos poemas dentro de las canciones. Esas letras eran como cantos rodados, andaban de boca en boca, se prendían al recuerdo y el corazón del pueblo. Jaime se tomó algunas licencias poéticas bastante audaces para la época».
Luego, el mundo. La consagración en Buenos Aires, donde sus discos contabilizaban arriba de veinte mil ejemplares por edición, abrieron esa puerta: la Unión Soviética (1959), Estados Unidos, Europa. En el 63, en Japón, donde en cinco años ofrece más de doscientos recitales.
«Después querían que en seis meses diera otros doscientos. Llegué a los ochenta y quedé agotado».
No hay pueblo ni aldea japonesa donde su guitarra no haya tocado las fibras de los nipones. En 1964 en Estados Unidos lo ovacionaron de pie y la prensa de San Francisco destacó no recordar un suceso guitarrístico similar en sesenta años.
Habiendo actuado en los teatros más importantes del mundo, el Colón inclusive, opinaba que éste es más un símbolo de consagración para un concertista de guitarra; un escenario más apto para ópera y ballet.
«El micrófono y la guitarra no van juntos. Todo se desvirtúa si se pone sonido artificial, se prostituye, dice Segovia. En todo el mundo se prefiere el sonido natural».
Con Sábato, Romance de la muerte de Juan Lavalle
Predisponerse a escuchar la obra de Ernesto Sábato y Eduardo Falú anticipa el sentimiento que surge al acceder a una obra maestra. Palabras y música provienen de dos de los exponentes de la cultura argentina que ocupan lugares de privilegio entre los generadores del orgullo de un pueblo.
En una nota destinada a resaltar la contribución del autor de El túnel, Sobre héroes y tumbas y Abaddón el exterminador a la música popular; René Vargas Vera introduce al lector a pormenores de la creación del Romance de la muerte de Juan Lavalle
Si bien a don Ernesto Sábato se le conoce más como escritor que abandonó la carrera de Física o es admirado como lúcido ensayista o la mayoría de los lectores lo identifica con sus célebres novelas de tono existencialista y filosófico, mucho menos difundido es su rol en la música. Sobre todo en la popular. No por cierto como constructor de sonidos, sino como furtivo poeta.
Poco después de haber publicado su novela Sobre héroes y tumbas (1961), reseña Vargas Vera, unos amigos le sugirieron escribir un texto poético sobre este mismo tema, algo así como un oratorio. Sábato accedió. Y el azar, o mejor aún, la predestinación, quiso que Sábato se encontrara con el eminente compositor y guitarrista salteño Eduardo Falú, a quien le entregó su texto. Esto ocurrió hacia mediados de los años 60. Y les ocurrió algo similar a lo de Félix Luna con Ariel Ramírez cuando escribieron el maravilloso ciclo La Navidad Nuestra.
El disco editado en 1993 por el sello de Iván René Cosentino incluye el relato que el propio Sábato hiciera del proceso creativo. “En pocas y febriles jornadas de trabajo hicimos esto que ahora sale en una nueva edición». Le asistía, expresa el autor de la nota, una poderosa razón literaria-estética: «la perduración del Romancero castellano en el folklore vivo de nuestros pueblos».
Para el Romance de la muerte de Juan Lavalle Sábato escogió mantener la prosa épico-lírica del correspondiente fragmento de la novela, introduciendo las coplas del tipo aún viviente en el folklore de estos países.
«Algunas de esas coplas, como las que rememoran el fusilamiento de Dorrego, las tomé directamente; otras, la mayoría las compuse yo mismo, respetando el espíritu que las caracteriza. De este modo traté de insertar nuestro romance en la gran tradición, adecuándolo sin embargo a la sensibilidad de nuestro tiempo, evitando un lenguaje arqueológico, ya que sólo podemos emocionar mediante la lengua que vivimos”.
Más allá de las enormes satisfacciones que trajo aparejada la experiencia, Sábato rescataba la prueba de que era algo esencialmente legítimo: “prendió en el espíritu de las gentes”. Pero la empresa no hubiera alcanzado ese valor, concluía, “si no hubiera tenido la ventura de encontrar un artista de la sensibilidad, imaginación y virtuosismo de Eduardo Falú. Y una vez más, en esta definitiva versión -porque no tendrá ya otra posibilidad- le quiero expresar no sólo mi admiración, sino su infinita paciencia para soportarme en esta empresa».
Las reflexiones de Sábato encuentran continente a medida en la música del maestro Falú. Muerto ya Lavalle -luchador incansable por la Independencia, agobiado por el sentimiento de culpa que le producía el haber ordenado el fusilamiento de Manuel Dorrego y las luchas intestinas- es su alma la que habla. Elige a quien portará su corazón -conservado tras descarnar su cuerpo en un arroyo- porque es como dárselo a la tierra:
“… esta tierra regada con la sangre de tantos hombres como él. La tierra de esta Quebrada por la que hace ¡tanto tiempo! muchos hombres, como Aparicio Sosa, humildes y pobres, sin pedir nada, ¡sin recibir nada! ofrecieron su vida, únicamente por la libertad».
Referencias:El Tribuno de Salta , Bariloche Semanal,Red Salta,La Nación, SADAIC (Sociedad Argentina de Autores y compositores de Música).
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