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Villancicos,canciones de humilde cuna

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En el antiguo villancico español encontramos claros rasgos de la música árabe, con sus giros moriscos y el uso de escalas “no occidentales”

Ya han roto los nortes. La fría, diáfana luz de diciembre. Vuelven la Navidad y su cortejo de imágenes, que siempre nos remite a la infancia, suerte de eternamente reciclado carrusel, con su música inconfundible: el villancico. Sucederá lo inevitable: nos sentiremos vagamente nostálgicos o exultantes, según lo que del fondo de la infancia emerja a nuestra conciencia inmediata. Generalmente, será una mezcla de ambas cosas. Un sentir agridulce –lo llamarían algunos, aunque con ello apelamos a la gastronomía, a nuestras capacidades gustativas, más que a nuestras almas, conviene recordar–.

El arte lo hacemos todos.

El villancico es una forma musical de inmensa dignidad estética: ancestral, además, ya que se remonta a la Edad Media. Añadiremos esto: su origen es popular, y anónimo en muchos casos. Es que, amigos, amigas, ¿no es ese señor –don Anónimo– el más grande poeta y compositor de todos los tiempos? El término mismo (“villancico”) nos refiere etimológicamente a villa, a pueblo.

Música para danzar, música popular en el mejor sentido de la palabra, cultivada en toda Europa –particularmente en España y Portugal– durante los siglos XV y XVI, comenzó como una forma “profana”, antes de que la iglesia se adueñara de ella: entonces devino música “oficial” y “sacra”, cantada polifónicamente (esto es, varias voces que interactúan independientemente, en el estilo de una fuga de Bach, por ejemplo). El villancico dejó las villas, y pasó a habitar los templos.

La ronda de las culturas. 

A tal punto nació el villancico en cuna humilde, que en él se dieron la mano las más disímiles culturas. En el antiguo villancico español encontramos claros rasgos de la música árabe, con sus giros moriscos y el uso de escalas “no occidentales”.

El zéjel mozárabe dio su forma a la mayoría de los villancicos de la época: alternancia de un solista y un coro, con el primero encargado de enunciar el estribillo o refrán (el tema recurrente), y el coro a cargo de las coplas (secciones que variaban).

Inicialmente, el villancico no estuvo limitado a la Navidad: se lo usó en diversas festividades litúrgicas, particularmente con ocasión del Corpus Christi y los oficios matinales (maitines), pero no tardó en asociarse para siempre a la celebración cristiana por antonomasia: la Natividad.

En Portugal, Juan IV , “el rey músico” (sí, nuestros estupefactos lectores, el mundo ha tenido grandes músicos que han hecho las veces de gobernantes, reyes, emperadores, jefes de Estado) compuso un vasto corpus de “vilancetes”, equivalente luso del villancico español.

Hablábamos de una “ronda de culturas”: es que, en la América colonial, el villancico bebió de todas las fuentes que encontró: textos en lenguas indígenas, vocablos africanos, jergas europeas –un verdadero cuerno de la abundancia–. Usado como instrumento evangelizador, el villancico “se portó mal” y se “contaminó” de paganismo.

¡Imagínense ustedes que nuestra gran sor Juana Inés de la Cruz escribió villancicos incorporando palabras tomadas de todas las lenguas autóctonas que llegó a conocer! Fueron sus llamados “villancicos de negro” (“negrillos”), en los que, mediante onomatopeyas, imita el sonido de vocablos africanos empleados por el atractivo de su musicalidad verbal, aun cuando desconocía su significado.

El ambiguo sabor de la Navidad. 

Es a fines del siglo XVIII –a escala histórica, ayer– cuando el villancico se convierte en música específicamente navideña. Pronto deja de ser anónimo. Franz Xaver Gruber (1787-1863), organista de la iglesia de Arnsdorf, pueblito austriaco, y maestro de música en la escuela primaria del lugar, regaló al mundo el bellísimo Noche de paz (Silent Night).

En una película de 1968 ( La leyenda de «Noche de paz»), el gran actor James Mason encarnó la vida de ese hombre ejemplar, cuya única contribución al mundo habría consistido en una melodía inmortal, una sola, ¡pero qué melodía!

En los países anglosajones surgió el Christmas carol, y en Francia, la Chanson de Noël . Ya un compositor altamente sofisticado, como Adolphe Adam, autor del ballet Giselle, nos legó el villancico “Cántico de Noel”, que escuchamos por doquier, sin siquiera saber quién es su autor.

Así hay composiciones tan célebres, tan universales, que terminan por “matar” a su creador: nadie se acuerda de él, pero todo el mundo silba y canturrea sus melodías: ¿no es esta, quizás, la más bella forma de la inmortalidad?

Empero, otros villancicos siguen siendo “huérfanos”: el Adeste fidelis –¡nobilísima, exaltadora melodía!–, cantado en latín, podría haber sido compuesto tanto por san Buenaventura como por John Reading, organista de la iglesia de Winchester… No hay “pruebas de paternidad” para las obras de arte.

El toque de Midas. 

¿Sabían ustedes que el gran Juan Sebastián Bach incorporó villancicos populares en su Oratorio de Navidad? ¿Sabían que Franz Liszt –el virtuoso que pulverizaba los pianos y solo necesitaba 88 teclas para desatar terremotos– compuso obritas –sencillísimas– llamadas El árbol de Navidad, en las que evoca villancicos tradicionales? El genio reencuentra aquí al niño…, quizás porque jamás dejó de serlo.

En El cascanueces –siempre asociado a la Navidad por cuanto se basa en un cuento fantástico relacionado con la ilusión de los regalos navideños–, ese poeta de la infancia que fue Tchaikovsky orquesta y elabora varios villancicos tomados del folclor ruso.

El inglés Benjamin Britten tiene también una obra poco conocida –¡pero justamente por eso debemos correr a conocerla!– llamada Ceremonia de villancicos , para coro con acompañamiento de arpa: este es el tipo de composiciones que oiríamos si en el Cielo se hiciera música –deberíamos asumirlo, y no plantearlo como hipótesis–.

El villancico celtibérico fue el primero en entrar en Costa Rica: Campanas sobre campanas , Hacia Belén va una burra , El ángel tamborilero , ¡Arre, borriquito!… Todos los que ya hemos residido en esta misteriosa comarca llamada Vida durante algún tiempo, recordaremos esas canciones, venidas a menos en tiempos recientes. En nuestra niñez, eran los villancicos por excelencia, los de nuestras madres y abuelas.

De otros mundos. 

Bueno, ¿qué hay de malo con Bing Crosby y su White Christmas ? Escúchenlo cantar esta melodía entrañable, y después hablemos. El viejo no era particularmente simpático, ¡pero qué voz y qué musicalidad!

El villancico de lengua inglesa entró en nuestro país como un tsunami. No es cosa que deploremos: como forma musical, el villancico siempre fue mestizo, producto de la recíproca fecundación de las culturas; pero que ello no nos lleve a olvidar el riquísimo acervo que los precedió.

Por ejemplo, Jingle bells fue compuesto en 1856 por el estadounidense James Pierpont (1822-1893), contemporáneo de Wagner y Verdi (¡a que no se lo imaginaban tan viejo!), y Rudolph, el reno de la nariz roja fue concebido en 1939 por su compatriota Robert May para acompañar la impresión de un libro de historietas.

Aquel personaje iba a ser llamado Rollo, luego Reginald, hasta que su creador se decantó por el menos mitológico nombre de Rudolph. Hoy en día, es parte de la cultura popular y del folclor navideño universal.

¿Puede hablarse de un “folclor universal” sin caer en una contradicción? Bueno, pues eso es, precisamente, lo que el villancico nos prueba: un canto fraternal, profano y sacro a la vez, alegre y melancólico, popular y académico, simple y complejo, pueblerino y altamente sofisticado, cultivado por el más rústico campesino y por el más grande compositor que jamás vivió: Bach. Óiganlos y los redescubrirán con deslumbramiento, con la mirada siempre ávida y la castidad intelectual del niño.

¡Feliz Navidad para todos, queridos lectores y cuando decimos “feliz”, sobreentendemos, por supuesto, llena de música!

Por Jacques Sagot
Con información de La Nación

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