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El meollo de la Biblia hebrea – camino a Sión

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El meollo de la Biblia hebrea está constituido por un relato épico que describe la aparición del pueblo de Israel y su continua relación con Dios. A diferencia de otras mitologías de Oriente Próximo, como las narraciones egipcias de Osiris, Isis y Horus o la epopeya mesopotámica de Gilgamesh, la Biblia está firmemente cimentada en una historia terrenal.

Es un drama a lo divino representado ante los ojos de la humanidad. Asimismo, a diferencia de las historias y crónicas monárquicas de otras naciones antiguas de Oriente Próximo, no se limita a celebrar el poder de la tradición y las dinastías reinantes, sino que nos ofrece una visión compleja y, sin embargo, clara de cómo se ha desplegado la historia para el pueblo de Israel —y, en realidad, para el mundo entero— siguiendo unas pautas vinculadas directamente a las exigencias y promesas de Dios.

El pueblo de Israel es un actor fundamental en esta obra dramática. Su comportamiento y adhesión a los mandamientos de Dios determinan la dirección en que correrá el flujo de la historia. Al pueblo de Israel —y por medio de él, a todos los lectores de la Biblia— le compete determinar el destino del mundo.





La narración bíblica comienza en el jardín del Edén y prosigue a través de los relatos de Caín y Abel y el diluvio universal de Noé, hasta centrarse finalmente en el destino de una única familia, la de Abraham.

Abraham fue elegido por Dios para convertirse en padre de una gran nación y siguió fielmente las órdenes divinas. Viajó con su familia desde su hogar original de Mesopotamia hasta la tierra de Canaán, donde, en el curso de una larga vida, se desplazó como un intruso entre la población ya asentada y engendró con su mujer, Sara, un hijo, Isaac, que heredaría las promesas dadas antes por Dios a Abraham. Jacob —el patriarca de la tercera generación—, hijo de Isaac, fue padre de doce tribus bien diferenciadas.

Durante las andanzas de su vida variopinta y caótica, en la que sacó adelante una gran familia y fundó altares por todo el país, Jacob combatió con un ángel y recibió el nombre de Israel (que significa «el que peleó con Dios»), por el que se conocería a todos sus descendientes.

La Biblia relata cómo los doce hijos de Jacob lucharon entre sí, trabajaron juntos y, finalmente, dejaron su país natal para buscar refugio en Egipto en una época de grandes hambrunas. Y en su testamento, el patriarca Jacob declaró que la tribu de su hijo Judá reinaría sobre todos ellos (Génesis 49:8-10).

La gran epopeya se desplaza a continuación del drama familiar al espectáculo histórico. El Dios de Israel reveló su formidable poder en una demostración contra el faraón de Egipto, el soberano humano más poderoso de la Tierra. Los hijos de Israel se habían convertido en una gran nación, pero estaban esclavizados como una minoría menospreciada dedicada a construir los grandes monumentos del régimen egipcio.

La intención de Dios de darse a conocer al mundo se hizo realidad mediante su elección de Moisés como intermediario para procurar la liberación de los israelitas a fin de que pudiesen emprender su auténtico destino.

Los libros del Éxodo, el Levítico y los Números describen en lo que es, quizá, la serie de acontecimientos más vivida de la literatura occidental cómo el Dios de Israel sacó de Egipto a los hijos de su pueblo y los condujo al yermo sirviéndose de señales y milagros. En el Sinaí, Dios reveló a la nación su verdadera identidad como YHWH (el nombre sagrado compuesto por cuatro letras del alfabeto hebreo) y le dio un código legal para guiar sus vidas como comunidad y como individuos.

Las cláusulas santas del pacto de YHWH con Israel, escritas sobre unas tablas de piedra y guardadas en el Arca de la Alianza, se convirtieron en su sagrado estandarte de guerra en su marcha hacia la tierra prometida. En algunas culturas, el mito fundacional se habría detenido en este punto —como explicación milagrosa de la aparición del pueblo—. Pero la Biblia tenía más siglos de historia que contar, con numerosos triunfos, milagros, reveses inesperados y mu cho sufrimiento colectivo por venir.

A los grandes triunfos de la conquista israelita de Canaán, la fundación de un gran imperio por el rey David y la construcción del Templo de Jerusalén por Salomón les siguieron el cisma, caídas reiteradas en la idolatría y, finalmente, el exilio. La Biblia describe, en efecto, cómo poco después de la muerte de Salomón, las diez tribus del norte, molestas al verse subyugadas por los reyes davídicos de Jerusalén, se escindieron unilateralmente de la monarquía unificada, forzando así la creación de dos reinos rivales: el de Israel, en el norte, y el de Judá, en el sur.

Durante los doscientos años siguientes, el pueblo de Israel vivió en dos reinos separados y sucumbió una y otra vez, según se nos cuenta, al señuelo de los dioses extranjeros. Todos los soberanos del reino del norte aparecen descritos en la Biblia como pecadores irrecuperables; y de algunos reyes de Judá se nos dice también que se apartaron de la senda de la devoción cabal a Dios.





Llegado el momento, Dios envió invasores y opresores extranjeros para castigar al pueblo de Israel por sus pecados. Primero, los árameos de Siria hostigaron al reino de Israel. Luego, el poderoso imperio asirio provocó una devastación sin precedentes en las ciudades del reino del norte y, en 720 a. de C., impuso a una parte importante de las diez tribus el amargo destino de la destrucción y el exilio. El reino de Judá sobrevivió durante más de un siglo, pero su gente no pudo evitar el juicio ineludible de Dios. En el año 588 a. de C., el brutal imperio babilónico, entonces en alza, diezmó el país de Israel e incendió Jerusalén y su Templo.

Con esa gran tragedia, el relato bíblico se aparta nuevamente de forma característica del modelo normal de la épica religiosa antigua.

En muchos de esos relatos, la derrota de un dios frente a un ejército rival significaba, asimismo, el final de su culto. Pero en la Biblia, el poder del Dios de Israel se consideró incluso mayor tras la caída de Judá y el exilio de los israelitas. Lejos de ser humillado por la devastación de su Templo, el Dios de Israel fue visto como una deidad de insuperable poder. Al fin y al cabo, había manejado a asirios y babilonios para que actuaran como agentes involuntarios suyos con objeto de castigar al pueblo de Israel por su infidelidad.

En adelante, tras el regreso de algunos exiliados a Jerusalén y la reconstrucción del Templo, Israel no sería ya una monarquía sino una comunidad religiosa guiada por la ley divina y dedicada a la exacta observancia de los ritos prescritos en sus textos sagrados. Y lo que determinaría el curso de la futura historia de Israel sería la decisión libre de hombres y mujeres de cumplir o violar aquel orden decretado por Dios —y no el comportamiento de sus reyes o el auge y la caída de los grandes imperios—. La gran fuerza de la Biblia residía en esa extraordinaria insistencia en la responsabilidad humana.

Otras epopeyas antiguas se desvanecieron con el tiempo. En cambio, la influencia de la narración bíblica sobre la civilización occidental no haría sino ir en aumento.

FyS apoyados en sólidas bases literarias y arqueológicas, y una regla metodológica elemental pero muy olvidada: «intentar separar historia y leyenda» tratan de averiguar «no sólo cuándo fue escrita la Biblia, sino también por qué se escribió y por qué sigue teniendo una fuerza tan grande en nuestros días»

Nos cuentan que: «los dirigentes jerusalemitas del siglo VII a. de C., encabezados por el rey Josías —descendiente del rey David en la decimosexta generación—, declararon anatema cualquier rastro de culto extranjero, considerándolo, de hecho, causa de las calamidades que afectaban a Judá por aquellas fechas, y emprendieron una vigorosa campaña de purificación religiosa en las zonas rurales, ordenando la destrucción de santuarios y declarándolos origen del mal. A partir de ese momento, el Templo de Jerusalén […] sería reconocido como el único lugar legítimo de culto para el pueblo de Israel.

Con aquella innovación habría nacido el monoteísmo moderno» (p. 2, c.m.). El «monoteísmo» israelita es la adoración bíblicamente ordenada de un Dios en un lugar, el Templo, imbuido de una santidad especial, y fue formalizado así en tiempos de Josías como expresión de ideas deuteronómicas tardías.





Esta revolución religiosa fue impulsada por ambiciones políticas judaítas a fin de «hacer del Templo y el palacio de Jerusalén el centro de un extenso reino panisraelita, plasmación del legendario Israel unificado de David y Salomón» (ibíd., c.m.).

Por Finkelstein-Silberman

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