Los hijos de Simbad – Jordi Esteva
Las aventuras de Simbad el marino han maravillado, durante generaciones, a mayores y niños y hoy, gracias a sucesivas versiones cinematográficas, es más popular que nunca. Relato anónimo, fue incorporado tardíamente en las Mil y una noches. Escrito en árabe narra los siete viajes que emprende Simbad por el océano Índico y el mar de China, durante los que pasa por mil peripecias y peligros, y de los que regresa airoso a Bagdad con su fortuna acrecentada. El relato transcurre en el siglo IX. Lo sabemos con certeza ya que Simbad menciona repetidamente a Harún al-Rashid, de la dinastía abasí, el más grande de los califas de Bagdad. Pero, ¿tienen las aventuras de Simbad una base histórica real?
La época de los abasíes representó una de las edades de oro de la humanidad. Mientras Europa, excepto Al Andalus y Sicilia, estaba sumida en plena Edad, los árabes sentían curiosidad por el mundo; al que veían como un todo. En Bagdad, a partir de la segunda mitad del siglo VIII, la actividad intelectual era ingente: se enviaban misiones en busca de libros a Constantinopla, Persia y la India. Se traducían de todas las lenguas tratados filosóficos, científicos, médicos o de alquimia. Se comentaban los textos pero también se inventaba e innovaba. Las ciencias y las artes no fueron tan sólo un privilegio de la corte califal, las mezquitas se convirtieron en lugares de investigación. Se trataba de una civilización abierta. Aquel fue uno de esos períodos en los que la humanidad da un gran salto, como en Atenas o en el Renacimiento.
El relato de Simbad, nos habla de la ciudad de Bagdad. No existe fantasía alguna en sus descripciones: en aquellos tiempos, la orgullosa capital del califato abasí, era la ciudad más grande y cosmopolita del mundo conocido, excluyendo la lejana China. Las casas de los mercaderes, como Simbad, eran palaciegas, con artesanados de madera, muebles de teca de la India y numerosos divanes tapizados con ricas sedas de la China. En los patios abundaban las fuentes. Los bagdadíes amantes de la música y de la poesía, rivalizaban entre ellos en patrocinar las más bellas mezquitas y mádrasas hechas con los materiales más nobles.
Dejando a un lado los aspectos más fantásticos del relato de Simbad: islas que resultan ser ballenas gigantes, monos monstruosos, la inmensa ave roc…, los escenarios en los que transcurre la acción son reales y se basan en las experiencias de los marineros árabes que viajaban con gran riesgo por todo el Índico. Dominaban las artes de la navegación: poseían grandes conocimientos de astronomía; construyeron observatorios y enriquecieron la enciclopedia matemática y astronómica de Ptolomeo. Estaban familiarizados con la brújula y utilizaban el astrolabio para calcular la posición por medio de los cuerpos celestes. Los capitanes tenían rahmanis (tratados náuticos) y suwar (cartas de navegación), y llegaron a poseer un conocimiento tan avanzado de los monzones que, utilizando almanaques especiales, podían predecir de manera precisa las fechas de llegada de sus veleros, por alejados que estuvieran los puertos desde los que zarpaban. El conocimiento del mar era algo que guardaban celosamente y la sabiduría la transmitían de generación en generación a través de poemas y canciones.
Para construir sus dhows, importaban teca de la India, que es muy resistente al agua y a los parásitos que devoran las maderas. Las velas, al igual que hoy en día, eran las triangulares o latinas, que a pesar del nombre, no eran de origen romano. En realidad, la llamada vela latina fue introducida en el Mediterráneo por los árabes y resultaba mucho más aerodinámica y adecuada para aprovechar los monzones. Hasta entonces, en el Mediterráneo se utilizaba la vela cuadrangular, como habían venido haciendo los romanos, los griegos, los fenicios y los egipcios.
Simbad nos narra sus viajes en primera persona y sus aventuras constituyen un magnífico documento sobre el comercio y la vida de los mercaderes y marineros de la época. Nos habla de los fabulosos negocios que realizaban y enumera las riquezas que obtenían con el comercio e intercambio en los puertos en los que iban recalando. Nos hace soñar con perlas, diamantes, y otras piedras preciosas, maderas de sándalo, resinas aromáticas como el incienso del Zufar, (región que hoy pertenece al sultanato de Omán) y la mirra, savia del árbol de la sangre de la isla de Socotra, ámbar gris, clavo, canela, áloe, marfil…
Sin duda alguna, el autor de Simbad estaba familiarizado con los relatos de los marineros árabes, que a su regreso del peligroso mar descansaban, efectuaban sus negocios al estarles permitido el pequeño comercio, cuidaban de los barcos… El ambiente era distendido y, como debían esperar unos meses a la llegada del siguiente monzón, podían dedicarse a sus familias, a intercambiar informaciones sobre los lugares fabulosos que habían visitado y a contar las aventuras por las que habían pasado. Existen grandes paralelismos entre las aventuras de Simbad y los relatos de los marineros omaníes del puerto de Sohar, recogidos por el iraní Buzurg ibn Shariyar en El libro de las maravillas de la India, considerado por los estudiosos como antecesor del relato de Simbad.
En su último viaje, Simbad llega hasta China. A pesar de la fragilidad de los veleros árabes, no se trata de ninguna fantasía. Los árabes en el siglo IX inauguraron la ruta comercial más larga nunca antes conocida, que les conducía hasta la China, tras sortear el peligroso estrecho de Malaca infestado de piratas. El comerciante omaní Abu Ubaydah viajó a Janfú (Cantón), donde se establecieron mercaderes árabes, que contaban con un cadí musulmán para dirimir los litigios. Un privilegio concedido por el emperador de la dinastía Tang. A finales del siglo IX, la dinastía Tang comenzó a tambalearse y se produjeron violentos disturbios en Janfú. Los comerciantes extranjeros fueron masacrados y los viajes a China cesaron casi por completo. A partir de entonces los mercaderes árabes intercambiaban sus productos con los juncos chinos en Kalah, en la costa de la península malaya.
Los navíos dejaban la costa de Omán cuando el sol entraba en Sagitario, del 22 de noviembre al 21 de diciembre. Impulsados por el monzón del nordeste, llegaban a Janfú en China al cabo de 120 días de navegación, sin contar las escalas que hacían en Indonesia, en el sur de la India, donde obtenían las maderas tan preciadas para construir sus embarcaciones, o en Ceilán, la isla de los rubíes. También solían parar en las islas Laquedivas y en las Maldivas, donde obtenían fibra de coco y cuerdas para los navíos. A lo largo de la ruta, en todos esos lugares establecieron importantes colonias de mercaderes, que hacían de intermediarios. Los barcos tenían capacidad para transportar centenares de toneladas y la tripulación superaba ampliamente los ochenta o noventa marineros. De regreso, enfilaban hacia Zufar, a los puertos de Rasyut o Shihr.
El geógrafo Yaqubi al Mansur dijo que nada se interponía entre la capital del califato abasí y la China. Las mercancías más extraordinarias llegaban en los grandes veleros por el golfo Pérsico hasta Basora y de allí eran transportadas en grandes barcazas que remontaban el Tigris hasta Bagdad, una ciudad de ensueño repleta de palacios y mezquitas de alabastro.
Los árabes exportaban incienso y resinas aromáticas, valiosas telas de lino, algodón y lana, alfombras, mineral de hierro y oro. De la India y la China hacían traer porcelanas, especias, gemas preciosas, aloe, almizcles, alcanfor… De los puertos africanos obtenían marfiles, pieles de animales salvajes, ámbar gris y esclavos; y también troncos de manglar que se utilizaban como vigas… Los marineros que viajaban al África Oriental, según relataba el geógrafo Al Masidi, eran omaníes de la tribu de los azd y contaba: “las olas eran tan descomunales que asemejaban elevadas montañas que de pronto se desplomaban sobre los valles más profundos; nunca llegaban a romper y jamás formaban espuma como en los otros mares”.
Pero en los veleros árabes no viajaban tan sólo las fabulosas mercancías sino también las ideas: la civilización del islam. Sin derramar una gota de sangre, los mercaderes difundieron el mensaje del Profeta por todo el Índico, llegando a los rincones más remotos. De las costas del África Oriental donde surgieron sultanatos musulmanes importantes como Quiloa o Pate, en la actual Kenya, a Malasia e Indonesia, hoy el estado musulmán más poblado del mundo, pasando por Bengala o la costa de Malabar. Se produjo una lenta pero imparable emigración árabe. No sólo se trataba de mercaderes: también emigraron pequeños comerciantes, músicos, poetas y también los exiliados de las persecuciones políticas y de las guerras civiles, incluso jerifes o descendientes del Profeta se establecieron en puertos remotos y sultanatos, de todo el Índico.
Hasta bien entrado el siglo XV, los árabes continuaron ejerciendo el monopolio del comercio del Índico que atrajo la codicia de las emergentes naciones europeas. Las especias eran el bien más codiciado y llegaban a Europa por medio de los intermediarios venecianos y genoveses. Eran necesarias para la conservación de las viandas y para darles buen sabor en una época sin frigoríficos y escasa higiene. Su valor era tan alto que los portugueses se decidieron a intentar alcanzar directamente la India a fin de evitar a los intermediarios árabes. Por su parte, Colón al servicio de Isabel de Castilla intentó lo mismo pero por diferente camino y se topó con América. El monopolio árabe del comercio del Índico fue lo que empujó a las naciones ibéricas al mar iniciando la era de los grandes descubrimientos.
Enrique el Navegante lanzó a sus hombres más intrépidos a la aventura, creando un vasto imperio. El rey luso, en la soledad de su retiro en el cabo San Vicente, batido sin descanso por las olas del Atlántico, había soñado durante años en construir unas naves nunca vistas, que zarparían rumbo a los confines del mundo, hasta alcanzar la India y la China para obtener directamente las valiosas especias, para ello contaba con la ayuda de genoveses -eternos rivales de los venecianos- y de cartógrafos judíos mallorquines que, a diferencia de los cristianos, viajaban a tierras del islam y poseían información de primera mano. Los portugueses comenzaron por explorar la costa occidental de África, hasta que en 1488, Bartolomé Dias se atrevió a doblar el Cabo de Buena Esperanza. Pero el Índico, aquel océano tan desconocido, nada tenía que ver con el Atlántico y tal como les sucediera a los romanos dos siglos antes de nuestra era, los portugueses se enfrentaban a un océano impetuoso en el que, por modernas y robustas que fueran sus naves, les resultaba imposible avanzar sin comprender el secreto de los monzones.
Tuvieron que pasar algunos años hasta que Vasco de Gama, encontró la manera de explotar en beneficio propio las rivalidades entre los distintos sultanatos musulmanes de la costa de África. Fue en Malindi donde se ganó la confianza del sultán, enfrentado al de Mombasa, y que le proporcionó al gran navegante omaní, Ibn al Majid, que le guió hasta Calicut, el puerto más próspero de toda la India. Aquel error resultó fatal: el más prestigioso de los navegantes árabes precipitó el declive de su supremacía en el Índico. Los árabes perdieron el monopolio de las especias del Índico a manos de los portugueses y de los europeos que vinieron a continuación: holandeses, británicos, franceses… Sin embargo, los omaníes, tras expulsar a mediados del siglo XVII, a los portugueses de los puertos de Arabia, como buenos hijos de Simbad, se lanzaron de nuevo al mar, acudieron en auxilio de sus hermanos de los sultanatos del África Oriental y se hicieron con un imperio que iba desde Mogadiscio, en la actual Somalia, hasta Cabo Delgado en Mozambique. La isla de Zanzíbar era la perla más preciada de todo aquel inmenso sultanato cuyos mercaderes se adentraban en el corazón de África en busca de marfiles, maderas preciosas, pieles de animales salvajes y esclavos. Zanzíbar producía además clavo y otras preciadas especias. La riqueza era tal que el sultán en 1832 no dudó en trasladar la capital de Mascate en las costas de Omán, en Arabia, a la isla de Zanzíbar frente a la costa africana. Sin embargo, aquel imperio árabe de ultramar no sobreviviría largo tiempo. A la muerte del sultán Sayed Said en 1861 se dividiría entre dos hijos mal avenidos: Tueni, el nuevo sultán de Omán y Majid, sultán de Zanzíbar, que se quedó las posesiones africanas. A pesar de que Zanzíbar caería bajo la órbita británica en 1890, los sultanes de la dinastía omaní de los Bu Said siguieron gobernando, aunque fuera nominalmente sobre la isla y la franja costera de Kenya que incluía Mombasa y la isla de Lamu, hasta principios de los años sesenta. Pese a haber perdido la supremacía en el Índico, los árabes del mar continuaron navegando, uniendo a las gentes de los puertos del Índico hasta bien entrado el siglo XX.
Seguramente hacia mitades de la década de los sesenta del siglo pasado, zarparía de Omán el último gran dhow a vela con destino a Kerala, en el sur de la India, o a Zanzíbar. Aquel mundo de los navegantes árabes que nada sabía de impuestos, aduanas y modernas fronteras, se había desvanecido. Arrinconado por los barcos modernos y por la nueva realidad geopolítica, había dejado de ser operativo. Y, aquellos orgullosos marinos árabes, dejaron de navegar entre los puertos de Arabia y los del Índico siguiendo unas rutas que apenas habían variado desde los tiempos del legendario marino. Hoy del mundo de los árabes del mar tan sólo queda el recuerdo. De noche, en los puertos de Arabia, los viejos marineros todavía sueñan con la isla de Zanzíbar. A pesar de que sus hijos y nietos apenas muestren interés por sus recuerdos, viajan a la isla en sueños y recuerdan que antes de que divisaran Zanzíbar, incluso antes de que el vuelo de las aves marinas les señalara la proximidad de la isla, ya sabían que estaban cerca porque el viento les traía la fragancia de sus especias.
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