Conde Kalergi y el plan para dominar Europa 2
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A finales del año 2000, los medios de comunicación emitieron discretamente la recomendación de la ONU de acoger a 650 millones de inmigrantes en la Unión Europea en un plazo de 50 años para compensar la baja natalidad en los propios países de Occidente. Pero lo cierto es que no es Europa la que necesita esto, sino el plan Kalergi, que precisa de 650 millones de inmigrantes para destruirla.
La equilibrada natalidad francesa demuestra que estas noticias no son verídicas. El sistema de atención a los niños, cuidados desde la cuna hasta su formación profesional, permite que la mujer, forzada a trabajar por la sociedad industrial moderna, pueda seguir ejerciendo su derecho a la reproducción. Así, en Francia se reduce el radio de acción para el Plan Kalergi.
Si hicieran caso a los proyectos de avalancha extranjera de la ONU, los 300 millones de europeos tendrían que renunciar a la reproducción para traspasar pacíficamente su país y su cultura, a otras etnias.
Como compensación, los profetas de esta política colonizadora como el Profesor Rainer Münz, Profesor Bert Rürup y Rita SüBmuth, prometen que los nuevos pobladores serán capaces de, no sólo mantener a sus propios padres, sino también a nuestros ancianos; y que financiarán cuidadosamente a nuestro pueblo en desaparición (la mentira sobre la jubilación).
Pero en realidad, los nuevos colonos ni disponen de los medios, ni de la voluntad, para asegurarle una pensión próspera a nuestras dos últimas generaciones.
Los incorruptos no pueden entender nuestro suicidio étnico: mientras parejas sin hijos disfrutan de catorce pagas y dos vacaciones anuales, familias enteras viven por debajo de la media como minorías desdeñadas.
Los judíos y gitanos sólo persistieron como etnia porque se negaron consecuentemente y durante 2.000 años a la integración. El hecho de que todavía existan irlandeses en el norte de Irlanda, chechenos en Chechenia, kurdos en Kurdistán, alemanes en Tirol del Sur y Alsacia, Bretones en la Bretagne y apaches en Arizona, se debe a su decidido rechazo a la integración de los reprimidos.
Si nuestros políticos prometen la «integración de los extranjeros», nosotros y los propios forasteros tenemos razones de sobra para creer en lo que dicen. La integración forzosa, la renuncia a la propia lengua y cultura, al recuerdo de una comunidad de parentesco ancestral es – así está escrito – un genocidio.
Quien no reconoce nuestro Estado alemán y nos obliga a compartir el territorio usurpado en 1945 con otros, ha de saber, que no nos queremos integrar en la cultura de los desplazados y que los alentaremos a que también ellos mantengan su lengua materna, su religión y su cultura, mientras vivan entre nosotros.
Después de pretender que la vuelta de los judíos a Palestina estaba justificada por 2.000 años de nostalgia por su país, no es sabio pretender que los forasteros venidos a Alemania anulen su añoranza de retomo a sus patrias.
Vivir en otro país, en este caso en Alemania, no es el máximo deseo de ningún forastero. La esperanza de volver a su territorio autóctono es, ante todo, la meta más firme que cohesiona toda su comunidad.
Por ello, el negarse a la integración, supone tanto la salvación del nativo, como del que fue atraído, y es el primer deber de cada pueblo.
Desde hace un tiempo, nuestros gobernantes han cambiado sigilosamente la ley de la nacionalidad. Justificaron este paso considerando que la definición de la nacionalidad alemana por origen, cultura y lengua materna, estaba anticuada y que debía ser suplantada por una nación de ciudadanos modernos.
Por consiguiente, en lugar del origen y la lengua como lazo de unión para el pueblo, debe constar en su lugar el de «patriotismo constitucional». En lugar del orden divino, debe haber una «nación» artificialmente creada.
Aquí hay que tener en cuenta, que la constitución le fue impuesta al pueblo alemán por las potencias vencedoras.
Tan absurdo cambio de la definición nacional fue apoyado enérgicamente por personalidades judías en Alemania, como Daniel Cohn-Bendit, Michel Friedman y Paul Spiegel. Hay que hacer notar aquí que los tres políticos, líderes judíos en Alemania, son partidarios incondicionales de la política israelí, que precisamente sí conserva el antiguo concepto nacional, al igual que la opositora Palestina: el de la ONU, del origen y la cultura.
El vehemente empeño por introducir, en Alemania primero, la nueva definición, tuvo éxito: La palabra «Volksdeutscher», (perteneciente al pueblo alemán) con la que se llamó a los paisanos expulsados tras la Segunda Guerra Mundial, se borró de la noche a la mañana del lenguaje de los defensores de derechos humanos, reporteros y políticos.
Los paisanos alemanes de Rusia pasaron a llamarse rápidamente «emigrantes» y se dificultó su vuelta a Alemania . Los políticos alemanes iniciaron una política migratoria sin precedentes, y frenaron la vuelta de los grupos de población alemana de Rusia, reduciendo sus derechos, mientras fomentaban la inmigración racialmente selectiva de judíos rusos a Alemania.
Y, a pesar de todo, la definición «anticuada» de la nacionalidad es la única válida y está reconocida por las Naciones Unidas.
El término «nation-building» (creación de una nación de manera controlada y artificial), fue creado en un acto de sacrilegio, para que el imperio americano mantuviera el poder en las zonas europeas de ocupación. Serán imprevisibles las consecuencias para las minorías de este mundo, si no nos defendemos ante el crimen que se comete con nosotros.
La falsa definición a la que se obliga a los alemanes también supone una amenaza para todos los pueblos del mundo. Imagínese, si la nacionalidad prevaleciera sobre el origen popular, entonces en Turquía no habría kurdos, sino sólo turcos; en “Israel” , (Nota de la Bitácora: en realidad se refiere a la Palestina ocupada), no habría palestinos, sólo judíos, (Nota de la Bitácora: en realidad ese es el plan del gobierno sionista); en los EEUU no quedarían indios, sólo americanos; en el Tibet no habría tibetanos, sólo chinos; y la lista se podría prolongar interminablemente.
La nueva ley alemana de nacionalidades niega las etnias y legitima su eliminación – cuando menos – no de forma violenta. También hace ininteligible a Europa el deseo de separación territorial de palestinos y judíos entre Jordania y el Mediterráneo. ¿Es ésto acaso intencionado ?
Para tapar el hueco dejado por la negación de las etnias y las comunidades consanguíneas, y seguir legitimando el mantenimiento de cada uno de los Estados, los seguidores del plan Kalergi se vieron obligados a encontrar un sustituto al patriotismo constitucional. Como modelo para esta palabra clave, se utilizó la situación americana.
En realidad, el pueblo no tiene porqué servir a la constitución, sino que la constitución ha de servir al pueblo. El patriotismo constitucional sería idolatría, mientras que la fidelidad al pueblo sería servicio a la humanidad.
Si un pueblo pierde el derecho de poder cambiar su constitución cuando quiera, ésta deja de ser un instrumento de servicio y se convierte en una atadura impuesta que amenaza la democracia y la soberanía del pueblo.
Entonces también surgirá la pregunta: ¿De dónde provienen nuestras constituciones y quién nos las impuso y con qué fin ?
Si el Plan Kalergi se cumpliese, sería una vía sin retorno para todas las etnias de Europa.
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