Granada, el corazón manda
Los pies de la Alhambra de Granada son de agua. Los ríos Darro y Genil ciñen la colina como un barco varado cuya proa son los baluartes que protegen la torre de la Vela y que no se ven porque los árboles los ocultan. Plaza Nueva sería el primer tramo de agua que la Alhambra debería atravesar en el caso de que fuera un navío. Si así fuese, a un lado dejaría la iglesia de Santa Ana, que es mudéjar en la esbeltez de su torre y en la armadura de su interior, y la Real Chancillería, que es un edificio un poco pomposo, no se sabe bien si más próximo al renacimiento o al primer barroco. Al otro lado del barco, a babor, la proa apartaría la cuesta de Gomérez, las casitas de la Antequeruela y las callejas que atajan para llegar hasta el Realejo. Habría, además, como un caminito a estribor que por esta extraña suerte de sueño y alquimia correría paralelo a las aguas del Darro. Conquistada la ciudad, los granadinos cristianos le dieron el nombre de Carrera y edificaron sobre las modestas viviendas musulmanas casonas moriscas y palacetes de estilo renacentista.
Las aguas frías del río horadan el fondo de un valle perfecto con forma de uve que propone un refinado juego de espejos y similitudes. Conforme se asciende por la Carrera, el Darro dibuja sus primeras curvas y sobre su orilla derecha se encarama la colina Sabika, que es el nombre antiguo que recibe el monte donde se recuesta la Alhambra. Por la orilla izquierda, al lado de la calzada empedrada de la Carrera, parten las callejas estrechas que suben hasta el Albayzín como filamentos o venas, o mejor dicho, como redes nerviosas curvas similares a las neuronas de nuestro cerebro que unen, al igual que aquellas, un pensamiento con una certeza, un sentimiento con una duda, una inesperada satisfacción con una mirada. Tomando un poco de altura, entre las vistas que se cuelan por las esquinas de las callejas estrechas y níveas del Albayzín bajo, la Alhambra comienza a mostrarnos sus rostros. A mitad del siglo XIV el historiador árabe Ibn al-Jatib escribió que la Alhambra fue construida de noche, a la luz de las antorchas, cuyos albores rojizos y fantasmales hacían creer a los ciudadanos de Granada que el color de la fortaleza era roja como la sangre. Es una hermosa imagen, una hermosa fantasía.
En la Carrera del Darro, allí donde hace esquina un callejón umbrío que trepa hasta el Albayzín, hay un hotel con cuatro palabras en su fachada del siglo XVI que dice El ladrón de agua. El nombre del hotel evoca una de las partes del libro Olvidos de Granada, de Juan Ramón Jiménez.
El poeta y su esposa Zenobia Camprubí pasearon por esta ciudad los últimos días de junio de 1924 en compañía de la familia Lorca, de Manuel de Falla y otros amigos. Al contrario que de Federico y de Manuel, hay pocas muestras en la ciudad que recuerden a Juan Ramón, a pesar de que fue él quien mejor la pregonó. Olvidos, que es un conjunto de textos escritos desde el simbolismo y la tristeza, ‘recoje’ en su última edición las cartas que Juan Ramón remitió a la familia García Lorca, en especial a Isabelita, la hermana pequeña de Federico. Una de ellas, fechada el 19 de julio de 1924, ya de vuelta en Madrid, contiene ‘frajmentos’ que retratan Granada mejor que ningún otro libro escrito antes y después que aquellas cuartillas. “Granada me ha cojido el corazón. Estoy como herido, como convaleciente”. Y unas cuantas líneas más abajo escribe: “Sí, la impresión de tu maravillosa Granada es en mí triste, tristísima, pero de una tristeza tan atraedora que me trae y me lleva como en una aguja en ella. (…) Tengo que llenarme de Granada hasta la boca”. Aquella “melancolía paralizadora” de la que tanto han hablado los cronistas que han escrito de Granada está resumida mejor que en ninguna otra parte en estas palabras, en el adjetivo triste y en su superlativo tristísima, en los verbos conjugados trae, lleva y llenarme, que son verbos llanos que se escriben cuando uno anda como sin fuerzas, nostálgico de amores, de paisajes y granadas. Juan Ramón, un párrafo antes de dar por terminada la carta, nos eriza el corazón con esta frase: “Luego iremos todos los otoños a Granada a morirnos un poco…”. Y ahí parece querer decirlo todo, no dejar nada para otros folios, dar por sentenciadas las impresiones de aquel viaje del que se llenaría de adjetivos, olores e ‘imájenes’ para siempre. En ese “morirnos un poco” está sintetizado como en ningún otro renglón lo que Granada ha representado.
La carta a Isabelita está fechada el 19 de julio, pero Federico no volvería a tener noticias de Juan Ramón hasta últimos de noviembre cuando recibe otra que en sus primeras líneas dice así: “De Moguer –en julio-, volví, atolondrado, indeciso, a Madrid. Como era de esperar, la nostaljia avivada de Andalucía me venció, y, en agosto, nos fuimos otra vez a Moguer, Sevilla, Córdoba. Y hubiéramos vuelto a Granada, cuyas montañas vimos vagamente desde lo alto de Sierra Morena” (se confunde. En realidad vieron Sierra Mágina, en tierras de Jaén).
Pero no volvieron. En la misma carta Juan Ramón detalla a su amigo que su suegra, la madre de Zenobia, había empeorado de salud y que se hacía precisa la ayuda del matrimonio. Juan Ramón cuenta otros detalles domésticos, sin mucha importancia, y concluye la carta mandando libros, el manuscrito del poema Generalife que dedica a Isabelita y besos para todos.
Federico García Lorca recibió una de esas cartas que parecen poner fin, no a la amistad, pero sí a la visita prometida y anhelada que el viajero siente necesidad de hacer con urgencia cuando abandona la ciudad en la que tanto ha dejado. El recuerdo se desvanece y se evapora. La remembranza a Granada se desdibuja y es entonces cuando cobra sentido el título de su libro Olvidos. De algún modo, Juan Ramón intuyó que al lugar donde has sido feliz no es bueno regresar jamás.
Nunca más volvió. Los años se complicaron y el poeta de Moguer supo una mañana que su amigo Federico había sido asesinado cerca de Alfacar, una madrugada temprano, junto a un maestro de escuela y a un banderillero que tenían nombres de leyenda. Al saber de su muerte, Juan Ramón escribió: “Esta muerte no creída, no querida creer, la muerte que él, niño, no sé cómo ni por qué, se fabricó; la muerte que él estilizó como un romance; que hubiese y no deseado; la muerte que ya… no, que aún no es su muerte”.
Hoy pasea Granada la sombra de los dos poetas. Y sus palabras, aquellos días, la sombra de sus libros, persiguen al viajero que va y viene, perdido a la sombra de la Alhambra, herido de amor en este invierno frío que se cuela por el Valle de Valparaíso hasta el Paseo de los Tristes y más acá.
Por Manuel Mateo Pérez (Escritor y editor, especializado en literatura de viajes, historia del arte y ensayo. Ha trabajado como periodista y guionista de radio y televisión en los principales medios de comunicación españoles. En la actualidad es el director de El Caminante, suplemento de Viajes y Cultura de El Mundo de Andalucía).
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