Cantos a la amada
El poeta uruguayo-mexicano Saúl Ibargoyen ha presentado, traducido y anotado la poesía de un poeta medieval de lengua árabe, Muhmmud Ibn Al-Mahad, presuntamente nacido en Damasco y cuya vida rondó el año 1287. En un ejercicio de heteronimia, el traductor explica sobre este poeta que “Sus poemas son: fragmentaciones deliberadas, con las que este antiguo modernista trataba de demostrar lo inacabado de cualquier empresa humana”.
Debes amar de tu amada,
los espacios que ella extiende
entre los dos: todo puede caber ahí,
como un bosque creciendo
de una sola semilla.
Esta noche en mi tienda he viajado
por fuera y por dentro
de las formas tangibles de la amada.
No diré sus primeros nombres:
ella duerme ahora entre olores sosegados.
Debo, pues, callar nuevamente:
¿Qué otro modo de nombrar
al siempre Altísimo,
al que no conoce ni alturas
ni abismos?
No entregues a la amada
brazaletes de cálido metal
en alabanza de sus brazos
ni collares de precio exagerado
para elogiar así su cuello
y no salgas al desierto a luchar contra el demonio
para simple halago de su ánimo.
Los bienes mundanos se desvanecen pronto
y sólo el Altísimo puede vencer
al Satán que respira en tus pulmones.
La única prueba de tu amor
eres tú mismo:
Límpiate los muslos con arena
y lava tus versos con sangre.
No hables de tus sufrimientos
a la amada cuando estés ebrio
de vino de palma o de cálido deseo
porque no comprenderás tus propias palabras
que también habrán de embriagarte.
No ames a la amada
solamente con las caricias de la piel
porque entonces tu práctica de amor
obtendrá nada más
que un placer sin fe.
Presentación de Cantos a la amada de Muhmmud Ibn Al- Mahad
La información que hasta ahora se ha reunido sobre la vida o las vidas de Muhmmud Almahad o Al-Majd y, como sucede con la referida a diversos poetas de todas las épocas -recuérdese a mi compatriota Duccase-Lautréamont o a la nipona Mishiko Hado, por ejemplo, resulta también confusa y contradictoria. Algunos comentaristas señalan su fecha de nacimiento (fecha incompleta, claro) en 1258, en Bagdad; o sea, la hacen coincidir con la destrucción de la ciudad por los mongoles. Otros, apoyándose en aún más dudosas documentaciones y en tradiciones literarias e historiográficas no totalmente investigadas o establecidas, ubican la fecha como más próxima a los finales del siglo XIII, en casi coincidencia con la séptima cruzada.
El presunto lugar de su nacencia sería Damasco, aunque Ibn al-Letif Khaldun Aziz, en su inconcluso Tratado de las figuras planas y esféricas del mundo, sugiere que “un cierto Al-Majd, poeta, filósofo y físico de pensamiento extraviado, recitaba (cantaba) sus versos por las apretadas vías y el zoco de su natal Juan de Acre, c. 1287 (1)”.
Sería ocioso, pues, insistir sobre los temas o anuncios relacionados con su origen, pero se supone bien, sí, que fue viajero de los múltiples rumbos de décadas entreveradas y no siempre felices para la causa de diversas dinastías islámicas.
Al-Mahad parece haber residido cerca de El Cairo (donde seguramente admiró más la intraducible mirada de la Esfinge que la sobriedad arquitectónica de Al-Hákim); tal vez vivió en Damasco (donde la contemplación de las decoraciones musivarias de la gran mezquita Aljama lo convenció, contradictoriamente, de la ineludible fragmentación del cosmos); quizás habitó en Rai (donde disfrutó seguramente de las piezas de loza con su exacto vidriado verde y azul); es probable que radicara en Sevilla (donde los artesonados del alcázar lo alejaron, sin duda, de sus ideas de un centro único del universo perceptible); se detuvo en Samarra (donde, desde un alminar del período abbasí, midió la imposible distancia de todos los desiertos; viajó por el Languedoc (donde pisó con sandalia fugitiva la cantante sangre cátara, ya borrándose de los caminos de Albi, Toulouse y Montpellier); fue huésped de Granada (adonde llegó antes de que nacieran los leones de la Alhambra).
Para guiarse en sus multiplicados viajes, hay fuentes que aseguran que Al-Mahad utilizó una copia reducida del gran mapa mundial que Abu ‘Abd Allah Muhammad B. ‘Abd Allah Ibn Idris, autor del famoso Kitab al-Rugari y más conocido como Al-Idrisi, había dibujado sobre “una mesa de plata” en 1154. Cierto o no, el poeta dijo cierta vez que “los mapas copiados son como las silenciosas metáforas de una metáfora silenciosa: debes buscar su sonido en otra parte”. Eso era para él, sin duda, la repetida experiencia de viajar.
Se supone también que murió en Samarcanda (la Markanda de Alejandro Magno). Cuando eran “muchos sus días y más oscuras sus noches”, con “la fatiga de tanto polvo y de tantas espumas en su cabeza”, y bajo las renovadas, aunque ya más débiles persecuciones de sus enemigos literatos, religiosos y políticos. La fecha de su óbito es, por supuesto, incierta; probablemente llegó a vivir bastante más de 80 años terrestres, cifra desmesurada para aquellos tiempos y considerable aún para los actuales.
Se piensa, de acuerdo con los rasgos aún perceptibles o interpretables de su personalidad, que Al-Mahad haya dado lecciones de la religión islámica (sobre el Corán y los hadices y la tradición o sunna), apoyándose en el criterio de awalameh (inclusividad mundial), y de una nueva y polémica preceptiva poética (en atrevido verso libre, con rechazo de los 16 metros codificados por al-Jalil, las combinaciones de los ocho pies y el recurso monorrimo y de rima alternada), cuando se planeaba la construcción de la exquisita cúpula de Sah-i Zinda. Anteriormente, a su paso por Jerusalén, habría enseñado los mismos temas -siempre desde su muy específico punto de vista, del que jamás claudicó- debajo de un grupo de palmeras situado al sur de la mezquita Umar, sobre la Santa Roca. Sus enseñanzas, aunque él nunca se reconoció como maestro de nadie, estuvieron vinculadas, a partir de la segunda mitad de su vida, con el misticismo islámico: el sufismo o el sufiya.
De este movimiento espiritual tomó, dialécticamente, sus propensiones metafísicas y su concepción de vivencia individual de la revelación coránica, añadiéndole una especie de combate interior entre la Hakika (verdad) y la Chari’ia (ley), del que resultaría un ascetismo espiritualizado por la unidad erótica mujer/ amada=hombre/ poeta, en busca de la unicidad cósmica; unidad concebida sólo por acuerdo entre la justicia divina y la justicia de la historia. Curiosamente, esa visión de lo femenino parece muy ligada al concepto de musa, que desde la violenta diosa Inanna y Nidaba-Shid -divinidad sumeria de los escribas- hasta hoy, pasando por Ishtar, Astarté, Afrodita, Venus, la Diosa Blanca y otras, ha tenido tan diversas interpretaciones. En Al-Mahad dicha concepción, que asimismo contradice la creencia de que el poeta era inspirado por los genios (yinn), se da casi siempre en un ámbito de ensoñación sensorial o de dialéctico abandono.
Se sabe, más que se sospecha, que en ciertas ocasiones Al-Mahad bebió un vino mejorado con canela y menta -mezcla ideada por él mismo- y, también, la áspera cerveza de Suster, elaborada con base de antiquísimas recetas sumerias, que el poeta decía haber recuperado: “En tablillas rotas que encontré, pude alcanzar sabores y espumas”. Pero, desde poco más de la mitad de su existencia, sólo bebía discretas cantidades de agua filtrada entre móviles arenas, de linfa de coco en maduración y de “dulcísimos jugos de velluda y oscurecida mujer” (2).
Al-Mahad usaba jarras y vasos de vidrio soplado, de cristal de roca o de bronces damasquinados o solamente la boca “como una vasija sedienta”. Esta afirmación suya derivaba de que nunca había dejado de recordar la sed y el hambre de todos los insatisfechos recipientes que el ser humano utiliza.
Según varias fuentes documentales, no del todo confiables, sus vestidos eran generalmente sencillos, aunque en ocasiones recurría a túnicas confeccionadas con costosas telas bordadas con hilos de oro sudanés, nunca con hilos de plata, ni tampoco con inserción de perlas, piedras preciosas u otros adornos. Al-Mahad gustaba viajar en camello para desvanecer las distancias más largas, pues “el ritmo de ese animal lo unía a las respiraciones del mundo y al susurro del tiempo en medio de los aires que habitan en el viento”. También viajaba a caballo, al que consideraba una bestia “superior a cualquier califa o mercader”, y “cuya carne no debemos comer, porque no fue generada en el desierto y algún día su destino será el vuelo”.
Conocía, seguramente, en razón de una angustia por el conocimiento y una desazón por la propia fugacidad (heredada, quizá, de Gilgamesh), las obras insoslayables de Mizam al-Hikma, Abdal al-Latif, Ibn al-Nafis, Muhammud al-Shafra, Ib Rusch, Jabir Alfah, Nasir al-Din al-Tusi, Umar ibn Al-Farid, Ibn Sina, Ibn Guzmán, Al-Hallaj, Ibn Arabi (“uno de los mayores teósofos de todos los tiempos”) y otros. Puede afirmarse que leería o escucharía, aún parcialmente, muchos escritos de Chrétien de Troyes, Nizami, Bernardo de Tours, Occam, Petrarca, Fazallah, Dante, Marsilio de Padua, Guillermo de Poitiers, Abelardo, Béroul, Thomas, Peire Cardinal, Philippe Narbona, Don Dionis, Alfonso X, Martín Codax, Gil de Saint-Hubert, etcétera.
Muhammud Ibn Al-Mahad o Al Majd ofrece, en las pocas piezas que han permanecido de una obra sin duda muy vasta (que incluye tratados de álgebra primaria, agricultura, ingeniería militar, filosofía, gramática, versificación y astronomía), severas dificultades a los traductores más experimentados y eruditos. Este poeta islámico a pesar de sí mismo, que no escribió sólo en la lengua del Corán, insistió siempre en significar el valor de las vocales largas en contumaz búsqueda de nuevos ritmos, más ajustados a sus apetencias fonéticas y a su mero modo de respirar (“el aire del mar/ la brisa del río/ el soplo de la montaña/ los vientos del desierto/ tienen distintas fuerzas y olores/ para llegar a los distintos sitios/ que ocupa tu corazón”).
Sus poemas, que él denominaba capítulos, cantos o canciones, no siempre están completos; el traductor que firma esta presentación sospecha que se trata de fragmentaciones deliberadas, con las que este antiguo modernista trataba de demostrar lo inacabado de cualquier empresa humana, y quizá para que sus irascibles enemigos no pudieran acusarlo de pretender la duplicación o la modificación de los versículos coránicos (“los frutos de Allah no serán modificados ni tocados en su esencia ni en su apariencia por las manos pasajeras de los hombres”).
Notas
(1) c. 1287, subrayado en el original y en la versión francesa de Roger Emile de Belges,Livrairie de la Croix, París, s/f, p. 39.
(2) Las citas entrecomilladas de versos corresponden a la colección de Cantos del desierto, compilada entre 1893 y 1914 por Karl Eisler Harnack, Leiden, 1929.
Por Saúl Ibargoyen
Poetas del siglo XXI
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