El abandonado cementerio moro de Asturias
Los restos de 300 marroquíes muertos en la Guerra Civil yacen en un cementerio abandonado en Asturias. Engullido por la maleza, con huesos fuera de las tumbas, el camposanto languidece ante la indolencia de las autoridades marroquíes y españolas.
Al comienzo de la historia hay un viejo marroquí ex combatiente de la Guerra Civil española, Mohamed Darduch, que sobrevive en la también vieja medina de Tetuán. Mohamed se alistó -o más bien lo alistaron a la fuerza- en los Regulares, el cuerpo de ejército marroquí creado por los españoles cuando la parte norte del vasto Imperio Jerifiano fue ocupada por la España de Alfonso XIII. En el verano de 1936 Mohamed fue a parar al Grupo de Regulares de Tetuán .
Feroz, temible y odiado cuerpo del ejército nacional, este instrumento del terror franquista inundó la Península con sus casi 100.000 hombres durante toda la guerra, de 1936 a 1939. «¡Que vienen los moros!», se escuchaba por entonces en la zona republicana.Pero también sufrió reveses y dejó a miles de muertos en los campos de batalla.
Al final de la guerra, quedaron esparcidos en toda España decenas de cementerios musulmanes donde los hijos de Allâh que habían luchado para la Cruzada franquista encontraron su última morada.
Mohamed Darduch combatió en muchos escenarios. Recuerda a los italianos en Guadalajara, a los alemanes y a los mandos españoles, «que hablaban de Dios y la Santa Iglesia Católica, pero eran los que nos mandaban fusilar a sus correligionarios». Pero recuerda también las terribles sangrías de Teruel y el Ebro, los cuerpos destrozados esparcidos en vastos campos de naranjos en el sur de Cataluña, los innumerables hospitales donde estuvo ingresado.«En el Vallcarca de Barcelona me dieron mi quinta medalla de Sufrimiento por la Patria», comenta mostrando unas medallas, más chatarra que otra cosa.
De los cementerios donde enterraron a sus familiares y amigos también se acuerda: «El de Zaragoza era el más grande».
En una de sus batallas Darduch perdió a dos primos hermanos.No llega a acordarse de la fecha, pero sabe que fue cerca de Oviedo, en Asturias. Al final de los combates, cuando el fragor de las armas cesó, el entonces joven miembro de la tribu rifeña de los Ibekoyen quiso ir a rezar una última vez sobre las tumbas de sus parientes. Pero no pudo. «Un oficial rumi [cristiano] dijo a nuestro imam que los habían enterrado más al norte, en un lugar desconocido». Intentó informarse de dónde, pero como el frente se movía constantemente, lo mandaron a otra matanza y se olvidó del asunto.
Hace unos años, cuando yo trabajaba en una tesis doctoral sobre Marruecos en la Guerra Civil en la Universidad de la Sorbona, alguien me presentó a Mohamed Darduch. Ese anciano que mantiene aún la mente clara me contó la historia del cementerio desconocido y de sus locas esperanzas, antes del crepúsculo de su vida, de ir a recitar versos del Corán sobre sus tumbas.
Nunca hubiera imaginado conocer algún día ese mítico cementerio si no hubiera sido invitado en 2004 por La Revista de Occidente a visitar Luarca, un balneario del norte de Asturias de donde es oriundo Severo Ochoa. Por casualidad, David Piñeiro, director de esa revista, me habló de un «cementerio moro», abandonado por Dios y olvidado por los hombres. Y, de repente, me acordé del viejo Darduch. No podía creerlo.
Al día siguiente, estaba cerca de una curva de una carretera comarcal, en la parroquia de Barcia, concejo de Valdés, a escasos kilómetros de Luarca. Una pista invadida por la vegetación marcaba el camino hacia ese recinto sagrado para los musulmanes. Tras caminar 100 metros sobre hierba salvaje y arbustos de todo tipo, me topé con la alta muralla que rodea el cementerio. Y un poco más lejos descubrí, alumbrado y fascinado, una puerta de estilo árabe. Como si estuviera en alguna entrada del casco antiguo de Granada.
El cementerio estaba seriamente deteriorado por la abundante maleza que brota sobre las sepulturas. Las tumbas son irreconocibles, por el paso del tiempo pero también por los enterramientos colectivos y rápidos que se hicieron en la época. Pero otras sorpresas me esperaban.
Algunas tumbas habían sido saqueadas, el occipital de un soldado marroquí salía de un profundo agujero y algunos huesos, ya casi carcomidos, estaban desparramados sobre una decena de metros cuadrados. Una suerte de mezquita al lado del recinto estaba casi derruida. Me acordé entonces del revuelo que se armó en España cuando se descubrió, al comienzo de los años 90, que los cementerios militares españoles en Marruecos estaban totalmente abandonados. El Estado español sufragó entonces todos los gastos para su rehabilitación.
Pero Marruecos está lejos de estas costas lluviosas y húmedas. No es seguro que el Estado alauí tenga ganas de rehabilitar este pobre camposanto. Además, los 300 o 400 marroquíes enterrados aquí habían dado su vida por España y no por Marruecos.
Hace unos meses, David Piñeiro me envió una copia de una carta enviada en 1961 por el antiguo Ministerio de Gobernación al alcalde de Luarca. «La Presidencia del Gobierno y los ministerios de Asuntos Exteriores y del Ejército», se puede leer en ella, «se han dirigido reiteradamente a este departamento, en los últimos años, interesándose por la conservación de los cementerios en que descansan los restos de los marroquíes musulmanes muertos en nuestra Guerra». El ministerio proponía sufragar los gastos de reparación y de mantenimiento del cementerio. El alcalde de Luarca respondió, pero luego nada mas.
El cementerio moro retornó al olvido hasta que, en Noviembre de 2001, el presidente de la asociación Green, Antonio R. Dosantos, pidió en un artículo publicado en La Revista de Occidente «la restauración del único cementerio musulmán del norte de España». Sugería que el cementerio fuera entregado a la comunidad musulmana de Asturias. Pero otra vez la respuesta fue el silencio de la Administración.
En Noviembre de 2004 la Asociación de Vecinos de Barcia-Leiján transmitió un documento titulado Piedad para los muertos. En la carta, su secretario, Juan Francisco Rodríguez Alonso, hacía un llamamiento a José Bono, cuyo Ministerio era el propietario legal del recinto, para que se haga cargo del cementerio o lo entregue a su asociación para su rehabilitación. «Estos moros muertos en esta tierra y enterrados en ella forman ya parte de la tierra y son la tierra», escribió.
No sé si José Bono le respondió. En cambio estoy seguro de que Mohamed Darduch no podrá nunca ver el cementerio de sus primos.Me dicen en Tetuán que el viejo combatiente ya no sale de casa.Tiene problemas de salud que le acercan más a su Creador que a Luarca.
Por Ali Lmrabet, periodista marroquí, que obtuvo el 1º Premio José Couso de Libertad de Prensa. Con información de El Mundo
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