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Casi Aldebarán (cosas cósmicas)

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Casi Aldebarán (cosas cósmicas)

Esa noche. Salí a caminar con las estrellas, ya que tuve la oportunidad. Aunque a pocas las conozco de nombre y no las conté, puedo asegurar que no faltó ninguna. Se aglomeraban las grandes y las pequeñas, las que caen, las que parpadean como los loros, lentamente, las que cintilan inquietas, las que cambian de color. Las de constelación reconocida mostraban un orden casi marcial, condecoradas por su propio brillo, formadas según caen y han caído por milenios sobre los ojos humanos en figuración geométrica. Alguna algarabía traerían esa noche para lucir tan despejadas. Quise escucharlas, pero su música era el silencio.

Sólo los grillos en la espesura arrullaban la noche con una cantilena telegráfica muy tenue, envolvente, subrayada por un hilo de agua de manantial que cantaba lo suyo con virginal entusiasmo de agua recién nacida. «Ay agua», pensé, «no sabes la que te espera».

Con los pies dando tumbos, ya ves cómo distrae ir mirando el cielo sin fijarte, fácil te tropiezas, te oscila la cabeza clavada en las incontables desnudas, la totalidad posible de su luminosa especie. Imagínate la de soles allá arriba.

¿Qué puso hoy al filo al firmamento? ¿Qué invierno prolongado y brutal congeló las nubes en las distantes cordilleras, mientras a los valles de la selva les desvistió hasta el último detalle para que las estrellas saltaran del sartén y chisporrotearan, calientes pero blancas como un hielo de helio, como un copo a las nueve o una moneda al aire que no cae jamás?

Así calladas como las ves, platicadoras son. Las estrellas en turno me guiaron un rato, yo creo que nada más para pasar el rato (como han hecho a lo largo de las praderas y los océanos de los años, desde la barca más antigua), pero me escucharon lo necesario e hicieron eco donde correspondía.

Forman una red de familias accidentales a las que siempre les hemos encontrado parecido con bestias, semidioses o instrumentos de tortura. Los aborígenes de Australia leían las constelaciones distinto que los griegos y romanos, y éstos de los mayas, por no mencionar de plano sumerios, egipcios, etcétera. La información contemporánea sigue siendo imprecisa hasta cierto punto a pesar de los sofisticados cálculos, las sondas espaciales y los telescopios de última generación que tenemos para hallar cuerpos celestes sin necesidad de verlos.

¿Puede existir algo más indiferente que una estrella? Demasiado ocupada día y noche en configurar el balance de sus planetas y cometas, el acomodo de los imanes, las temperaturas inimaginables. Que un ojo humano así pelón las alcance a cualquier cantidad de millones de años luz es lo asombroso, lo insensato del asunto. Ellas significan para nosotros, por más que le rasquemos, la única confirmación de qué es el cielo. Por infinitas que nos resulten, dado nuestro tamañito, Antares y Casiopea acechan investidas de intimidad auténtica.

El aire era frío. Tras una cortina de platanillos (suerte de plátano enano que no da fruto pero sí una flor dura, naranja y amarillo, hermosa como una orquídea), en la espesura nocturna las chicharras templaban sus caderas y sus güiros, y su aguda precisión las aves insomnes.

Saquen conclusiones: estrellas difuminadas, relampagueadas, cegadoras y encandiladas pero tan lejos. Y pensar que todas tienen nombre.

 ***

Una tarde. Tuve que aguardar al paso de una hato de ganado flaco, cebúes inexpresivos vagamente asustados. Los rancheros los arreaban. Atravesaba una tierra donde hay agravios no liquidados, rencores pendientes, nostalgias irreparables. Fue entonces que asistí a la hora de los tordos, negra en sus pespuntes. Descendieron sobre los árboles y los ocuparon al instante. Copas arracimadas de caricaturas de cuervo, cúpulas y torres de iglesia, antenas de radio. Se adueñaron por lo alto. Agandallaron y cagaron en blanco. Es su naturaleza. Son solares a morir, de noche se destantean y mejor se guardan. Dejan la oscuridad a los grillos y las ranas, aunque los patos también intervengan.

A eso de las seis pm los tordos diario despiden al sol con honores y se le escurren a la luna como gotas de aceite. En sus alas negras reflejan la curvatura del horizonte encendido. Les entra un ir y venir más que frenético, simétrico, siguiendo una de esas coreografías espectaculares que se inventa Madre Natura. El ruido de su concierto lastima los oídos en los campos, los parques y las alamedas del sur a esta misma hora. ¿A eso deberán los oaxaqueños su sonora inspiración para los alientos? Al oírlos, los trabajadores de cualquier ayuntamiento saben que terminó su turno y cierran cajones para retirarse. Los vendedores de respados y los de nieves emprenden el regreso empujando el carrito. Los estudiantes van a la papelería, al ciber, a fumar debajo de los puentes, y los enamorados y las enamoradas se ponen camisas blancas para salir al pan, cuando los tordos al fin se callan y al fin refresca.

Por Hermann Bellinghausen

Con información de : La Jornada

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