Georges Schehadé – Relato de vida y muerte
El miliciano hizo la señal de la cruz. Un pájaro negro volaba sobre la casa humeante; lo miró fijamente mientras el calor de la canícula mojaba la camisola del soldado. Junto a él, uno de sus camaradas puso su ojo sobre la mira del fusil para dispararle al ave. Al verlo, el hombre le tocó suavemente el hombro y movió la cabeza para pedirle que no lo hiciera.
El pájaro volaba en círculos y su figura se mezclaba con la luz luminosa del día veraniego, con el bochorno del ambiente, con un silbido de fondo, lejano e inexplicable. Detrás de la barricada todos ellos parecían seguros a pesar de la guerra, aunque en realidad estaban inermes frente a la muerte.
El ave sobrevolaba en ese breve cielo y su figura representaba un símbolo de los augurios, o era como el alma encarnada de un muerto, aunque en realidad se trataba tan sólo de una existencia frágil la cual hendía, con la ligereza de su vuelo, el aire pesado e insoportable, en una escena bella a pesar de las ruinas de ese sitio.
Y ese silbido inconstante acompañaba el silencio de los milicianos en su barricada. El hombre está formado de palabras, pero distintos tipos de silencio envuelven a los hombres, con su halo de eternidad y de instante: está el silencio del niño al dormir sobre su infancia, o el del amante al mirar la desnudez de su amor, o el de todo ser humano cuando ora con su plegaria en la mente, hay también el silencio de la determinación o del miedo, o el silencio ominoso en las operaciones de la muerte. El silencio de la madre al contemplar al hijo, en la ternura o en la piedad, es quizás el más bello o melancólico silencio que existe sobre la Tierra.
Os llamo María
Un casto cuerpo a cuerpo con vuestras alas
Sois bella como las cosas ya vistas
Al principio no estaba vuestro Hijo en los paisajes
Ni vuestro pie de plata en los lechos
Os envidio María
El cielo te cubre de pena
Los cuervos han tocado tus ojos azules
Tú me inquietas muchacha me inquietas
El follaje está loco por ti
(traducción de Octavio Paz)
El poeta había escrito:
Los ríos y las rosas de las batallas
Dulce bandera mecida por el hierro
Brillaban llanura sin país
(traducción de Octavio Paz)
Georges Schehadé (1905-1989) regresó a los territorios de su infancia, a los sueños de los desiertos inmensos vislumbrados desde Alejandría, o al paisaje de los cedros enhiestos e imbatibles de su origen. Nunca imaginó a la guerra devorando a Beirut en el más cruel festín. Y el hombre viejo, turbado y triste, leyó poemas suyos a los jóvenes milicianos silenciosos en los descansos de la batalla.
En los países donde tiene astros y amigos
Mientras pasan los vivos al lado de sus sombras
Yo aprendo de las aves a perder la mirada
—Amor
Rostro de sueño sobre el empedrado
Astro que brilla y hiere
Pequeña cosa como la flor de Dios.
(traducción de Rodolfo Alonso)
El pájaro negro seguía volando en círculos sobre la calle destruida, parecía obsesionado como un ave de carroña pero no lo era. El miliciano sentía el sudor en las palmas de sus manos, en la humedad de su camisola, en las perlas de su frente. Su respiración era lenta y cansada. El sol calcinante dominaba el lugar.
En la noche durmió un poco. Tuvo un sueño: iba sobre un caballo en un camino polvoriento, de pronto se detenía para beber pero en lugar de cantimplora tomaba el agua que manaba de una Biblia, secaba sus labios aliviado de la sed y alzaba sus ojos y veía a un pájaro negro flotar en el aire.
El obús sorpresivo cayó en la barricada despellejando su alma. Entonces el pájaro negro emprendió el vuelo contra el horizonte deslumbrado, contra las nubes, contra las estrellas ocultas.
Cómo morir
Cuando se puede aún soñar
Por Gerardo De la Concha
Con información de : La Razón
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