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Aquel amigo que silbaba

Muchas veces en la vida se indignó, se puso serio.

José Luis Sampedro, paseando por la playa de Mijas, cerca de su casa, en el invierno de 2009. /  ©Daniel Mordzinski
José Luis Sampedro, paseando por la playa de Mijas, cerca de su casa, en el invierno de 2009. / ©Daniel Mordzinski

 

Era aquel amigo que silbaba; si veía a alguien triste, cariacontecido o enfermo, lo buscaba, le daba la mano, lo invitaba a hablar, y él escuchaba; poca gente escuchaba como él: asintiendo con la cabeza, mirando; de vez en cuando se lanzaba hacia la cara del interlocutor, su amigo, como si quisiera abrazarlo, o como si quisiera animarlo a seguir.

Hace años, durante días lo vi al atardecer hacer la labor mayor de un samaritano. Estaba recién operado el doctor Alberto de Armas, un médico benemérito que estuvo entre sus grandes amigos canarios. Este hombre que silbaba y abrazaba y escuchaba a sus amigos como si él quisiera confundirse con sus problemas o sus esperanzas se sentaba junto a Alberto, éste debía permanecer echado boca abajo, recuperándose de la cirugía que le habían hecho en los ojos. Y el fabulador que silbaba le contaba historias, las historias que sabía, las que inventaba; de lo que se trataba era de tener al amigo animado y risueño, sin ver, sin poder mirar, pero seguro de que allí estaba aquel hombre poderoso silbando si hiciera falta para recuperar el ánimo del amigo doliente.

Reunía ritualmente, cada año, a sus amigos de Madrid, o de donde vinieran, para hacer la celebración de los años. Como era un hombre que regalaba y al que le hacían regalos (sería una tarea bellísima relacionar los que intercambió con su gran amiga Carmen Balcells), esa fiesta de cumpleaños era también un regalo mutuo, una ocasión para recibir su abrazo y para reír. Él cantaba, silbaba zarzuelas, lo hacía con una maestría extraordinaria, era un maestro del silbo, se regocijaba.

Muchas veces en la vida se indignó, se puso serio, se hartó de ser de un mundo que iba por veredas que él no quería transitar; pero en esos momentos, cuando había amigos, se regocijaba como un niño, y silbaba. A veces, también, actuaba, y pedía a los demás que actuaran, de modo que aquellas noches de los 1 de febrero eran happenings en los que él oficiaba de gran orfebre de la amistad. Él, a veces, hablaba o cantaba en el árabe que le venía de niño. Reía.

Con Olga Lucas, en los últimos años fructíferos de su vida, buscó la luz, el mar; fue a Tenerife, a Mijas, a Denia. Para recuperar el mar, esa energía que buscó siempre, se fue a Denia días antes de su muerte. Allí siguió recibiendo las llamadas de la amistad que fue guía de su celebración de la vida. “Ya sabes cuánto te quiero”, decía a quienes quería. Nunca dejó de querer José Luis Sampedro.

Por Juan Cruz
Con información de El País

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