La fusión que sostiene al Flamenco – Pablo Morante
El flamenco es fusión. Así nació, del roce de dos etnias perseguidas por los guerreros de la cristiandad. Sus quejidos llevaban el eco de las montañas de Armenia, de las dunas del Sáhara, de los ríos de Mesopotamia… Juntos se quejaron los gitanos y los moriscos durante varios siglos por el sur de la península ibérica. Y juntos fusionaron sus raíces folclóricas para crear la estructura musical de lo que hoy se conoce como cante flamenco.
Pero no fue hasta finales del siglo dieciocho cuando el flamenco salió a la luz desde las cuevas de la clandestinidad. Lo hizo de la mano del primer cantaor que se conoce, el jerezano Tío Luís de la Juliana. Luego apareció la voz aterciopelada de El Fillo, de Puerto real, para dar paso más tarde a un trianero del que sólo se conoce su apodo, El Planeta, y un remate del cante primitivo que lleva su nombre. Los tres eran gitanos. Y los tres dieron cauce a los tres palos básicos del flamenco, la “toná”, la “siguiriya” y la “soleá”.
Durante más de dos siglos no hubo otros cantaores flamencos que los gitanos. Y durante ese tiempo no se cantó fuera de la intimidad étnica de las familias, de sus bodas, de sus fiestas, de sus fraguas… El flamenco no había salido aún del reducto que le dio vida. En el año 1840 se abrió en Sevilla el primer café flamenco. Y ahí surgió el primer cantaor no gitano, Silverio Franconetti, de Jeréz de la Frontera. A partir de entonces, el cante exclusivamente gitano dio paso al cante “gitano – andaluz”, más extenso, más influenciado por otras corrientes y mucho más melódico. En todo caso, el café cantante de Sevilla puso en escena las dos ramas que aún perduran en el arte flamenco: Silverio representaba el cante payo. Y Tomás “El Nitri” desgranaba las esencias del cante gitano. El primero triunfó y el segundo murió en una pelea de navajas por una mujer.
El flamenco no dejaba de estar en estado de fusión. Seguía mezclándose, adaptándose a su nueva vida, recogiendo de aquí y de allá… Los cantaores andaluces iban a las guerras coloniales y se traían la “guajira”, el “tumbao” y el “son” cubano para incorporarlo al flamenco. Eran los llamados cantes de ida y vuelta, fusiones entre uno y otro lado del Atlántico que los cantaores engarzaban en la clave común del octosílabo: “es mi mulata un terrón / de azúcar canela hecho, / que arrimándoselo al pecho / quita el mal de corazón”. Todo esto entraba por el puerto de Cádiz, junto a otras procedencias de Colombia, de Venezuela, de Argentina… Y el encanto de la guajira, de la colombiana, de la milonga, se juntaba con el gracejo de los tangos de Cádiz para crear unos sonidos exóticos cargados de ingenio. Por Cádiz también pasaron los soldados que plantaban cara a Napoleón. Y allí quedó la jota navarra pegada al cante por alegrías: “Navarrico, navarrico, / qué bien te sienta la gorra. / ¿De qué regimiento eres?. / De Navarra soy, señora”. ¿Alguien da más?.
Pues sí. Aún no doblaba el primer tercio del siglo veinte cuando el cantaor Pepe Marchena inventó la Colombiana, con la carga dulzona que puede verse: “Quisiera cariño mío / que tú nunca me olvidaras, / que tus labios y los míos / en un beso se juntaran / y que no hubiera en el mundo / nada que los separara”. Era la explosión de un estilo flamenco que hizo fortuna en la voz melodiosa de Marchena y que luego tomó nueva vida con otros cantaores, como Juanito Valderrama, Pericón de Cádiz, Chano Lobato…, en las variantes de guajira, milonga, tanguillo, vidalita, jota y farruca.
En ese punto llegaron los primeros puristas para decir que eso no era flamenco. Y los principales intérpretes les hicieron caso, con lo cual el cante “gitano – andaluz” inició un proceso de decadencia que estuvo a punto de recluirlo nuevamente en sus guetos tradicionales. Pero el ingenio seguía. Y la fusión no paraba. Manolo Caracol se dio cuenta muy pronto de que no llegaría a ningún lado cantando por “soleá”. Y se inventó la “zambra”, una especie de copla muy flamenca que el artista envolvía con su poderosa voz para que la bailara Lola Flores en el remedo de un tormentoso romance.
Camarón de la Isla ya exploraba nuevos sonidos flamencos sin apartarse un ápice de sus raíces. Y Paco de Lucía estaba en condiciones de demostrar que su guitarra flamenca podía entenderse sin dificultades con el jazz de Chick Corea. Luego llegaron los hermanos Amador (Rafael y Raimundo) para expandir el flamenco hacia otros terrenos fronterizos del reggae, del rock y del blues. Y el valiente productor Ricardo Pachón lanzó un disco con estas tendencias, bajo el título de “Blues de la Frontera”. En aquel tiempo, Kiko Veneno estaba enredado en diferentes aventuras musicales sobre la base del cante flamenco.
En el último tercio del siglo veinte llegaron a Sevilla los aires hippies de Woodstock, que hablaban de flores, de paz, de amor. Eran Lole Montoya y Manuel Molina, una pareja fundamental en el proceso de enriquecimiento del cante flamenco. La bulería se transformaba en la voz de Lole para alcanzar registros desconocidos, para repartir emociones mucho más allá del ámbito donde se movía el cante flamenco. Ellos fueron los primeros que conectaron de lleno con una juventud rebelde que buscaba nuevos modos de expresarse y nuevos cauces para comunicarse.
El rock había penetrado en el mundo del flamenco. Y Enrique Morente lo expresaba a su manera con el grupo andaluz Lagartija Nick. Esta fusión de “thrash metal” conmocionó al mundo del flamenco y causó un verdadero escándalo entre los puristas. Pero Morente ya estaba curado de espanto. “Quiero pasar a la historia como Enrique Morente, no como un imitador de otros cantaores ya desaparecidos”, decía. Y es que el rechazo de los puristas siempre estuvo presente cuando el flamenco quiso volar hacia nuevos espacios musicales.
Pero el flamenco siguió volando. Luego llegaron Ray Heredia, Chano Domínguez, Diego Carrasco, Paco de Amparo, Moi de Morón, Enrique Heredia… Y son cada vez menos los que pretenden poner puertas al campo. El flamenco vive porque su renovación ha entrado en un proceso imparable.
¡Ojo…!. Los cantaores de flamenco tradicional siguen siendo más necesarios que nunca para que las raíces no se pierdan. ¡Sólo faltaría…!.
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