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El año de Harún el Hurón – 903 de la Hégira – (30 de agosto de 1497 – 18 de agosto de 1498) – León el Africano – Amin Maalouf


Aquel año cayó Melilla en manos de los castellanos.

Había venido una flota para atacarla, la halló desierta, abandonada por sus habitantes que habían huido hacia las colinas próximas, llevándose sus bienes.

Los cristianos se apoderaron de la ciudad y empezaron a fortificaría.

¡Sabe Dios si la abandonarán un día!

En Fez, los refugiados granadinos se asustaron.

Creían que el enemigo les pisaba los talones, que los perseguiría hasta el corazón mismo de los países del Islam y hasta el fin del mundo.

La inquietud aumentaba entre los míos pero a mí, volcado por completo en mis estudios y en mis nacientes amistades, no me afectaba todavía.

La primera vez que Harán vino a casa, muy tímido todavía, se lo presenté a mi tío diciéndole a qué gremio pertenecía su familia.

Jali tomó en sus manos las de mi amigo, más menudas pero más rugosas ya, y pronunció estas palabras que, en el momento, me hicieron sonreír:

—Si la hermosa Sharazad los hubiera conocido, habría dedicado una noche apacible a contar su historia, le habría añadido genios, alfombras voladoras y linternas mágicas y, antes del alba, habría convertido milagrosamente a su jefe en califa, sus chozas en palacios y sus ropas de trabajo en trajes de ceremonia.

Se refería a los mozos de cuerda de Fez.

Trescientos hombres, sencillos todos ellos, todos ellos pobres, analfabetos casi todos y que, sin embargo, habían sabido convertirse en el gremio más respetado de la ciudad, el más solidario, el mejor organizado.

Cada año, aun hoy, eligen un jefe, un cónsul, que organiza minuciosamente su actividad.

El es quien designa, al comienzo de la semana, a los que habrán de trabajar y a los que descansarán, según la llegada de las caravanas, al estado de los zocos y la disponibilidad de los compañeros.

Lo que gana un mozo de cuerda en la jornada no se lo lleva a casa sino que lo deposita todo en una caja común.

Al final de la semana, el dinero se distribuye a partes iguales entre los que han trabajado, menos una parte, reservada para las obras de beneficencia del gremio, que son múltiples y generosas.

Cuando muere uno de ellos, se hacen cargo de su familia, ayudan a la viuda a encontrar otro marido, se ocupan de los hijos de corta edad hasta que tienen un oficio.

El hijo de uno es el hijo de todos.

El dinero de la caja también sirve para los que se casan: todos cotizan para garantizarles una suma que les permita poner casa.

El cónsul de los mozos de cuerda negocia en su nombre con el sultán y sus colaboradores.

Así, ha conseguido que no paguen impuestos ni gabela y que les cuezan el pan gratis en los hornos de ha ciudad.

Además, si uno de ellos comete por desgracia un crimen que merezca la muerte, no lo ejecutan en público como a otros criminales para que no caiga el oprobio sobre el gremio.

A cambio, el cónsul ha de escudriñar sin complacencia la moralidad de cada nuevo aspirante para apartar a todo individuo sospechoso.

La reputación de los mozos de cuerda ha llegado a ser tan buena que los comerciantes se sienten obligados a echar mano de ellos para vender sus mercancías.

Así, los vendedores de aceite, que llegan del campo a los zocos con orzas de todos los tamaños, recurren a mozos especializados que comprueban personalmente la capacidad de los recipientes y la calidad del producto y se la garantizan a los compradores.

Igualmente, cuando un negociante importa un nuevo tipo de tejido, echa mano de mozos de cuerda pregoneros para vocear la utilidad de su mercancía.

Por cada actividad, el mozo cobra una suma fija, de conformidad con una tarifa establecida por el cónsul.

Jamás hombre alguno, por muy príncipe que sea, se atreve a atacar a uno de ellos pues sabe que tendría que vérselas con el conjunto del gremio.

Su divisa es una sentencia del Profeta:

«Ayuda a tu hermano, sea opresor u oprimido»; pero interpretan estas palabras como lo hizo el propio Mensajero cuando le dijeron:

«Al oprimido lo ayudaremos, es natural. Pero, ¿cómo habríamos de ayudar al opresor?»

Y él contestó: «Lo ayudaréis pudiendo más que él e impidiéndole hacer el mal.»

Así, era raro que un mozo de cuerda provocara una riña en los zocos de Fez; siempre había entre sus hermanos uno prudente para hacerlo entrar en razón.

Tales eran esos hombres, tan humildes y, sin embargo, tan orgullosos.

Tan indefensos y, sin embargo, tan generosos.

Tan alejados de los palacios y de las alcazabas y, sin embargo, tan hábiles para gobernarse a si mismos.

Si, tal era la raza a la que pertenecía mi mejor amigo.

Todos los días, con los primeros albores, Harán el Hurón pasaba a recogerme para recorrer a mi lado los pocos centenares de pasos que llevaban de casa de Jali a la escuela.

A veces nos contábamos algunos chismes, a veces repetíamos los versículos estudiados la víspera.

Las más de las veces, no decíamos nada, éramos amigos en silencio.

Una mañana, al abrir los ojos, lo vi en mi habitación, sentado a los pies de mi armario—cama, en lo alto del cual estaba yo acostado.

Me sobresalté, temiendo haberme retrasado para la escuela y pensando ya en la caña del maestro, que iba a zumbar al azotarme las pantorrillas.

Harán me tranquilizó con una sonrisa.

—Estamos a viernes, no hay escuela pero si hay calles y jardines.

Coge un trozo de pan y un plátano y luego reúnete conmigo en la esquina de la avenida.

Desde ese día, sólo Dios sabe el número de caminatas que dimos.

Muchas veces empezábamos el paseo en la plaza de los Prodigios.

No sé si se llama así de verdad, pero así era como la llamaba Harún.

Para nosotros no había en ella nada que comprar, nada que coger, nada que comer.

Sólo había cosas que mirar, que olfatear y que oir.

Ante todo, los enfermos fingidos.

Unos aseguraban padecer del mal caduco, se sujetaban la cabeza con ambas manos, la sacudían vigorosamente, dejando colgar labios y mandíbulas, luego se revolcaban por el suelo de manera tan experta que jamás se hacían un rasguño, jamás volcaban el platillo puesto junto a ellos para recoger el óbolo.

Otros decían que padecían mal de piedra y gemían sin cesar, fingiendo atroces dolores, salvo si Harún y yo éramos los únicos espectadores.

Otros exponían a las miradas llagas y pústulas.

Yo me apartaba de ellos a toda prisa, pues me habían dicho que bastaba con mirarlos para contraerías.

Harún


Había en la plaza numerosos saltimbanquis que cantaban estúpidas romanzas y vendían a la gente crédula papelitos que contenían, decían ellos, fórmulas mágicas para curar todo tipo de enfermedades.

También había curanderos ambulantes que ponderaban sus productos milagrosos y se guardaban muy mucho de pasar dos veces por la misma ciudad.

Había igualmente exhibidores de jimios que se divertían asustando a las mujeres encintas, así como encantadores de serpientes que se enroscaban los animales alrededor del cuello.

Harún no temía acercarse.

Pero a mí me daban tanto miedo como asco.

Los días de fiesta había narradores.

Recuerdo sobre todo a un ciego cuyo bastón bailaba al ritmo de las aventuras de Helul, héroe de las guerras de Andalucía, o del célebre Antar Ibn Shadad, el árabe más valeroso.

Una vez, mientras evocaba los amores de Antar el negro y la bella Abla, se interrumpió para preguntar si había entre el público, niños o mujeres.

Unos y otras se alejaron de mala gana, con ha cabeza gacha.

Yo esperé un momento, el suficiente para dejar a salvo mi amor propio.

Cien miradas reprochadoras se habían vuelto hacia mí.

Incapaz de sostenerlas, me disponía a marcharme, pero, con un guiño, Harún me hizo comprender que no había ni que planteárselo.

Me puso una mano en el hombro, se llevó la otra a la cadera y no se movió del sitio.

El narrador prosiguió su historia.

La escuchamos hasta el último beso.

Y sólo después de que la muchedumbre se hubo dispersado continuamos nuestra caminata.

La plaza de los Prodigios estaba situada en el cruce de varias calles transitadas.

Una, atestada de libreros y memorialistas, desembocaba en el atrio de la Mezquita Mayor; otra, albergaba a los vendedores de borceguíes y zapatos; la tercera, a los comerciantes de bridas, de sillas de montar y de estribos; la cuarta, en fin, era para nosotros de paso obligado.

En ella se hallaban los lecheros, cuyas tiendas se adornaban con jarras de mayólica mucho más valiosas que el producto que en ellas se vendía.

No era a esas lecherías a las que íbamos, sino a los puestos de quienes, a sus mismas puertas, les compraban cada tarde a bajo precio la leche que se había quedado sin vender, se la llevaban a sus casas, la dejaban cuajarse durante la noche y volvían a venderla, al día siguiente, helada y rebajada con agua.

Era una bebida que quitaba la sed y el hambre y que no era gravosa ni para la bolsa ni para la conciencia de los creyentes.

Harún y yo sólo estábamos empezando a descubrir Fez.

Íbamos a desnudarla velo a velo como a una novia en su aposento nupcial.

De aquel año he guardado mil recuerdos que me hacen revivir, cada vez que los evoco, el candor despreocupado de mis nueve años.

Es, sin embargo, el más doloroso de estos recuerdos el que me veo obligado a contar aquí pues, si lo omitiera, faltaría a mi idea de testigo fidedigno.

El paseo había empezado aquel día como todos los demás.

Harún quería huronear, yo no le iba a la zaga en curiosidad.

Sabíamos que al oeste de la ciudad había un pequeño arrabal llamado El—Mers del que nuestro maestro sólo hablaba con una especie de mueca preocupada.

¿Estaba lejos?

¿Era peligroso?

Otros, en nuestro lugar, habrían parado mientes en estos detalles; nosotros nos contentábamos con caminar.

Al llegar al arrabal, a eso de mediodía, no nos costó trabajo comprender de qué se trataba.

Por las calles, mujeres recostadas en las fachadas o en puertas abiertas que sólo podían ser de tabernas.

Harún imitaba los andares incitantes de una prostituta.

Me reí, imitando, a mi vez, el contoneo de una matrona.

¿Y si fuéramos a ver qué había en las tabernas?

Sabíamos que no se nos permitía entrar pero siempre podíamos echar una ojeada deprisa y corriendo.

Así pues, nos acercamos a la primera.

Está oscuro.

Sólo vemos un grupo de clientes.

En medio, una abundante cabellera pelirroja.

Nada pues ya nos han visto y echamos a correr a toda velocidad, derechos a la taberna de la calle de al lado.

No hay más luz pero nuestras miradas se orientan más deprisa.

Contamos cuatro cabelleras, unos quince clientes.

En la tercera, nos da tiempo a distinguir algunos rostros, algunas copas relucientes, algunas jarras.

Sigue el juego.

Nuestras inconscientes cabezas asoman de golpe a la cuarta.

Nos parece que hay más claridad.

Distinguimos, muy cerca de la puerta, un rostro.

¿Aquella barba, aquel perfil, aquel porte?

Saco la cabeza y salgo corriendo por la calle.

No huyo ni de los taberneros ni de los encargados de echar a los borrachos.

La imagen que quiero dejar atrás es la de mi padre, sentado en la taberna, a una mesa, con una cabellera suelta a su lado.

Yo lo he visto, Harún es probable que lo haya reconocido.

¿Nos ha visto él?

No lo creo.

Desde aquel día, he tenido ocasión de ir más de una vez a tabernas y a barrios más sórdidos que el—Mers.

Pero, aquel día, el suelo se me hundió.

Hubiérase dicho el día del Juicio.

Sentía vergüenza, dolor.

No paraba de correr, con las lágrimas resbalándome por las mejillas, los ojos casi cerrados, un nudo en la garganta, sin resuello.

Harún iba detrás de mí, sin hablarme, sin tocarme, sin siquiera acercárseme mucho.

Esperó a que estuviera agotado, a que me sentara en el umbral de una tienda cerrada.

El se sentó a mi lado, siempre sin decir palabra. Y luego, al cabo de una hora larga, cuando yo me estaba levantando, más tranquilo, se incorporó e, imperceptiblemente, me puso en el camino de regreso.

Hasta que, al crepúsculo, no estuvimos a la vista de la casa de Jali, Harún no abrió la boca:

—Todos los hombres han ido siempre a las tabernas; a todos los hombres les ha gustado siempre el vino.

Si no, ¿por qué hubiera tenido que prohibirlo Dios?

Al día siguiente, volví a ver a Harún el Hurón sin sentirme violento.

Lo que temía era ver a mi padre.

Menos mal que tenía que irse al campo donde estaba buscando un terreno en arriendo.

Volvió unas semanas después, pero para entonces el destino ya había ahogado mis penas y las suyas en desgracias mayores.

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