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El sueño de Tutmosis y la Esfinge de Gizeh

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Tutmosis IV, hijo del faraón Tutmosis III, era un joven príncipe en el 1419 a.C.

Tutmosis vivió una extraña experiencia onírica en los alrededores de Menfis. Había disfrutado de un día de caza, cuando el cansancio venció sus fuerzas y le produjo un profundo sueño que lo invadió.

Se recostó a la sombra de la gran Esfinge de Gizeh y se quedó dormido. Según narró más tarde, la mismísima esfinge se le apareció en sus sueños, trasmitiéndole un mensaje: “Mi rostro te pertenece, mi corazón también. Sufro. La carga que pesa sobre mi me hará desaparecer. Sálvame, hijo mío. Si me quitas la arena que me cubre, haré de ti un rey”.

gizeh3_a Tutmosis se despertó de aquel sueño turbado, pero se acordaba de lo que le había pedido la esfinge y ordenó inmediatamente una de las primeras restauraciones arqueológicas del emblemático monumento egipcio. Aquella restauración que fue motivada por un sueño, salvó el monumento de daños irreparables y sobre todo, del olvido. Hoy día es el monumento más importante junto con la Gran Pirámide de Keops, de todo el Egipto faraónico.

Siglos después, el emperador romano Septimio Severo, ordenó una segunda restauración de la esfinge, que continuaba existiendo gracias al sueño del príncipe. En 1818 el arqueólogo Caviglia descubrió la estela de granito rosa, de casi 4 metros de largo, que hoy se conserva entre las patas delanteras de la esfinge y en la que se detalla el sueño de Tutmosis.

gizeh2_a Según egiptólogos modernos, lo que Tutmosis pretendió conseguir con este sueño era legitimar su derecho al trono, sin el sueño, quizás la historia faraónica no sería la misma.

Texto de la Estela del Sueño:

«Uno de aquellos días sucedió que el príncipe Tutmosis llegó de un viaje hacia la hora del mediodía. Tras tumbarse a la sombra de este gran dios, se sumió en un profundo sueño en el que vio cómo tomaba posesión de él en el preciso momento en que el sol alcanzaba el cénit. A continuación, vio cómo la Majestad de este noble dios hablaba a través de su propia boca del mismo modo en que un padre se dirige a su hijo, y decía: ‘Mírame, obsérvame, Tutmosis, hijo mío. Soy tu padre Horemakhet-Khepri-Ra-Atum. Te daré el trono de la tierra de los vivientes y llevarás la Corona Blanca y la Corona Roja sobre el trono de Geb, el heredero. La tierra será tuya en toda su extensión, así como cuanto ilumina el ojo del Señor de Todo. Recibirás provisiones abundantes del interior de las Dos Tierras y de todos los países extranjeros, así como una vida larga en años. Mi rostro lleva fijándose en ti desde hace muchos años; mi corazón te pertenece, y tú me perteneces a mí. Fíjate: estoy destrozado y mi cuerpo está en ruinas. La arena del desierto sobre la que solía estar ahora me cubre casi por completo. He estado esperando para que puedas hacer lo que está en mi corazón, pues sé muy bien que tú eres mi hijo y protector. Acércate: estoy contigo, yo soy tu guía’. Al finalizar el discurso, este príncipe miró fijamente, pues acababa de escuchar estas palabras del Señor de Todo. Después de entender las palabras de este dios, llevó el silencio a su corazón. A continuación, exclamó: ‘Venid, dirijámonos al templo de la población, donde tal vez dejen de lado las ofrendas a este dios. Nosotros le obsequiaremos con ganado y todo tipo de hortalizas, y dirigiremos nuestras oraciones a aquellos que nos precedieron…'».

 

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