El Sufismo y Muhammad El Mensajero
Tras la muerte de Muhammad, un día que se le preguntó a ‘A’isa, su esposa preferida, a qué se le podría comparar, respondió: «Su naturaleza era como el Corán.» Esto debe entenderse en el sentido de que, de su experiencia intensa e íntima del Profeta, guardaba la impresión de que él era una encarnación del Libro revelado. Lo cual no es sorprendente vista la analogía que existe entre el Mensaje y el Mensajero, porque el Mensajero (rasul) no es sólo el que recibe el Mensaje revelado, sino que es también, como la Revelación, «enviado» —que es lo que significa rasul— a este mundo desde el Más Allá.
La doctrina islámica del Rasul es, en el fondo, la misma que la doctrina hindú del Avatåra, siendo una diferencia inmediata el hecho de que el término Avatåra quiere decir «descenso», esto es, el de la Divinidad, mientras que el Rasul es definido bien como un Arcángel, bien como una encarnación humana del Espíritu. Pero se trata de una diferencia de perspectiva más que de hecho, porque el Espíritu posee un aspecto increado abierto a la Divinidad, tanto como un aspecto creado. La Divinidad del Rasul está velada por la jerarquía de los grados espirituales que marcan la línea de su descenso, y la razón de ese velo es preservar la doctrina de la Unidad divina, mientras que en el caso del Avatåra, se «repliega» de buen grado la misma jerarquía para no empañar la identidad del yo con el Sí, que constituye la esencia de la doctrina hindú del Advaita (no-dualidad).
Esta identidad es también la esencia del sufismo, aunque los sufíes tienen tendencia a expresarla de manera elíptica, salvo en sus «jaculatorias inspiradas». El aspecto más sorprendente del paralelismo entre el Corán y Muhammad se observa sin duda en la extensión de su penetración, pudiéndose comparar uno y otro a la impetuosa ola que se introduce tierra adentro hasta extremos excepcionalmente alejados. Lo mismo que el Corán abarca todos los aspectos de la vida humana, así el destino de Muhammad fue el de penetrar con excepcional envergadura en el dominio de la experiencia humana, tanto pública como privada 1 .
El reflujo corresponde al flujo: la plenitud terrenal del Profeta se combina con una sensibilidad extrema por el magnetismo del Más Allá; y esta combinación ha dejado una huella indeleble en el conjunto del Islam y en el sufismo en particular. Se encuentra una expresión de ello en este dicho muy conocido del Profeta:
«Actuad respecto a este mundo como si fuerais a vivir mil años y respecto al otro como si fuerais a morir mañana.»
Hay aquí, por una parte, una exigencia de perfección —de paciente exactitud podríamos decir— que incumbe al hombre en su cualidad de representante de Dios en la tierra; y es, por otra parte, una exhortación a estar listo para dejar este mundo en todo momento. Ambos preceptos tienen en vista únicamente la voluntad del Cielo y, a la luz de la segunda, es evidente que la primera debe aplicarse con espíritu de desapego, porque estar listo para partir impide atarse. Así, el Profeta ha podido decir sin ninguna inconsecuencia:
«Sed en este mundo como un extranjero o como un pasajero.»
Conviene subrayar su desinterés por el mundo, hecho que Occidente ha pasado ampliamente por alto, en gran parte porque su aspecto, históricamente asombroso, de plenitud terrenal —a veces interpretada de manera completamente errónea como «mundanalidad»— ha sido juzgado como algo que contradecía tal desapego, mientras que estos dos aspectos son, como hemos visto, complementarios e interdependientes.
Es significativo que al ofrecer al Profeta como ejemplo a seguir, el Corán insiste, en primer lugar, en el «reflujo de la ola»: «Tenéis en el Mensajero de Dios un buen ejemplo para quien espera en Dios y en el último día, e invoca a menudo el nombre de Dios» 2 . Esta mención del último Día recuerda que, como el Corán, el Profeta está «obsesionado» por la Hora; y esta «obsesión» no puede disociarse de uno de los acontecimientos fundamentales de su misión, el Viaje nocturno, también llamado, según su principal episodio, la Ascensión 3 . Fue como si su «capacidad de estar listo para partir» se hubiese súbitamente desbordado del plano más elevado para derramarse sobre los demás, de forma que, para él, se produjo una breve anticipación de la Hora, y tuvo un goce anticipado de la Resurrección: sobre la Roca de Jerusalén, a donde había sido milagrosamente transportado desde La Meca, fue «descreado», es decir, reabsorbido, el cuerpo en el alma, el alma en el Espíritu y el Espíritu en la Presencia divina. Esta «reabsorción» marca el camino de los sufíes 4 , y su aspecto de «anticipación» es igualmente significativo, porque es uno de los sentidos fundamentales de la palabra sabiqun, que fue traducida como «los avanzados», y que es, uno de los términos coránicos que designa a los místicos del Islam.
Recordemos a tal propósito este dicho del Profeta: «Morid antes de morir.» Es cierto que tales formulaciones son comunes a toda mística y que todas las místicas son anticipaciones; pero, aunque se trate de una distinción relativa, el sufismo, como última mística del presente ciclo temporal, debe obligatoriamente caracterizarse por una particular sensibilidad hacia esa «atracción» de la Hora, impulso suplementario que ofrece sin duda una compensación parcial por las condiciones exteriores desfavorables de nuestro tiempo. Bien saben los sufíes que esta sensibilidad debe combinarse con esfuerzos activos en el mismo sentido; y en esto, como en todo lo demás, son, para utilizar su propia fórmula, los «herederos del Mensajero». Si Muhammad es el Profeta de la Hora, hay aquí un complemento pasivo a su función, más activa, de Profeta de la Orientación y de la Peregrinación.
El Corán subraya que se preocupa por la orientación 5 ; y podemos evaluar el peso de esta preocupación por el impacto que este hecho ha producido sobre su pueblo. Hasta el momento actual, uno de los rasgos más inmediatamente impresionantes de la comunidad islámica es lo que podría llamarse «conciencia de la dirección». Esta disposición espiritual, inextricablemente ligada a la conciencia de ser «de Dios», ofrece sin duda, también, una compensación providencial; y se aplica particularmente al sufí que, además de estar más consagrado y ser más consciente del camino que los demás miembros de su comunidad, no debe solamente decir como ellos la oración ritual en dirección a La Meca, sino realizar muchos otros ritos durante los cuales prefiere dirigirse hacia el mismo lado, de manera que esta «concentración» exterior y simbólica pueda servir de soporte a la concentración interior.
Si el Profeta y sus compañeros más próximos emigraron de La Meca a Medina, fue por una necesidad cósmica, a fin de que la orientación pudiese adquirir desde la época apostólica, y como precedente apostólico por tanto, la acrecentada intensidad de que está cargado el gesto de un exiliado que se vuelve hacia su patria. Mucha de esa nostalgia permanece aún hoy, en el sentido de que un musulmán —sea o no árabe— es consciente de tener sus raíces espirituales en La Meca 6 , conciencia agudizada una vez al año en cada comunidad islámica por la partida y la vuelta de los peregrinos; y, en las cinco oraciones rituales cotidianas, cada ciclo de movimientos culmina en una prosternación que puede describirse como una expansión del alma en dirección a La Meca.
Sin embargo, no hay que olvidar que el recuerdo de Dios es más grande que la oración ritual 7 , y uno de los significados de este pasaje clave es que es «más grande» volverse hacia el Centro interior que hacia el centro exterior. Lo ideal es dirigirse hacia uno y otro simultáneamente, dado que la orientación exterior ha sido instituida ante todo con vistas a la orientación interior. «Nuestro cumplimiento de los ritos es considerado como ardiente o tibio según la intensidad de nuestro recuerdo de Dios durante su ejecución» 8 .
Lo que se trata de resaltar aquí es que, para los sufíes, el camino espiritual no es sólo la gran Guerra santa, sino también, y aún más, la «gran Oración» y la «gran Peregrinación». La Kaaba (literalmente el «cubo», pues ésta es su forma), «Casa de Dios» en el centro de La Meca, es un símbolo del Centro de nuestro ser. Cuando el exiliado dirige su rostro en dirección a La Meca, aspira por encima de todo, si es sufí, al retorno interior, a la reintegración del sí individual finito y fragmentario en la Infinitud del Sí divino. Al ser el hombre un exiliado, un centro espiritual simbolizará más eficazmente la patria si no le resulta inmediatamente accesible. Esta es, sin duda, una de las razones por las que, en La Meca, en los albores del Islam, la oración se realizaba en dirección a Jerusalén.
Pero si el hombre es un exiliado en primer lugar en razón de su existencia separada de Dios, en segundo lugar lo es por su caída del Paraíso. Deben, pues, efectuarse dos retornos al hogar, y sin duda es en razón del segundo exilio del hombre por lo que, en el Viaje nocturno, el Profeta fue primero transportado «horizontalmente» de La Meca a Jerusalén antes de su Ascensión «vertical», de manera que su viaje pudiese ser el prototipo perfecto del camino que deberían seguir los avanzados de entre su pueblo. Sólo a partir del centro del estado terrenal, es decir, del grado de perfección humana, es posible tener acceso a los estados superiores del ser. La primera parte del Viaje nocturno es como una demostración de esta verdad según el simbolismo espacial, aunque sin tener en cuenta el hecho de que el Profeta es en sí una personificación del centro, se le llame «Jerusalén» o «La Meca».
En él la perfección perdida se manifiesta de nuevo. Corresponde al punto culminante del impulso de la ola, a partir del cual empieza el reflujo. Ya hemos visto que lo ideal es haber alcanzado la «plenitud terrenal» y estar «listo para partir», y es hacia esa perfección en equilibrio entre el flujo y el reflujo hacia donde la aspiración del místico debe dirigirse. El Mensajero divino entra y sale de este mundo por la puerta celeste hacia la que toda mística está orientada. Pero el místico, como los demás humanos, ha entrado en este mundo por una puerta simplemente cósmica; y para evitar refluir por la misma salida, su pequeña ola individual debe alcanzar el punto culminante de la gran ola, para que su propio impulso, relativamente débil, se sumerja en la gran corriente y sea arrastrado por ella 9 .
No es que el místico sea capaz de alcanzar ese punto central con sus propios esfuerzos. Pero el Profeta está siempre presente en ese centro y tiene el poder de lanzar a los que no están en él un «cable de salvación», que es una cadena (silsila) que traza un linaje espiritual que se remonta hasta él. De esta forma, toda Orden sufí desciende del Profeta, y la iniciación en una tariqa significa la adhesión a su cadena particular. Ello implica una centralidad virtual, es decir, una reintegración virtual en el estado primordial, reintegración que debe entonces hacerse efectiva. El gran prototipo del rito sufí de iniciación es un acontecimiento que se produjo en un momento crucial de la historia del Islam, unos cuatro años antes de la muerte del Profeta:
sentado al pie de un árbol, pidió a sus compañeros presentes que le juraran fidelidad por encima del compromiso aceptado al entrar en el Islam.
En algunas Órdenes este rito del apretón de manos comprende elementos suplementarios 10, y en otras, es reemplazado por diferentes formas de iniciación, una de las cuales sugiere particularmente la idea de cadena comparada a una cuerda de salvación: el Šayj tiende su rosario al novicio; éste toma el otro extremo, reteniéndolo durante la pronunciación de la fórmula de iniciación.
La unión a la cadena espiritual da al iniciado no sólo el medio de impedir que su propio reflujo se retire en la misma dirección en que ha venido, sino también el de progresar a lo largo del camino espiritual si está cualificado para el «viaje». La atracción de la cadena trasciende infinitamente los esfuerzos del viajero que, sin embargo, son necesarios para volverla operante. Una «Tradición santa» declara: «Si (Mi esclavo) se acerca un palmo a Mí, Yo me acerco a él un codo, y si se acerca a Mí un codo, Me acerco a él un cuerpo; y si viene hacia Mí con lentitud, Yo voy hacia él con rapidez.»
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Notas:
1 Muhammad no fue solamente pastor, comerciante, ermitaño, exiliado, soldado, legislador y profeta-sacerdote-rey; fue también huérfano (pero con un abuelo y un tío particularmente amantes), durante largos años esposo de una sola mujer mucho mayor que él, frecuentemente padre despojado de sus hijos, viudo y, finalmente, esposo de varias mujeres.
2 XXXIII, 21.
3 Las dos grandes noches del año islámico son Laylat al-Qadr (la Noche del Poder) y Laylat al-Mi‘ray (la Noche de la Ascensión). Son, respectivamente, la noche del Descenso del Corán y la de la Ascensión del Profeta.
4 No hace falta decir que esto no concierne al cuerpo y al alma, a diferencia del caso del Profeta, sino a lo esencial, y que se trata de la reabsorción del centro de consciencia.
5 II, 144.
6 Este sentimiento está inextricablemente unido a la nostalgia por el Profeta; y el hecho de volverse hacia La Meca, lugar de su nacimiento y de los inicios del Islam, viene a ser en la práctica (salvo para la pequeña minoría que vive en esas regiones) volverse también hacia Medina, donde triunfó, murió y está enterrado.
7 XXIX, 45.
8 Enseñanza del šayj al-‘Alåwî. Ver obra: Un saint musulman du XX siècle, París, Ed. Traditionnelles. 1967, p. 114.
9 Esta «inmersión» no es otra cosa que la santificación. En cuanto a la salvación, las formas exteriores de la religión son, siguiendo nuestra comparación inicial, parecidas a concavidades consagradas en las que la ola individual debe vaciarse para «salvarse» de refluir en la misma dirección de la que ha venido.
10 Como, por ejemplo, en el ya mencionado rito de investidura.