Amina y el cuarto del horno …
… En la paz de la mañana naciente, cuando los resplandores del alba se aferraban aún a los rayos de luz, se elevó el sonido de la masa desde el horno, en el patio, con golpes intermitentes, como el eco del tambor. Amina había dejado el lecho una media hora antes. Tras hacer sus abluciones y rezar, bajó al horno para despertar a Umm Hanafi, una mujer de unos cuarenta años que había entrado muy joven a servir en aquella casa, de la que no se separó sino para casarse, y a la que regresó al divorciarse.
Mientras la criada se levantaba para amasar, Amina se dispuso a preparar el desayuno. La casa tenía un amplio patio, en cuyo extremo derecho había un pozo con la boca cerrada por una tapa de madera desde que los niños habían empezado a gatear por el suelo y tras la incorporación de las cañerías del agua; en el extremo izquierdo, cerca de la entrada del harén, había dos habitaciones grandes, en una de las cuales estaba el horno y se utilizaba por consiguiente como cocina, y la otra, preparada como alacena.
A pesar de estar aislada, Amina sentía hacia la habitación del horno un gran apego, ya que si se contara el tiempo que había pasado entre sus paredes, sería toda una vida. Esta habitación se inundaba de momentos felices con la llegada de las fiestas, cuando se dirigían a ella los corazones animados por las alegrías de la vida, y las bocas se hacían agua por los platos de apetitosa comida que se ofrecían fiesta tras fiesta, como la compota y los dulces del Ramadán, el bizcocho y los bollos del día de la ruptura del ayuno, y el cordero de la Pascua Grande, que se engordaba y se criaba para luego sacrificarlo en presencia de los niños, sin que faltaran unas lágrimas de tristeza en medio de la alegría general.
Allí estaba la abertura arqueada del horno, en cuyo fondo aparecía un fuego ardiente como la brasa de la alegría encendida en los pensamientos secretos, a modo de adorno y presagios de la fiesta. Aun cuando Amina sentía que en la parte más alta de la casa ella era tan sólo señora por delegación, y representante de un poder del que no poseía nada, en aquel lugar, por el contrario, era una reina que no compartía la soberanía con nadie: el horno moría y vivía según sus órdenes, el carbón y la leña, que esperaban en el rincón derecho, tenían su destino sujeto a una palabra suya.
El hornillo que ocupaba el rincón de enfrente, bajo las repisas donde estaban las ollas, platos y bandejas de cobre, dormía o crepitaba con lenguas de fuego a un gesto de su mano. Ella era allí la madre, la esposa, la maestra y la artista de la que todos esperaban, con el corazón lleno de confianza, lo que sus manos ofrecieran. Señal de ello era que sólo obtenía el elogio de su señor, si es que él la elogiaba, por algún plato de comida que hubiera elaborado y cocinado con esmero.
En este pequeño reino Umm Hanafi era la mano derecha, tanto si Amina se dedicaba a dirigir o a trabajar como si dejaba el lugar a una de sus dos hijas para que pusieran en práctica su destreza bajo su supervisión. Umm Hanafi era una mujer enormemente gruesa. Sus carnes habían tenido un desarrollo generoso, y conservaban su aparatoso volumen, dejando de lado toda consideración a la belleza. Sin embargo, estaba totalmente satisfecha de ello, ya que consideraba que la gordura era en sí misma la culminación de la belleza.
Así, no era de extrañar que cualquier trabajo que realizara en la casa se considerara casi secundario en comparación con su misión principal, la de engordar a la familia —o más bien a las mujeres— con las «golosinas» mágicas que preparaba para ellas, y que constituían el misterio y el oculto secreto de la belleza. A pesar de que el efecto de las «golosinas» no era siempre alimenticio, justificaba su valor en más de una ocasión, haciéndose digno de las esperanzas y sueños que se depositaban en él.
Con esto, no era de extrañar que Umm Hanafi estuviera gorda, aunque su gordura no disminuía su actividad. En cuanto la despertaba su señora, se levantaba con el alma lista para el trabajo y corría hacia la artesa de amasar. Su sonido, que desempeñaba la función de despertador en aquella casa, se elevaba y llegaba hasta los niños, que dormían en el primer piso. Luego subía hasta el padre, en el piso más alto, avisando a todos que había llegado el momento de despertarse …
N. Mahfuz
©2013-paginasarabes®