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Las cinco leyes del oro

cinco leyes del oro

Si pudieras escoger entre un saco lleno de oro y una tablilla de arcilla donde estuvieran grabadas unas palabras llenas de sabiduría, ¿qué escogerías?

Al lado de las vacilantes llamas de una hoguera alimentada con arbustos del desierto, los morenos rostros de los oyentes brillaban, animados por el interés.

-El oro, el oro -respondieron a coro los veintisiete presentes. El viejo Kalabab, que había previsto esta respuesta, sonrió.

-¡Ah! -continuó, alzando la mano-. Escuchad a los perros salvajes a lo lejos, en la noche. Aúllan y gimen porque el hambre les corroe las entrañas.

Pero dadles comida y observad lo que hacen. Se pelean y se pavonean. Y después siguen peleándose y pavoneándose, sin preocuparse por el mañana.

Exactamente igual que los hijos de los hombres. Dadles a escoger entre el oro y la sabiduría: ¿qué hacen?

Ignoran la sabiduría y malgastan el oro. Al día siguiente, gimen porque ya no tienen oro.

El oro está reservado a aquellos que conocen sus leyes y las obedecen.

Kalabab cubrió sus delgadas piernas con la túnica blanca, pues la noche era fría y el viento soplaba con fuerza.

-Porque me habéis servido fielmente durante nuestro largo viaje, porque habéis cuidado bien de mis camellos, porque habéis trabajado duro sin quejaros a través de las arenas del desierto y porque os habéis enfrentado con valentía a los ladrones que han intentado despojarme de mis bienes, esta noche voy a contaros la historia de las cinco leyes del oro, una historia como jamás habéis escuchado antes.

¡Escuchad, escuchad! Prestad mucha atención a mis palabras para comprender su significado y tenerlas en cuenta en el futuro si deseáis poseer mucho oro.

Hizo una pausa impresionante. Las estrellas brillaban en la bóveda celeste.

Detrás del grupo se distinguían las descoloridas tiendas que habían sujetado fuertemente, en previsión de posibles tormentas de arena.

Al lado de las tiendas, los fardos de mercancías recubiertos de pieles estaban correctamente apilados.

Cerca de allí, algunos camellos tumbados en la arena rumiaban satisfechos, mientras que otros roncaban, emitiendo un sonido ronco.

-Ya nos has contado varias historias interesantes, Kalabab -dijo en voz alta el jefe de la caravana-.

En ti vemos la sabiduría que nos guiará cuando tengamos que dejar de servirte.

-Os he contado mis aventuras en tierras lejanas y extranjeras, pero esta noche voy a hablaros de la sabiduría de Arkad, el hombre sabio que es muy rico.

-Hemos oído hablar mucho de él -reconoció el jefe de la caravana-, pues era el hombre más rico que jamás haya vivido en Babilonia.

-Era el hombre más acaudalado porque usaba el oro con sabiduría, más de lo que cualquier otra persona lo hizo anteriormente.

Esta noche voy a hablaros de su gran sabiduría tal como Nomasir, su hijo, me habló de ella hace muchos años en Nínive, cuando yo no era más que un joven.

Mi maestro y yo nos habíamos quedado hasta bien entrada la noche en el palacio de Nomasir.

Yo había ayudado a mi maestro a llevar los grandes rollos de suntuosas alfombras que debíamos mostrar a Nomasir para que éste hiciera su elección.

Finalmente, quedó muy satisfecho y nos invitó a sentarnos con él y beber un vino exótico y perfumado que recalentaba el estómago, bebida a la que yo no estaba acostumbrado.

Entonces nos contó la historia de la gran sabiduría de Arkad, su padre, la misma que voy a contaros.

Como sabéis, según la costumbre de Babilonia, los hijos de los ricos viven con sus padres a la espera de recibir su herencia.

Arkad no aprobaba esta costumbre. Así pues, cuando Nomasir tuvo derecho a su herencia, le dijo al joven:

“Hijo mío, deseo que heredes mis bienes. Sin embargo, debes demostrar que eres capaz de administrarlos con sabiduría.

Por tanto, quiero que recorras el mundo y que demuestres tu capacidad de conseguir oro y de hacerte respetar por los hombres”.

“Para que empieces con buen pie, te daré dos cosas que yo no tenía cuando empecé; siendo un joven pobre, a amasar mi fortuna”.

“En primer lugar, te doy este saco de oro. Si lo utilizas con sabiduría, construirás las bases de tu futuro éxito”.

“En segundo lugar, te doy esta tablilla de arcilla donde están grabadas las cinco leyes del oro. Sólo serás eficaz y seguro si las pones en práctica en tus propios actos”.

“Dentro de diez años, volverás a casa de tu padre y darás cuenta de tus actos. Si has demostrado tu valor, entonces heredarás mis bienes.

De no ser así, los daré a los sacerdotes para que recen por mi alma y pueda ganar la buena consideración de los dioses”.

Así pues, Nomasir partió para vivir sus propias experiencias, llevándose consigo el saco de oro, la tablilla cuidadosamente envuelta en seda, su esclavo y caballos sobre los que montaron.

Los diez años pasaron rápidamente y Nomasir, como habían convenido, volvió a casa de su padre, que organizó un gran festín en su honor, festín al que estaban invitados varios amigos y parientes.

Terminada la cena, el padre y la madre se instalaron en sus asientos ubicados en la gran sala, semejantes a dos tronos, y Nomasir se situó frente a ellos para dar cuenta de sus actos tal como había prometido a su padre.

Era de noche. En la sala flotaba el humo de las lámparas de aceite que alumbraban débilmente la estancia.

Los esclavos vestidos con chaquetones blancos y túnicas batían el húmedo aire con largas hojas de palma.

Era una escena solemne. Impacientes por escucharle, la mujer de Nomasir y sus dos jóvenes hijos, amigos y otros miembros de la familia se sentaron sobre las alfombras detrás de él.

“Padre, empezó con deferencia, me inclino ante vuestra sabiduría.

Hace diez años, cuando yo me encontraba en el umbral de la edad adulta, me ordenasteis que partiera y me convirtiera en hombre entre los hombres, en lugar de seguir siendo el simple candidato a vuestra fortuna”.

“Me disteis mucho oro. Me disteis mucha de vuestra sabiduría.

Desgraciadamente, debo admitir, muy a pesar mío, que administré muy mal el oro que me habíais confiado.

Se escurrió entre mis dedos, ciertamente a causa de mi inexperiencia, como una liebre salvaje que se salva a la primera oportunidad que le ofrece el joven cazador que la ha capturado.

El padre sonrió con indulgencia”.

“Continúa, hijo mío, tu historia me interesa hasta el mínimo detalle”.

“Decidí ir a Nínive porque era una ciudad próspera, con la esperanza de poder encontrar buenas oportunidades allí.

Me uní a una caravana e hice numerosos amigos.

Dos hombres, conocidos por poseer el caballo blanco más hermoso, tan rápido como el viento, formaban parte de la caravana”.

“Durante el viaje, me confiaron que en Nínive había un hombre que poseía un caballo tan rápido que jamás había sido superado en ninguna carrera.

Su propietario estaba convencido de que ningún caballo en vida podía correr más deprisa.

Estaba dispuesto a apostar cualquier cantidad, por muy elevada que fuera, a que su caballo podía superar a cualquier otro caballo en toda Babilonia.

Comparado con su caballo, dijeron mis amigos, no era más que un pobre asno, fácil de ganar”.

“Me ofrecieron, como gran favor, la oportunidad de unirme a ellos en la apuesta. Yo estaba entusiasmado por aquel proyecto tan emocionante”.

“Nuestro caballo perdió y yo perdí gran parte de mi upo. El padre rió.

Más tarde descubrí que era un plan fraudulento organizado por aquellos hombres, y que viajaban constantemente en caravanas en busca de nuevas víctimas.

Como podéis suponer, el hombre de Nínive era su cómplice y compartía con ellos las apuestas que ganaba.

Esta trampa fue mi primera lección de desconfianza”.

“Pronto recibiría otra, tan amarga como la primera. En la caravana, había un joven con el cual me unía la amistad.

Era hijo de padres ricos como yo y se dirigía a Nínive para conseguir una situación aceptable.

Poco tiempo después de nuestra llegada, me dijo que un rico mercader había muerto y que su tienda, su valiosa mercancía y su clientela estaban a nuestro alcance por un precio muy razonable.

Diciéndome que podríamos ser socios a partes iguales, pero que primero tenía que volver a Babilonia para depositar su dinero en un lugar seguro, me convenció para que comprara la mercancía con mi oro”.

“Retrasó su viaje a Babilonia, y resultó ser un comprador poco prudente y malgastador.

Finalmente me deshice de él, pero el negocio había empeorado hasta tal punto que ya no quedaba casi nada aparte de mercancías invendibles y yo no tenía más oro para comprar otras.

Malvendí lo que quedaba a un israelita por una suma irrisoria”.

“Los días que siguieron fueron amargos, padre. Busqué trabajo pero no encontré ninguno, pues no tenía un oficio ni una profesión que me hubieran permitido ganar dinero.

Vendí mis caballos. Vendí a mi esclavo.

Vendí mis ropas de recambio para comprar algo que llevarme a la boca y un lugar donde dormir, pero el hambre se hacía sentir cada vez más”.

“Durante aquellos días de miseria, recordé vuestra confianza en mí, padre.

Me habíais enviado a la aventura para que me convirtiera en un hombre, y estaba decidido a conseguirlo.

La madre ocultó su rostro y lloró tiernamente”.

“En aquel momento me acordé de la tablilla que me habíais dado y en la que habíais grabado las cinco leyes del oro.

Entonces leí con mucha atención vuestras palabras de sabiduría y comprendí que si primero hubiera buscado la sabiduría, no hubiera perdido todo mi oro.

Memoricé todas las leyes y decidí que cuando la diosa de la fortuna me volviera a sonreír, me dejaría guiar por la sabiduría de la edad y no por una juventud inexperta”.

“En beneficio de los que están aquí sentados, voy a leer las palabras de sabiduría que mi padre hizo grabar en la tablilla de arcilla que me dio hace diez años…”

Por G.S. Clason

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