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Regreso a la guerra – Un teatro para tiempos sombríos

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Hay un lugar, la Maison de la Poésie, que se encuentra en el distrito III de París, lindante por el norte y el este con los X y XI, distritos modestos, menos monumentales, aunque no menos históricos, que otros de la capital francesa, y que han alcanzado repentinamente la celebridad desde la semana pasada.

Mientras en la Bolsa bajan las acciones de las grandes corporaciones hoteleras y de las líneas aéreas, estas calles animadas y mestizas recobran su pulso y su colorido, hecho con tonos de piel diversos, lenguas plurales y orígenes remotos. La Maison de la Poésie, en el Passage Molière, en la rue Saint-Martin, ha cerrado sus puertas durante el pasado fin de semana. Reabiertas el lunes, se ha celebrado un debate sobre “los niños de los libros”, al que ha seguido una lectura de poemas de Anna Ajmátova con un fondo musical de violonchelo y piano. Sucede que tras su humilde fachada hay variados espacios en los que se realizan actividades simultáneamente, a diario, otorgando un sentido “curioso, audaz y acogedor” al propio nombre de la institución, según palabras de su director, Olivier Chaudenson. Entre los actos programados en los próximos días figura uno en el que tomará parte François Koltès, hermano del dramaturgo Bernard-Marie, de cuya muerte se cumplirán veinticinco años en 2016.

En su breve vida Koltès escribió sobre temas poco gratos al oído del francés y en general del hombre de Occidente, particularmente sobre el tema colonial. Que el hombre de Occidente ama el orden, y que se imagina habitante de un mundo de ensueño en el que el petróleo debería estar a nuestra disposición siempre en abundancia y a buen precio, son cosas que Koltès sabía, como sabía que no puede garantizarse lo anterior si se prescinde de algunas de nuestras guerras familiares, esas viejas guerras que tienen lugar a miles de kilómetros y que a veces nos provocan una mueca de repugnancia a la hora de la cena, cuando vemos las noticias. Sabía bien Koltès que estas guerras nuestras a veces requieren aliados sospechosos e incluso indeseables, y por eso escribió sobre uno de los asuntos que más ofenden al oído del francés corriente, esa OAS que cometió más de dos mil asesinatos, la mayoría de ellos de musulmanes. E igualmente sabía Koltès que estas guerras lejanas, de un modo u otro, acaban siempre por comparecer en nuestras calles y plazas, en nuestros cafés y nuestros teatros. Por eso escribió Regreso al desierto.

Koltès era un poco en las letras y el teatro francés lo que en las letras y la música americanas era Jim Morrison, al que se daba un aire. Ambos murieron en París, y si en vida la distancia que había entre dos de sus temas favoritos es la que hay entre Argelia y Vietnam, la que hay entre sus domicilios actuales es la que separa el cementerio de Montmartre del de Père Lachaise.

A finales de la primavera pasada se publicó en Francia L’affaire Koltès, de Cyril Desclés, último de los libros hasta ahora que se ha acercado a la controversia de este hombre con su país y con el teatro. Desclés, que es escenógrafo, ha construido este libro a partir del conflicto surgido en 2007, cuando la Comédie-Française volvió a poner en escena Regreso al desierto. Sucedió entonces que el beneficiario de los derechos de autor, François Koltès, se negó a renovar el contrato, alegando para ello su desacuerdo con la elección de uno de los actores a causa de su origen étnico. El autor del libro ha investigado pacientemente las razones de la polémica, así como el modo en que fue divulgada por los medios de comunicación, dando como resultado una hermosa reflexión acerca de lo que significa el acto de la puesta en escena, y también acerca de los derechos y deberes de los herederos de una obra artística.

El causante involuntario de la controversia fue el personaje de Aziz, que en la obra es el criado árabe de la familia francesa protagonista. Aziz muere en un atentado de la OAS, y Koltès, por motivos políticos, tanto como por otros éticos y estéticos, dejó claro su deseo de que el personaje fuera interpretado por un actor árabe, el cual debía decir una parte de su papel en su propia lengua. A ello se refirió abundantemente en las entrevistas que fueron recogidas en el volumen Une part de ma vie, que publicó en 1999 Editions de Minuit. En el montaje de la Comédie-Française el personaje fue asignado a Michel Favory, actor entre cuyos muchos atributos no figura el de ser de ascendencia árabe. Con motivo de la defensa de la voluntad de su hermano, François Koltès se vio entonces envuelto en un airado debate en el que llegó a acusársele de racismo, que concluyó (aparentemente) en los tribunales y que fue mucho más allá de lo referido a la puesta en escena de una obra teatral. En él tomaron parte no sólo gentes del teatro, como Patrice Chéreau, el habitual escenógrafo de las obras de Koltès, sino también gran número de periodistas, editorialistas y tertulianos de los que pueblan en la actualidad nuestro mass media global.

Con respecto a esta polémica, que finalmente se resolvió por vía de una mediación y de común acuerdo, el dramaturgo Georges Lavaudant escribió en Le Monde:

“Que una mujer haga el papel de un hombre, un alto el de un bajo, un sueco el de un griego, o un negro el de una blanca, son cosas que enriquecen y relativizan extraordinariamente las interpretaciones y embellecen el arte del teatro. El actor puede interpretarlo todo… Pero, casualmente, siempre es el papel de los árabes el que se sacrifica. Y eso, Bernard-Marie Koltès no lo quería. Él quería que en cada una de sus obras un negro o un árabe estuviera presente en escena, y esto, en su caso, es a la vez política, amor, ontología, estética… Ya hemos experimentado todo eso con Genet y Beckett, lo conocemos bien. Pero en Koltès hay algo más que es central, que es decisivo como parte del deseo de un teatro que no lo interpretan sólo blancos civilizados para otros blancos civilizados”.

Y Lavaudant añade:

“Algunos opinan que hoy en día las indicaciones retrógradas de Koltès han sido superadas, que esa clase de discriminación positiva era sin duda útil cuando escribió sus obras, pero que ahora Francia ha sido capaz de llevar a cabo su conversión al multiculturalismo y que, por tanto, este tipo de controversia ya no es relevante… Pero debo confesar que yo no comparto este entusiasmo. Koltès quería introducir algunos cambios en el teatro, y el principal de ellos es el color de la piel”.

En este contexto, la Dirección de Música, Danza y Teatro encargó entonces un estudio de las tareas y propuestas necesarias para asegurar “una mayor y mejor visibilidad de los diferentes componentes de la población francesa en las artes escénicas”. A día de hoy, no se conocen los resultados de dicho trabajo.

La acción de Regreso al desierto se sitúa en Metz en 1961, durante la guerra de Argelia. Después de quince años, Mathilde ha tenido que huir de Argel con sus hijos y se halla de vuelta en su ciudad natal, donde encuentra a su hermano, Adrien, quien dirige un negocio familiar. La casa está rodeada por un muro que ha hecho levantar Adrien, el cual mantiene reuniones secretas, a fin de realizar un atentado, con personas notables de la ciudad, entre ellas el prefecto de policía. La relación entre los hermanos, que siempre ha sido difícil, empeora tras su reencuentro, de lo que son testigos y copartícipes los hijos de ambos. Mientras Fatima, la hija de Mathilde, tiene visiones en el jardín, donde se encuentra con la primera y difunta mujer de su tío, los chicos se encomiendan a Aziz, el joven criado árabe, para que les conduzca a los cafés y burdeles de la ciudad. En uno de ellos, hallándose en su interior Aziz y los hijos de Mathilde y Adrien, estalla una bomba, la cual, además de sus víctimas, tiene la propiedad de hacer que Mathilde y su hermano inicien una especie de reconciliación.

Regreso al desierto es una obra sobre la identidad y sobre el colonialismo. Aziz, al que llaman “el árabe”, no se considera árabe; y cuando a Mathilde intentan hacerle ver dónde están sus raíces, ella contesta: “¿Qué raíces? Yo no soy un árbol”. Como toda reflexión sobre el colonialismo, lo es también sobre los valores imperantes en nuestra sociedad occidental y sobre la violencia que ésta ejerce, y que tarde o temprano se vuelve contra ella. Artífices de esta violencia son Adrien y el resto de los notables de la ciudad, además de un paracaidista negro, personaje episódico que en su único parlamento anuncia: “Amo esta tierra, burgués, pero no me gusta la gente que la habita. ¿Quién es el enemigo? ¿Eres un amigo o un enemigo? ¿A quién debo defender y a quién debo atacar? Como no sé dónde está el enemigo, dispararé contra todo lo que se mueva”.

La obra fue estrenada en 1988 en el Festival de Otoño de París, habiendo sido dirigida en aquella ocasión por Patrice Chéreau y contando entre sus intérpretes con Jacqueline Maillan y Michel Piccoli. Una producción de esta obra actual y tristemente profética ha estado en gira por Francia hasta hace unas semanas. Responsable de la misma ha sido Arnaud Meunier, quien ha dicho de ella que es “una invocación de nuestra memoria colonial y de sus zonas sombrías, una pieza sobre nuestra culpabilidad, sobre aquello que no queremos asumir y que preferimos olvidar”. Ambientada en una población rural de la Francia de hoy, dominada por la extrema derecha, la obra adquiere tintes de comedia negra. Para Meunier Regreso al desierto “es un ovni, una mezcla de comedia y drama, de intimismo y de gran historia, de realismo y fantasía”. Una farsa, diríamos nosotros, que viene a ser la forma más valiente de representar la aridez de la realidad.

Por José Ramón Martín Largo
Con información de La República Cultural

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