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Furia y fanatismo del E.I en Palmira

La antigua ciudad de Palmira en Siria
La antigua ciudad de Palmira en Siria

Cuando los romanos, con base en el canon de la arquitectura clásica, construyeron Palmira, ornaron sus monumentos de forma tal que la vida y la muerte quedaran fundidas y confundidas en la piedra. El huevo y la flecha, adoptados entonces como símbolos de esa dualidad humana, dejaban traslucir el genio de un imperio celoso de su poder, aunque dispuesto a respetar credos y tradiciones ajenas. Política que imitaron los turcos omeyidas a mediados del siglo VII, cuando se toparon con una cuidad en decadencia, pero todavía orgullosa de su pasado esplendor.

No se le ocurrió al sultanato ponerles fuego a sus templos, demoler sus magníficas columnatas, secar sus fuentes o destruir las estatuas que, pese al paso del tiempo, permanecían allí en pie. Dejaron intactas las estructuras de sus fundadores y las presencias bizantinas, con la intención, eso sí, de ponerle ellos también sello distintivo a la llamada «Perla del Desierto». Construyeron un minarte en dirección a La Meca dentro del templo de Bel y, de acuerdo con la tradición oral, el emir Fakhr-al-Din, diez siglos más tarde, mandó erigir un castillo en la colina más alta de la ciudad histórica.

En medio del desierto sirio y a horcajadas de dos imperios, el romano y el persa, Palmira gozó de un estatus especial. Podía ser considerada la puerta de entrada del Mediterráneo, para aquellas caravanas llegadas del Lejano Oriente, o la de salida para los comerciantes que, venidos del Mare Nostrum, tenían como meta la lejana China. Se equivocaría, con todo, quien la identificase con un lugar de tránsito. Sus habitantes eran hombres del desierto muy particulares. Las arenas que los rodeaban no les impidieron construir barcos y lanzarse a navegar el Éufrates hasta el océano Índico.

Dos exploradores británicos -a la vez arquitectos-, Robert Wood y James Dawkins, redescubrieron Palmira para los europeos a través de un libro, ricamente ilustrado, que fue editado en doble volumen en 1753, Las ruinas de Palmira. Esa fascinación que los ingleses encontraron en los desiertos del Cercano Oriente comenzó con aquellos dos curiosos trotamundos londinenses y terminó con Lawrence de Arabia, el mismo que calificó a otra de las joyas arquitectónicas de esas latitudes, el Krak des Chevaliers, como «el más impresionante» castillo del mundo. En 1813, con una túnica del lugar como único vestido y montada en un magnífico caballo árabe, lady Hester Stanhope fue la primera mujer del viejo continente en visitar las ruinas. Sus compatriotas, que llevan la monarquía en las entrañas y han soñado desde la cuna en clave imperial, no tardaron en denominarla «la reina del desierto».

Los árabes o, si se prefiere, los sirios, no necesitaron imitar a los británicos. Tenían en su historia a una reina legendaria, Zenobia, que en el siglo III d.C. se había permitido desafiar a Roma. Tras armar ejército, cruzar Palestina y proclamarse en Egipto la sucesora de Cleopatra, sería derrotada y tomada prisionera por el emperador Aureliano.

La ciudad de las palmeras, que lleva la impronta del barroco helenístico y el estilo árabe local, se halla amenazada ahora por los jihadistas de Estado Islámico (EI), que días pasados hicieron volar el templo de Baalshamin (dios del cielo fenicio) casi por completo. De su parte cerrada –la Calla– y de las columnas que la circundaban nada permaneció en pie.

Late en esta atroz simplificación del islamismo la creencia de que todo arte simbólico resulta una blasfemia enderezada contra las enseñanzas del Profeta y, por tanto, debe desaparecer de la faz de la Tierra. El extremismo que practica EI a expensas de sus enemigos políticos se extiende, por necesidad lógica, al mundo de la cultura. Su militancia, al asumirse en correspondencia con un mandato de sangre divino, explica la razón de que primero asesinaran al curador arqueológico de Palmira y, acto seguido, dinamitaran un templo «sacrílego». Con esta particularidad no siempre reconocida: para ellos las formas demoníacas del arte incluyen tanto las colosales estatuas del Buda como los bajorrelieves asirios; las ciudades romanas como las deidades babilónicas; las fortalezas medievales de las Cruzadas como los cultos «degenerados» del Islam. La enemistad absoluta -para citar la frase de Carl Schmitt– en esto no hace distingos.

Las ruinas tienen la particularidad de que, si se les presta atención, nos cuentan sus secretos milenarios. Si acaso fueran reducidas a escombros, Palmira callaría para siempre.

Por Vicente Massot (Politólogo y ensayista)
Con información de La Nación

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