Firdussi y el Shah-nameh
—Venerable Firdussi, ¿cómo está la buena ciudad de Tüs? —preguntó el-Biruni.
Firdussi tomó algunas almendras de los numerosos platos colocados en la gran bandeja central, de cobre cincelado, antes de responder con cierto cansancio:
—El río de Harat sigue desafiando al sol y los contrafuertes de Binalud dominan, todavía, el mausoleo del amado Harum el-Rashid. La ciudad de Tüs está bien.
—¿Y las tortugas? —se apresuró a preguntar el hermano menor de Alí—. Se dice que allí algunas son tan grandes como carneros y que…
—Hijo mío —interrumpió Abd Allah—, atribuiré a la juventud la insignificancia de tu pregunta. Esta noche tenemos la suerte de tener bajo nuestro techo a uno de los mayores poetas de nuestra historia y sólo se te ocurre preguntarle noticias de su ciudad. ¡Pregúntale, mejor, sobre la colosal obra que está redactando! ¿Sabes, al menos, de lo que hablo?
Mahmud, turbado, movió la cabeza.
—De un poema, hijo mío. Pero de un poema que, por su importancia, desafía la imaginación.
Inclinándose hacia Firdussi, preguntó:
—¿De cuántos versos se compone?
—Hoy tiene treinta y cinco mil. Pero estoy sólo a la mitad.
Impresionado, Alí preguntó a su vez:
—Me han dicho que te inspirabas en el Khvatay-namak, una historia de los reyes de Persia desde los tiempos míticos. ¿Es cierto?
—Exactamente. Y la traducción de ese texto escrito en pahlavi, me plantea grandes problemas.
—¿Cuándo piensas terminar la obra?
—Lamentablemente, no antes de diez años. Habré trabajado, pues, casi treinta y cinco. ¡Pero, a fin de cuentas, sólo representa un grano de arroz comparándolo con la eternidad!
Un murmullo de admiración recorrió a la concurrencia.
—Treinta y cinco años de escritura… —murmuró el músico—. Si tuviera que hacer vibrar mi laúd durante tanto tiempo, creo que acabaría cantando solo. Me pregunto de dónde saca el hombre la energía necesaria para llevar a cabo tan prodigiosos trabajos.
Firdussi hizo un ademán evasivo.
—Del amor, hermano mío, sólo del amor. Emprendí la obra por los ojos de mi única hija. Vendiendo el texto a uno de nuestros príncipes, pensé obtener para ella una dote conveniente. Lamentablemente, la dote ha ido transformándose en herencia.
—¿Has decidido ya el título que darás al poema?
—El Shah-nameh… El Libro de los Reyes. A veces, cuando pienso en el largo camino que me aguarda, un estremecimiento de temor invade mi espíritu. Por lo tanto, cambiemos de tema: maestro el-Biruni, háblanos del emir. ¿Es cierto que su salud se deteriora cada día más?
—Es cierto. Y nadie lo comprende.
—¡Está rodeado de analfabetos, de lagartos apergaminados!
Señaló a Alí.
—Y, sin embargo, allí tenéis a quien podría arrancar a Nuh de las garras de la enfermedad. ¿A qué aguardan para venir a buscarle? Tú, maestro el-Biruni, que conoces los secretos de la corte, debes de saberlo.
—Lamentablemente, sé tanto como vosotros. No han desdeñado los consejos de sabio alguno. Cuando propuse los servicios de tu hijo, sus rostros se cerraron como si hubiera injuriado el Santo Nombre del Profeta. No comprendo su actitud.
Firdussi movió la cabeza con tristeza.
—Envidia, estupidez… Son hombres que sólo sirven para alargar su cuello, únicamente guiados por su propio interés.
—¿Y el de su paciente? Es absurdo, contraría los sagrados principios de la medicina.
—Sin duda les asusta mi juventud —dijo Alí con una sonrisa.
—¡Querrás decir que les aterroriza! —repuso el-Biruni—. Si, por desgracia para ellos, lograra salvar al soberano, la estancia en palacio de esos vejestorios con turbante disminuiría sensiblemente. Sin embargo, estoy convencido de que no es ésta la única causa de su rechazo; sin duda, debe de existir otra cosa.
—¿Está al corriente el emir de su actitud asesina?
—Nuh el segundo está casi en coma. Apenas si capta todavía los latidos de su corazón.
El-Biruni prosiguió:
—Pero no está sólo en peligro la salud del emir; también lo está su poder.
—Era previsible —dijo Abd Allah—. Desde hace algún tiempo su situación es deudora. Imploró la ayuda de los gaznawíes((, esos turcos piojosos, y la obtuvo. A cambio, se vio obligado a ceder la prefectura de Jurasán a Subuktegin y a su hijo Mahmud, al que llaman ya rey de Gazna. Subuktegin murió, y Mahmud deja ya adivinar un feroz apetito.
Firdussi suspiró:
—Desde la conquista árabe y la caída de los abasíes, corremos hacia el abismo. Nuestra tierra está fragmentada. Samaníes, buyíes, ziaríes, kakuyíes, dinastías y reyezuelos que reinan en plena confusión. Y a la sombra…, el águila turca que se burla de nuestros señores y aprovecha sus divisiones. En realidad, todo esto no habría ocurrido si, para reforzar sus armadas, no hubieran comprado legiones enteras de esclavos, turcos en su mayor parte. Les permitieron instalarse impunemente en los más altos puestos, nombrándoles, a diestro y siniestro, general, escudero o mariscal de la corte, cediendo a todas sus exigencias. En conclusión, nuestros príncipes parieron un dragón que se dispone a devorarles.
—Ah… —suspiró Abd Allah echando hacia atrás la cabeza—, qué clarividente fue el Profeta cuando dijo: «Los pueblos tienen los gobiernos que merecen…»
Todos aprobaron unánimemente las palabras de su huésped. Y la discusión se centró en el incierto futuro de la región.
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