La tentación judía de la inocencia – Iosu Perales
Quienes hemos visitado Cisjordania desde el inicio de la segunda Intifada –septiembre de 2000- hemos podido comprobar los métodos del Estado de Israel para someter al pueblo palestino. Su represión es mucho más que física; tiene un fuerte contenido de humillación, de venganza dirigida a golpear la dignidad, las emociones y el mundo espiritual palestino. Hemos visto en Hebrón como los soldados saqueaban tiendas, arrojaban las mercaderías al centro de la calle y le daban fuego.
Hemos visto amontonamientos de piedras junto a las carreteras que se dirigen al desierto de Judea, allí donde hacía sólo días había aldeas y pueblos hasta que llegaron los bulldozers de los ocupantes. Hemos visto como los soldados israelíes arrancan los nombres de los pueblos palestinos, como para borrarlos del mapa y decir «ya no existen», siguiendo la conducta practicada en las poblaciones arrasadas tras la creación del Estado de Israel para intentar borrar de la memoria cualquier vestigio de presencia palestina.
Hemos visto en Jerusalén como se impide a los palestinos y árabes acceder a zonas que siempre fueron suyas y que en junio de 1967 fueron apropiadas por el Estado sionista. Hemos visto en pleno corazón de la ciudad vieja de Jerusalén la casa –desafiante- que Ariel Sharon tomó como suya para afirmar arbitrariamente la judaización sobre la ciudad que fue siempre multicultural y multireligiosa. Los musulmanes que entran por la Puerta de Damasco y se dirigen a la Mezquita por la vía principal de Tarik el Wadi tienen que pasar por debajo de la casa de Sharon, para más humillación. Hemos visto y padecido los innumerables controles militares que te interrogan, te registran, te atemorizan, siempre con las armas apuntándote.
Hemos visto ciudades palestinas cercadas por tanques en primera fila y por los asentamientos de colonos judíos que dominan las alturas circundantes. Jericó rodeada por ocho asentamientos que vigilan a una población cautiva en pleno desierto. Gaza, franja cercada por alambradas eléctricas y altos muros, donde 6.000 colonos y 12.000 soldados dominan el 40% de su territorio, mientras millón y medio de palestinos viven hacinados en el otro 60%.
Hemos visto lo suficiente como para afirmar que el Estado de Israel utiliza métodos que los nazis desplegaron contra los judíos. Pero durante mucho tiempo callamos para no herir susceptibilidades, para no parecer exagerados. Pero los hechos son los hechos. Las marcas que los soldados israelíes pintan en los brazos de los palestinos y en las puertas de sus viviendas en los días de razzias han conmocionado al mundo. Pero sin marcas, ya los métodos de represión eran y son claramente filonazis. ¿Cómo si no calificar las redadas indiscriminadas en campos de refugiados, en las calles, para una vez detenidos durante horas, días, semanas o meses, nunca se sabe, sin asistencia judicial decidir quiénes son culpables y quienes poner en libertad? ¿Cómo calificar las destrucciones de casas, dejando a familias sin hogar, bajo la acusación o sospecha de que algún miembro forma parte de un grupo de resistencia? Este último método, terrible, es una copia calcada del utilizado por el Imperio británico durante su mandato.
Aspirando al estatuto de víctima eterna el sionismo culpa al contrario incluso de sus propios estragos. La invocación de los males sufridos por el pueblo judío constituye la base de un discurso que pretende un pasaporte de inmunidad perpetua con el fin de ejercer una violencia despiadada, llamada defensiva, sobre sus enemigos palestinos a quienes considera «simplemente árabes que tienen su lugar natural en Jordania». En Consejo de Ministros del gobierno israelí se vota a mano alzada la comisión de asesinatos contra dirigentes palestinos, como si de un acto juramentado se tratara, elevando la decisión a categoría de legítima venganza, ojo por ojo.
El victimismo israelí sólo habla consigo mismo para decir: «Tenemos razón, porque estamos solos en una región enemiga». «Puesto que padecemos tanto los embates del terrorismo palestino somos nosotros los únicos que podemos dictar lo que es justo; nada nos puede ser negado». La previa deshumanización del enemigo permite programar cómo eliminarlo con toda la buena conciencia del mundo. Posición que alcanza la máxima degeneración del que se declara inocente: «Decido, porque me conviene, que siendo como somos los perseguidos de la historia tenemos derecho a matar desde la inocencia». La inocencia se vuelve aquí un ejercicio cínico, violento, ilegítimo, oportunista.
En el mes de octubre de 2002 visité el campo de refugiados de Jabalya en la franja de Gaza. Fue en este lugar donde comenzó la primera Intifada un 9 de diciembre de 1987, lo que es recordado por un monumento hecho con un bidón y unos cuantos palos. Aquella Intifada, en la que fueron asesinados 1206 palestinos -la mayoría de Gaza-, terminó en Jabalya el primero de junio de 1992, día en que los refugiados pudieron iniciar la recogida de montañas de basura que se habían acumulado durante seis años debido a la prohibición israelí de retirarla.
Jabalya, como la franja de Gaza, es el objetivo recurrente del gobierno sionista cuando se trata de tomar venganza. Las incursiones de tanques y de flotillas de helicópteros artillados con misiles, han causado en este campo de refugiados decenas de palestinos muertos, entre ellos un número significativo de jóvenes comprendidos entre los 12 y los 18 años. Los cien mil refugiados de Jabalya viven en un infierno. Sin posibilidades de autodefensa asisten perplejos y encerrados a su propia muerte.
En Jabalya se vive en el límite de la angustia. Cada hora que pasa sin un ataque israelí es un tiempo que se le arranca a la vida. Cuando los militares judíos no tienen claro de dónde proviene el último suicida vuelven sus miradas hacia Jabalya. Así sucedió a finales del año 2002. Jabalaya fue nuevamente atacada como vendetta, en respuesta a un atentado cometido por un palestino en la ciudad norteña de Haifa. ¿Qué pueden hacer los ocupados? ¿Resignarse? ¿Aceptar que los niños y niñas asesinados por soldados medio-locos y palestinófobos eran terroristas? ¿Aceptar que mujeres, algunas embarazadas, y ancianos merecían morir bajo la coartada de la lucha contra el terrorismo? ¿Pueden aceptar los ocupados la constante demolición de sus viviendas?
Recuerdo a un enjambre de niños y niñas de tres o cuatro años deambulando entre los escombros de Jabalya. Condenados a sobrevivir entre la inmundicia, asistiendo a velatorios de otros niños, medio-muertos y medio-hambrientos, acumulan rabia frente al ocupante. Ese ejército ocupante formado de soldados sin escrúpulos que con alguna frecuencia, tiran al blanco por el placer de dar en el blanco sobre estos niñas y niñas. Me acongoja saber que los niños de Jabalya cuando cumplan unos años se prestarán como voluntarios para quién sabe qué atentado en Israel. No tienen nada que perder.
Israel ostenta el record histórico de incumplimientos de resoluciones de Naciones Unidas, después que terminara el apartheid sudafricano. Son docenas las resoluciones incumplidas, siendo las más conocidas la 242 que exige la retirada de Israel a las fronteras de 1967 y la 194 sobre el derecho al retorno de los refugiados. Otras resoluciones exigen el desmantelamiento de asentamientos de colonos; las hay que exigen el fin de la expropiaciones de tierras a palestinos; algunas condenan la anexión unilateral de Jerusalén al estado de Israel. Ninguna de las resoluciones ha sido cumplida. ¿Qué pasa entonces con la autoridad de Naciones Unidas y del Consejo de Seguridad? ¿Dónde está el celo de Washington, Londres y Madrid, para imponer al sionismo el cumplimiento urgente de las resoluciones que le obligan a retirarse de los territorios ocupados? Y, ¿por qué hay tanto interés en ocultar hipócritamente que Israel posee armas nucleares en abundancia?
El 3 de febrero del año 2000 el diputado israelí Issam Makhoul hizo historia en el Knesset (Parlamento). Makhoul afirmó que Israel es el sexto país del mundo en lo que concierne a la cantidad de plutonio de alta calidad en su poder. Añadió: «El mundo sabe que Israel es un gran depósito de armas nucleares, biológicas y químicas» Makhoul reconoció que Israel tiene más de 200 bombas atómicas almacenadas en el desierto de Negev. ¿Se ha dirigido el Consejo de Seguridad a Israel para que destruya sus armas de destrucción masiva? No. Y si lo hiciera Estados Unidos vetaría automáticamente dicha resolución, ya que el asunto que está en juego no es el desarme de Oriente Medio, sino el desarme de Irak como pretexto para cambiar el régimen de ese país, poniendo en su lugar un gobierno vasallo de Estados Unidos que aspira al control del petróleo en el siglo XXI.
Ciertamente, en el fondo el desarme de Irak era irrelevante. No hay pruebas fehacientes de que Sadam Husein tuviera armas de destrucción masiva y, además, casi todos los países que pueden tenerlas las tienen. Fue cinismo puro montar una guerra preventiva por el peligro potencial de Sadam cuando Sharon lo es ya de hecho, ocupando contra las resoluciones de la ONU el territorio palestino a sangre y fuego. Son dos varas de medir que van en descrédito del sistema de Naciones Unidas cuya crisis exige una refundación urgente, so pena de hundirse irremediablemente para gozo del imperio y del imperialismo que habita en los herederos de Morgenthau.
La vida en un checkpoint
Los 150 controles militares israelíes forman una malla que cierra Cisjordania y hacen de la región un inmenso campo de concentración. Actualmente Cisjordania está dividida en 64 enclaves separados, siendo necesarios permisos militares para ir de un sitio a otro. Los checkpoints no conocen la compasión. En ellos mueren niños en brazos de sus madres porque los soldados impiden el paso de ambulancias. En ellos mueren mujeres, desangrándose; ancianos que no pueden llegar a una clínica; jóvenes heridos de bala. Estos controles de la muerte acumulan un record en la violación de los derechos humanos. Soldados entrenados para no hablar, para no oír, para no sentir, sólo conocen el lenguaje de las balas y de las órdenes que dan: ¡un paso más y disparo!
En estos puntos el sionismo muestra un rostro de venganza. Es el deseo de castigar, no el de la seguridad, el que inmoviliza a cientos de miles de palestinos encerrados en sus villas y ciudades. No pueden acudir a sus campos de labranza. No pueden trasladarse a las universidades, a sus centros de trabajo. No pueden visitar a sus familiares. No pueden, no pueden.
Los checkpoints son bloques enormes de cemento que impiden el paso de vehículos y de personas. Son torretas en cuya cima asoman los cañones de las ametralladoras. Son alambradas y sacos terrero. Son soldados cuyos valores humanos han sido neutralizados por una política etnicista, racista y violenta: todo palestino es un árabe enemigo. Matar palestinos en estos controles está permitido. El gobierno dirá que los vigilantes respondieron a una agresión, que temieron por sus vidas, que observaron movimientos muy sospechosos, que los muertos no atendieron a la orden de alto, que lo soldados dispararon al aire con la mala suerte de que aquellos palestinos volaban. Un checkpoint es un chollo para un soldado que busca en la meritocracia hacerse con un lugar en una sociedad a la que acaba de llegar hace unos pocos meses con una mano delante y la otra detrás. Ves a un soldado empujando a una anciana de ochenta años y te entra rabia, vergüenza, ¿qué tendrá en su cerebro este tipo? te preguntas perplejo.
En los checkpoints se pasa miedo. Sobre todo si ha caído la noche. No vayas nunca deprisa. Te detienes a cien metros de distancia de las cabinas desde cuyo interior te apuntan los soldados, no a las ruedas del vehículo ¡te apuntan a ti! con sus fusiles telescópicos. Esperas su señal, puede ser con una luz de linterna, puede ser por megafonía, puede ser con un gesto del brazo que apenas logras ver. Avanzas muy lentamente. Cuando llegas a la altura de las cabinas te ves rodeado de pronto por soldados que te apuntan, por delante, por detrás, por los costados. Te hacen preguntas, de dónde vienes, adónde vas, por qué has ido a donde has ido. Si eres extranjero pasarás el control. Si eres palestino…quién sabe.
La malla militar de los ocupantes tiene mucho que ver con el desempleo del 65% que ahora padecen los palestinos. También con la perdida del ingreso medio familiar de más del 50% Los checkpoints, junto con los toques de queda, constituyen el sistema de una padecimiento cotidiano que resulta invisible para la opinión pública mundial. En los noticieros de televisión y en las páginas de la prensa la dialéctica de la violencia está asociada a los hechos de armas. Siempre he pensado que la mayor violencia es la que no se ve. La que entierra sus muertos en el anonimato. La que destruye la economía familiar. La que impide vivir dignamente. Y son precisamente los cierres de los pueblos, rurales y urbanos, de las ciudades, los que fabrican la bomba más destructiva.
En los checkpoints, a veces la vida, a veces la muerte.
©2011-paginasarabes®