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Sobre el hermetismo – (Alquimia y esoterismo en el Islam) – Hermanubis

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Los Rosacruces fueron propiamente seres que alcanzaron la terminación efectiva de los «pequeños misterios», la iniciación rosacruciana, inspirada por ellos, era una forma particular que se relaciona con el hermetismo cristiano;por tanto,de una manera general el hermetismo pertenece al ámbito de lo que es designado como la «iniciación real». Sin embargo, también sería bueno aportar algunas precisiones sobre este tema, porque, aún allí, se han introducido algunas confusiones, y la palabra «hermetismo» en sí misma es empleada por muchos de nuestros contemporáneos en una forma muy vaga e incierta; con ello no sólo queremos hablar de los ocultistas, para los cuales la cosa es demasiado evidente, sino de otros que, al mismo tiempo que estudian la cuestión con seriedad, pareciera como -tal vez a causa de ciertas ideas preconcebidas- que no se han dado cuenta exactamente de lo que en realidad se trata.

En principio es necesario destacar que esa palabra «hermetismo» indica que se trata de una tradición de origen egipcio, revestida después con una forma helenizada,sin duda en la época alejandrina,y transmitida bajo esta forma,en la Edad Media,al mundo islámico y al cristiano a la vez, y, agregaremos, al segundo en gran parte por intermedio del primero, como lo prueban los numerosos términos árabes o arabizados adoptados por los hermetistas europeos, comenzando por la misma palabra «alquimia» (al-kimyâ). Sería entonces totalmente abusivo extender esta designación a otras forma tradicionales, tanto como por ejemplo lo sería llamar «Kábala» a otra cosa que al esoterismo hebraico; por supuesto, eso no quiere decir que no existan equivalentes, por el contrario esta ciencia tradicional que es la alquimia tiene su exacta correspondencia en doctrinas como las de la India, el Tibet y China, aunque con modos de expresión y métodos de realización naturalmente bastante diferentes; pero desde que se pronuncia el nombre de «hermetismo», con ello se especifica una forma claramente determinada, cuya procedencia no puede ser otra que greco-egipcia.

En efecto, por ello mismo la doctrina así designada es relacionada con Hermes, en tanto que éste era considerado por los griegos como idéntico al Thot egipcio; por otra parte ésto presenta a esta doctrina como esencialmente derivada de una enseñanza sacerdotal, porque Thot, en su función de conservador y transmisor de la tradición, no es otra cosa que la representación misma del antiguo sacerdocio egipcio, ó dicho más claramente, del principio de inspiración «suprahumana» de la cual este tenía toda su autoridad y en nombre de la cual formulaba y comunicaba el conocimiento iniciático.



No se podría ver allí la menor contradicción con el hecho de que esta doctrina pertenezca propiamente al dominio de la iniciación real, porque debe ser dado por supuesto que, en toda tradición regular y completa, es el sacerdocio quien, en virtud de su función esencial de enseñanza, confiere igualmente las dos iniciaciones, directa o indirectamente, y quien así asegura la efectiva legitimidad de la iniciación real en sí misma, relacionándola a su principio superior, de la misma forma que el poder temporal no puede extraer su legitimidad más que de una consagración recibida de la autoridad espiritual.

Dicho esto, el principal problema que se plantea es éste: ¿ésto que se ha mantenido con el nombre de «hermetismo» puede ser visto como constituyendo una doctrina tradicional completa en sí misma? La respuesta sólo puede ser negativa, porque allí no se trata estrictamente más que de un conocimiento no metafísico, sino sólo cosmológico, por otra parte entendiendo esta palabra en su doble aplicación «macrocósmica» y «microcósmica», porque surge por sí mismo que, en toda concepción tradicional, hay siempre una estrecha correspondencia entre esos dos puntos de vista, no es entonces admisible que el hermetismo, en el sentido que ha tomado esa palabra desde la época alejandrina y mantenido desde entonces, represente, aunque fuese a titulo de «readaptación», la totalidad de la tradición egipcia, tanto más cuanto que ello sería claramente contradictorio con el rol esencial jugado en ésta por el sacerdocio del que hemos hablado; bien que, a decir verdad, el punto de vista cosmológico parece haber sido allí particularmente desarrollado, al menos en la medida en la que es posible actualmente saber algo de ello y por lo tanto sea poco preciso, y que en todo caso sea eso lo que hay de más aparente en todos los vestigios que de ello subsisten, se trate de textos o monumentos, no hay que olvidar que no puede ser jamás más que un punto de vista secundario y contingente, una aplicación de la doctrina principal al conocimiento de lo que podemos llamar el «mundo intermedio», es decir del dominio de manifestacion sútil donde se sitúan las prolongaciones extracorporales de la individualidad humana, o las posibilidades cuyo desarrollo conciernen propiamente a los «pequeños misterios».

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Podría ser interesante, pero sin duda bastante difícil, investigar cómo esta parte de la tradición egipcia, pudo de alguna manera aislarse y conservarse en una forma aparentemente independiente, luego incorporarse al esoterismo islámico y al esoterismo cristiano de la Edad Media (lo que por otra parte no podría haber hecho una doctrina completa), al punto de devenir verdaderamente parte integrante de una y otra, y proporcionarles todo un simbolismo que, por una conveniente transposición, ha podido hasta servir a veces de vehículo a verdades de un orden más elevado.



No queremos entrar aquí en esas consideraciones históricas demasiado complejas; sea lo que fuere de este problema particular, recordaremos que las ciencias de orden cosmológico son efectivamente aquellas que, en las civilizaciones tradicionales, han sido sobre todo patrimonio de los Kshatriyas o de sus equivalentes, mientras que la metafísica pura era propiamente, como ya hemos dicho, la de los brahamanes, a veces se han podido constituir corrientes tradicionales incompletas, reducidas a esas únicas ciencias separadas de su principio trascendente, y hasta, tal como lo indicamos antes, desviadas en el sentido «naturalista», por negación de la metafísica y desconocimiento del carácter subordinado de la ciencia «física», tanto como del origen esencialmente sacerdotal de toda enseñanza iniciática, y más particularmente la destinada al uso de los Kshatriyas.

Eso no quiere decir que el hermetismo constituya en sí mismo una desviación tal o que implique algo de ilegítimo, lo que evidentemente habría hecho imposible su incorporación a formas tradicionales ortodoxas; pero es necesario reconocer que bien puede prestarse a ello por su misma naturaleza y a poco que se presenten las circunstancias favorables a esta desviación; por lo demás ese es el peligro de todas las ciencias tradicionales cuando son cultivadas por sí mismas, perdiendo de vista su relación con el orden principal. La alquimia, que se podría definir como siendo la «técnica» del hermetismo, es «un arte real», si por ello se entiende un modo de iniciación especialmente apropiado a la naturaleza de los Kshatriyas; pero eso marca precisamente su lugar en el conjunto de una tradición regularmente constituida, y, además es necesario no confundir los medios de una realización iniciática, sea los que sean, con su objetivo, el que en definitiva es siempre el puro conocimiento.

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Por otro lado, es necesario desconfiar de una cierta asimilación que a veces tiende a establecerse entre hermetismo y «magia»; incluso si se lo toma en un sentido diferente del que se le da de ordinario, es de temer que esto que no es sino un abuso del lenguaje, provoque confusiones irritantes. En sí misma, la magia no es más que una de las más inferiores entre todas las aplicaciones del conocimiento tradicional, y no vemos que pueda haber la menor ventaja en evocar la idea de ello cuando en realidad se trata de cosas que, aún siendo contingentes, son sin embargo de un nivel notablemente más elevado.

Además, puede que haya allí otra cosa que una simple cuestión de terminología mal aplicada: en nuestra época, esa palabra «magia» ejerce sobre algunos una extraña fascinación, y, como ya hemos señalado, la importancia acordada a tal punto de vista, sería hasta intencionado, esto está también ligado a la alteración de las ciencias tradicionales separadas de su principio metafísico; ese es sin duda el principal escollo con el cual corre el riesgo de chocar toda tentativa de reconstitución o restauración de tales ciencias, si no se comienza por lo que es verdaderamente el comienzo en todas sus referencias, es decir por el principio mismo, que al mismo tiempo es también el fin en vista de lo que todo el resto debe ser normalmente ordenado.

Otro punto sobre el cual hay que insistir, es la naturaleza puramente «interior» de la verdadera alquimia, que es propiamente de orden psiquico cuando se la toma en su aplicación más inmediata, y de orden espiritual cuando se la transpone en su valor superior; allí está en realidad, lo que le da todo su valor desde el punto de vista iniciático. Esta alquimia no tiene entonces absolutamente nada que ver con las operaciones materiales de una «química» cualquiera, en el sentido actual de esa palabra; casi todos los modernos se han descuidado extrañamente en lo anterior, tanto aquellos que han querido erigirse en defensores de la alquimia como los que, por el contrario, se hicieron sus detractores; y este descuido es aún menos excusable en los primeros que en los segundos, quienes, al menos, jamás han pretendido la posesión de un conocimiento tradicional cualquiera.

No obstante es bien fácil ver en ocasiones a los antiguos hermetistas hablar de los «sopladores» y «quemadores de carbón», en los cuales es necesario reconocer a los verdaderos precursores de los químicos actuales, por tan poco halagüeño que sea para estos últimos; y, hasta en el siglo XVIII, no falta un alquimista como Pernety que subraye en toda ocasión la diferencia entre la «filosofia hermética» y la «quimica vulgar».



Así, como muchas veces lo hemos dicho mostrando el carácter de «residuo» que tienen las ciencias profanas en relación a las ciencias tradicionales, lo que ha dado nacimiento a la química moderna, no es para nada la alquimia, con la cual no tiene ninguna relación real la «hiperquímica» imaginada por algunos ocultistas contemporáneos; en eso sólo hay una deformación o una desviación, surgida de la incomprensión de aquellos que, profanos desprovistos de toda calificación iniciática e incapaces de penetrar en cualquier medida el verdadero sentido de los simbolos, tomaron todo al pie de la letra, siguiendo la acepción más exterior y el más vulgar de los términos empleados, y, a continuación creyendo que en todo ello no se trataba más que de operaciones materiales, se lanzaron a una experimentación más o menos desordenada, y en todo caso bastante poco digna de interés desde más de un punto de vista.

Igualmente en el mundo árabe, la alquimia material siempre ha sido muy poco considerada, a veces hasta asimilada a una especie de brujería, mientras que, por el contrario, se tenía en mucho honor a la alquimia «interior» y espiritual, a menudo designada con el nombre de kimyâ es-saâdah ó «alquimia de la felicidad».

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Por otra parte, eso no quiere decir que sea necesario negar la posibilidad de las transmutaciones metálicas, que ante los del vulgo representan la alquimia; pero es necesario reducirlas a justa importancia, que en suma no es más grande que la de las experiencias «científicas» cualesquiera, y no confundir cosas que son de un orden totalmente diferente; hasta a priori no se ve porque no podría ocurrir que tales transmutaciones sean realizadas por procedimientos que simplemente surgen de la química profana (en el fondo, la «hiperquímica» a la que siempre hacemos alusión no es otra cosa que una tentativa de ese tipo).

Sin embargo hay otro aspecto del problema: el ser que ha llegado a la realización de ciertos estados interiores puede, en virtud de la relación análoga del «microcosmo» con el «macrocosmo», producir exteriormente los correspondientes efectos; es entonces perfectamente admisible que quien ha alcanzado un cierto grado en la práctica de la alquimia «interior» sea capaz por ello mismo de cumplir transmutaciones metálicas u otras cosas del mismo orden, pero ello a título de consecuencia totalmente accidental, y sin recurrir a ninguno de los procedimientos de la pseudialquimia material, sino únicamente por una especie de proyección hacia afuera de las energías que contiene en sí mismo.

Por otra parte hay, también aquí, una distinción esencial a hacer: puede que en ello sólo se trate de una acción de orden psíquico, es decir de la puesta en acción de influencias sutiles pertenecientes al dominio de la individualidad humana, y podría decirse que eso es alquimia material, si se quiere, pero operando por medios totalmente diferentes de los de la pseudoalquimia, que exclusivamente se relacionan con la zona corporal; o bien, para un ser que haya alcanzado un grado de realización más elevado, puede tratarse de una acción exterior de verdaderas influencias espirituales, como la que se produce en los «milagros» de las religiones, y sobre lo que anteriormente hemos dicho algunas palabras.

Entre esos dos casos, hay una diferencia comparable a la que separa la «teúrgia» de la magia (bien entendido que, volvemos a insistir, no sea de la magia de lo que tratamos aquí, de modo que sólo indicamos esto a título de comparación), ya que esta diferencia es, en suma, la misma que puede hacerse entre el orden espiritual y el orden psíquico; si los efectos aparentes son a veces los mismos en uno y otro caso, las causas que los producen no dejan de ser por ello menos profundamente y totalmente diferentes.



Por otra parte agregaremos que quienes realmente poseen tales poderes se abstienen cuidadosamente de exhibirlos para asombrar a la multitud, y hasta generalmente no hacen ningún uso de ello, al menos fuera de ciertas circunstancias particulares donde su ejercicio se encuentra legitimado por otras consideraciones.

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Sea lo que fuere, lo que es necesario no perder nunca de vista, y lo que está en la misma base de toda enseñanza verdaderamente iniciática, es que toda realización digna de ese nombre es de orden esencialmente interior, aun si ella es susceptible de tener en el exterior cualquier género de repercusiones. De ello el hombre sólo puede encontrar los principios en sí mismo, y lo puede porque lleva en él la correspondencia de todo lo que existe, porque es necesario no olvidar que, siguiendo una fórmula del esoterismo islámico, «el hombre es el símbolo de la Existencia Universal», y si alcanza a penetrar justo hasta el centro de su propio ser, allí mismo alcanza el conocimiento total, con todo lo que implica por añadidura: «aquel que se conoce a sí mismo conoce al Señor», y conoce entonces todas las cosas en la suprema unidad del Principio mismo, en el cual está «eminentemente» contenida toda realidad.

Con información de Temple Tarragona

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