Dos pequeños – Gibrán Khalil Gibrán
Dos pequeños
El príncipe estaba de pie en el balcón de su palacio, y dirigiéndose a la inmensa multitud allí reunida.
-Dejadme que ofrezca a vosotros y a esta vasta nación afortunada -dijo- mis felicitaciones por el nacimiento del nuevo príncipe que llevará el nombre de mi noble familia, y de quien es justo que os enorgullezcáis. Es el nuevo portador de esta ilustre estirpe, y de él depende el gran futuro del reino.
¡Cantad y sed dichosos!
La voz de la multitud embargada de dicha y agradecimiento, colmaba los cielos de jubilosas melodías, recibiendo al nuevo tirano que ceñiría en sus cuellos el yugo opresor, gobernando a los débiles con autoritaria crueldad, explotando sus cuerpos y devorando sus almas. A ese destino atroz el pueblo elevaba sus cánticos, y brindaba extasiado por la salud del nuevo emir.
En ese mismo momento otro niño abría los ojos a la vida del reino. Mientras la muchedumbre glorificaba a los poderosos y se empequeñecía alabando a un déspota en cierne, y mientras los ángeles del cielo vertían lágrimas sobre la debilidad del pueblo y el servilismo de sus gobernantes, una mujer enferma meditaba. Vivía en una vieja casucha semi-destruída, y a su lado, en un burdo lecho y envuelto en harapientos pañales, su bebé recién nacido sé moría de hambre. Era una pobre y desdichada joven desdeñada por la humanidad; su, esposo había muerto víctima de la opresión real, dejando a una solitaria mujer a quien Dios había enviado esa noche un diminuto compañero, que le impidiera trabajar y ganarse el sustento.
Cuando la muchedumbre se dispersó y el silencio ganó el vecindario, la infortunada mujer acunó al niño en su regazo y contempló su rostro, llorando sobre él como si fuera a bautizarlo con lágrimas. Y con voz debilitada por el hambre, miró al niño y le dijo:
-¿Por qué has abandonado el mundo espiritual y has venido a compartir conmigo las amarguras de la tierra? ¿Por qué has dejado a los ángeles y el vasto firmamento y has venido a habitar esta mísera tierra de humanos, plena de agonía, opresión y crueldad? Nada tengo para ofrecerte excepto lágrimas; ¿te alimentarás de lágrimas y no de leche? No tengo mantos de seda para arroparte; ¿acaso podrán mis pobres brazos desnudos darte calor? Los animales pequeños pastan en los prados y regresan a salvo a sus establos; y las aves pequeñas recogen las semillas y duermen plácidamente en las ramas de los árboles. Pero tú, amor mío, tan sólo tienes una desvalida madre que te ama.
Entonces llevo la boca del pequeño hasta su mustio seno y lo rodeó fuertemente con sus brazos, como si quisiera fundir los dos cuerpos en uno, como antes. Elevó lentamente sus encendidos ojos al cielo y gritó:
-¡Dios, ten piedad de mis infortunados compatriotas!
En ese momento las nubes dejaron entrever el rostro de la luna, cuyos rayos se colaban por los intersticios de aquella humilde morada, cayendo sobre ambos cuerpos.
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