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Los artistas ilustrados del Quijote de Ibarra

El Quijote esculpido en la imprenta por Joaquín Ibarra en 1780 es toda una Arquitectura.

El Quijote esculpido en la imprenta por Joaquín Ibarra en 1780 es toda una Arquitectura. Cada letra, número, blanco o final de capítulo es un espacio habitado. El impresor humanista de la magna obra «la cuidó con un magisterio verdaderamente excepcional», detalla  Delfín Rodríguez, catedrático de Historia del Arte y crítico . Fueron siete años de una hercúlea labor —desde 1773— colectiva de artistas, grabadores, pintores y dibujantes maestros de (y en) la Ilustración. También participaron la Calcografía Nacional y la Imprenta Real.

Se decidió que el Quijote que iba a ver la luz en el taller de Joaquín Ibarra tuviera 33 ilustraciones y dos frontispicios. De los dibujos se encargaron artistas formados en la Academia de Bellas Artes de San Fernando en torno a los discípulos de Mengs y de Bayeu, el maestro de Goya. El dibujo de Cervantes (aquí, a su derecha) que abre el Quijote de Ibarra lo culminó José del Castillo, «pero Antonio Carnicero también intervino buscando retratos del autor. Se conocían hasta entonces dos pintados, uno de ellos de la época del propio Cervantes, luego trabajado por Alonso del Arco. De ahí deriva esta imagen de Cervantes», explica Delfín Rodríguez. Francisco Pacheco, suegro de Velázquez, dibujó a don Miguel, como también lo hizo un artista aficionado, poeta e intelectual sevillano, Juan de Jáuregui. Con todos esos mimbres se codificó el mejor retrato posible de Cervantes para el Quijote de Ibarra.

Magisterio académico

Antonio Carnicero y José del Castillo realizaron la mayor parte de los dibujos que ilustran las escenas del Quijote elegidas por los académicos de la Real de Bellas Artes. Y junto a ellos, otros pintores como José Brunete, Gregorio Ferro, Jerónimo Antonio Gil —fundador de la Academia de Bellas Artes de San Carlos de México, en 1778— tras dejar hechos susdeberes quijotescos, y Bernardo Barranco. En el Quijote de Ibarra vuelcan su magisterio siete grandes artistas de la época.

Y en la segunda parte del Quijote una lápida conmemorativa dedicada a Cervantes es obra de uno de los arquitectos de la Academia de San Fernando más importantes del siglo XVIII: Juan Pedro Arnal, que fue profesor y traductor de obras de arquitectura enormemente importantes, subraya Delfín Rodríguez: «Todos estos artistas se conocían muy bien, y así tanto Arnal, como arquitecto, y Gil, como grabador, participaron en la obra de las “Antigüedades árabes de España”, que fue encargada a José de Hermosilla, y en la que también intervino un joven Juan de Villanueva recién llegado de Roma». Se convierten así, detalla el crítico de arte , en difusores por toda Europa, a las puertas del Romanticismo, en pleno periodo neoclásico, de las antigüedades árabes de España: «Son artistas ilustrados con relaciones muy intensas con escritores, intelectuales y las elites políticas de la propia Monarquía».

Máxima exigencia

Dieciséis prensas y un centenar de trabajadores poblaban el taller de Joaquín Ibarra. La misma exigencia para la selección de los artistas fue la que aplicó Ibarra en el donoso escrutinio de sus oficiales y aprendices, a los que no admitía si no domeñaban en latín y atesoraban sufiente cultura general. Los oficiales, prensistas y cajistas que habrían de imprimir el Quijote eran examinados con lupa por el propio Ibarra. El edificio cervantino, mimado al detalle, como las ilustraciones y los grabados. Joaquín Ibarra, el ingeniero que humaniza el Quijote, es para Delfín Rodríguez «el gran impresor español. Ibarra ideó toda una tipografía de letras, la Arquitectura de la página, mayúsculas, minúsculas… es como proyectar un edificio, el Quijote como una gran casa excepcional».

En la impresión y en la ilustración del Quijote de Ibarra se vigiló el rigor de las composiciones para no caer en los anacronismos de ediciones pasadas. Cada lámina debía presentarse a la Real Academia para su aprobación. «Surgía la necesidad imperiosa de hacer, por fin, una edición cuidada, corregida, atenta filológicamente a las fuentes conocidas. Era una necesidad institucional de la Monarquía y de la Academia de fijar un texto en las mejores cualidades y calidades posibles», concluye Delfín Rodríguez.

Por A.Astorga

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