Homo religiosus
Un par de lectores me dicen que tales altibajos son normales dependiendo del tiempo y la geografía. En Europa decrece la creencia, pero en Vietnam y Taiwán aumenta; incluso hay vocaciones para los seminarios y noviciados religiosos. No lo niego. Y, sin ir tan lejos, es más llamativo que, después de más de cincuenta años (72) de dictadura comunista atea, de pronto aparecen Gorbachov, Yeltsin y Putin rodeados de jerarcas de la Iglesia ortodoxa y, en San Petersburgo, los templos ortodoxos están llenos.
La Enciclopedia Británica, el año 2000, asignaba un 85% de la población global a los creyentes en alguna religión y un 15% de agnósticos y ateos. De ese 85% de creyentes, la religión actualmente más numerosa con mucho es el cristianismo, casi la mitad, 2.200 millones, muy por encima de la segunda, el islam, 1.300 millones; del hinduismo, 1.000 millones, o del budismo, 500. Además, las estadísticas dan, a pesar de todo, al cristianismo un crecimiento anual medio del 1,5. La religión parece estar lejos de desaparecer de la especie humana, incluido, o sobre todo, el cristianismo.
Y, sin embargo, también parece que el mundo moderno, la secularización de la sociedad que ha relegado a la religión a un plano muy secundario, está aumentando el número de ateos y agnósticos prácticamente ateos. Pero no es la secularización en sí misma la causa. Si lo fuera, no se daría este contrasentido que tan bien reconoce Salvador Giner: “Hoy en día, países enteros y de gran tamaño, como la India, son oficialmente seculares. Su propia Constitución lo proclama. Resulta que la secular India es uno de los países con más riqueza cultural religiosa del mundo, con mayor población devota (1.000 millones), dentro de una inmensa variedad de cultos creencias y fes. Sigue siendo, además, fuente de inspiración para gentes de otros países”. Geor Simmel demostró cómo la secularización no logra eliminar los ligámenes religiosos del ser humano y su veneración al Ser Supremo o Absoluto.
El ateísmo declarado de Sigmund Freud, Bertrand Russell y, sobre todo, de científicos como el zoólogo de Oxford, Richard Dawkins, azote de la religión, ateo militante, desde su El espejismo de Dios (2006), traducido a 35 lenguas y del que se han vendido más de tres millones de ejemplares, hacen mella en algunos creyentes: “Ciencia y religión no pueden ser compatibles”. Pero como él mismo acaba de reconocer: “Muchos científicos piensan que sí”. Hoy puede darse el caso de que los científicos increyentes hagan públicamente gala de serlo, mientras los creyentes se muestren más reservados. Pero eso no quiere decir que aquellos sean más ni mayores científicos. La fe no puede probar la verdad de su objeto, por eso es fe. Pero tampoco el increyente puede probar la inexistencia del mismo. El ateo afirma que no hay Dios, sin embargo, no puede probar su inexistencia. En el fondo, cree que no existe.
Max Weber supone que el “desencantamiento del mundo” (desaparición de la magia, del chamanismo, etc.) se extenderá a la religión. Pero esta es hoy muy crítica y, aunque siempre pueden quedar supersticiones, las creencias falsas o tontas son claramente desechadas.
A pesar de que, por todo esto, en un futuro próximo siga descendiendo en nuestro entorno europeo el número de creyentes, también dentro del cristianismo, estoy convencido de que la religión no desaparecerá, no solo porque 6.000 millones y pico de creyentes son muchísimos y pueden ir creciendo, sino por un lazo intrínseco entre lo religioso y la especie humana.
Intrigado desde mi primera juventud por el fenómeno religioso, sometí a severa introspección mi sentimiento en cuanto tal. Consciente de que si hubiera nacido en China sería casi seguro budista, o hindú de haber visto la luz en la India, recobré el “asombro” y “estupor”, la “admiración” y “misterio” primitivo y original que ya el artista de Altamira, 13.000 años antes de Cristo, experimentó y plasmó abstractamente en la roca, signo de su religiosidad; algo similar nos transmitió el artista de Lascaux.
El estudio de las culturas antiguas, los sumerios del cuarto milenio antes de Cristo; los acadios, sus sucesores en Mesopotamia; el Gilgamesh, la epopeya más antigua (2000 antes de Cristo); los egipcios… muestra la naturalidad con que aflora lo religioso, en cierto contraste con lo asombroso de su origen. El romano Petronio, princeps elegantiarum, talló su sentencia: “Primus in orbe Deos fecit timor” (El temor fue el primero en el mundo que creó a los dioses).
Hace más de cincuenta años que leí a conciencia la monumental obra de Rudolf Otto, Das Heilige -lo sagrado, lo santo- (1917). Otto observa, en lo más íntimo de la esfera de lo religioso de todos los pueblos primitivos, la presencia de lo que él llama y describe como numinoso, misterioso, el misterium tremendum, sin embargo no atemorizante, que si por una parte retrae, dada la grandeza de su asombro y la propia pequeñez, por otra, atrae, fascina y seduce, a la vez que llena de energía, vida, fuerza, voluntad y actividad afectiva: el hontanar perenne de la religiosidad humana, lo que hace que el homo sapiens sea a la vez homo religiosus, como si tuviéramos un instinto innato para creer en causas en determinados casos sobrenaturales. Mi conclusión razonada es que la religión no desaparecerá y que una mundialidad agnóstica o atea es utopía.
La permanencia de la religión y, en concreto, del cristianismo ¿beneficiaría a la sociedad? Es cierto que no hay correlación entre fe en tal divinidad y buena conducta y nunca la fe en Dios es garantía de que sus creyentes se abstendrán de cometer delitos y hasta crímenes. Algo que vale también para la increencia de ateos y agnósticos.
Ciñéndome ahora al cristianismo, religión dominante en el mundo y todavía entre nosotros, me ha sorprendido una afirmación del Papa Francisco (el título de Papa fue común a los obispos y solo después se restringió su uso, y entre Romano Pontífice, sucesor de Pedro o Vicario de Cristo, el más cristiano me parece, aunque largo, el de Servus servorum Dei, Siervo de los siervos de Dios). El día de la Inmaculada, en 2014, afirmó: “La Iglesia no crece por proselitismo sino por atracción. Hay que salir a curar heridas”. Afirmación muy válida y fecunda aún más allá de su reducido contexto.
Ciertamente, no es atractiva una Iglesia de espíritu cerrado, enrarecido por un ambiente de culpa, castigo y miedo, en el que las prohibiciones y los noes dominan el sistema, en el que parece existir una barrera entre las jerarquías y los fieles, clérigos y laicos, los dos géneros, y están cerradas las ventanas a la esperanza y alegría, etcétera. Atrae, por el contrario, una Iglesia de espíritu abierto, aligerado de mil accesorios inútiles, de cuestiones incomprensibles, comenzando por las palabras; un espíritu centrado en lo capital -hay que creer solo lo que hay que creer-, espíritu abierto a comprender las dificultades reales de la vida y debilidades de las personas, a curar heridas, algunas causadas tal vez por la vieja misma Iglesia, espíritu cercano de paz y alegría para ayudar sin reserva con la presencia, palabra y acción en el amplísimo campo de todo lo auténticamente humano.
Y todo esto no para hacer crecer la Iglesia, sino para ser la Iglesia. En la actualidad, en esta sociedad plenamente secularizada puede brotar espontáneamente, o sugerido por una palabra amiga, el asombro de la transcendencia del origen sin concretos ropajes religiosos. Una de las conquistas de la modernidad ha sido el derecho de cada cual a ser cada cual. Un derecho que pocas veces ejercemos.
Durkheim pensaba que el papel principal de las religiones era asegurar la cohesión social de la sociedad. Esto lo logra hoy la sociedad laica democrática en un Estado político aconfesional que acoge las opciones agnósticas y ateas, así como las religiosas, pero sin identificarse con ninguna de ellas.
Esto supuesto, la religión y, en concreto, la Iglesia católica, la más numerosa entre nosotros, además de atender a sus propios fieles puede hacer oír su voz en el espacio público, aunque quede relativizada, incorporada al juego sociopolítico del pluralismo. Pero además tiene el deber de poner su autoridad moral con sus medios al servicio de la sociedad en que vive, “sierva de los siervos de Dios”, aunque no se reconozcan tales.
Esta Iglesia atrayente -“mirad cómo se aman”, decían de ella- debe propagar practicando a través de todas sus instituciones (lo que ya hace en muchas de ellas: sus colegios, universidades, Cáritas, parroquias…) todos los derechos y valores auténticamente humanos, como la sacralización de la vida, la dignidad de la persona, la libertad, la paz, mejorar la convivencia, el uso de la palabra y los acuerdos… En una palabra. ayudar a mejorar la calidad de vida de todos los mortales, creyentes o increyentes, de mi bando o del contrario. Ayudar a hacer la vida más fácil, más risueña y si es posible más feliz.
Por José Ramón Scheifler
Con información de:Deia
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