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¿Por qué escribes Mahmud Darwish?

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¿Por qué cantas? Esta es la brutal pregunta que el inquisidor dirige al cantor en uno de mis poemas. La respuesta es también brutal: porque canto.




Evidentemente, la pregunta que se me hace no tiene nada en común con la que el inquisidor dirige al prisionero cantor. No puedo, pues, responder de la misma manera: porque escribo. Creo que nuestro objetivo es procurar un diálogo para suprimir en parte el velo de ambigüedad que envuelve a la escritura.

No sé por qué escribo. Tal vez porque estoy implicado en un proceso desde hace bastante, a un ritmo que no me ha dejado tiempo para interrogarme sobre la utilidad de un hobby que se ha convertido en profesión, ni sobre la posibilidad de sustituirlo por otra actividad.

La escritura supone el tormento de la creación para el escritor y el placer para el lector. Pero no hay que engañarse al respecto. Pues el escritor, por medio de un proceso extremadamente complejo y profundamente intimista, se vuelve a apropiar de ese placer. Es ese placer el que le hace tomar conciencia de su utilidad, es decir, de su existencia, le proporciona la fuerza para afrontar ese largo y laborioso diálogo con la hoja en blanco, y atenúa la impresión de librar un combate absurdo contra un espacio en blanco de donde saldrán los puentes que le unirán a los otros.

Escribo poesía y escribo prosa, y mis motivaciones, ciertamente, no son las mismas. Cuando escribo prosa, soy consciente de que dirijo un mensaje al lector con el fin de provocar su reacción o de suscitar en él determinados sentimientos.

Cuando escribo mis poemas no siento la misma necesidad, pues establezco un diálogo conmigo mismo. De hecho, escribo para mí mismo, para comprenderme mejor o incluso para liberarme de un peso que me agobia. Mi poesía es una queja que no se dirige a nadie. Más aún: excluyo conscientemente al lector del espacio secreto entre ese yo y ese yo mismo en el transcurso del proceso poético. Para mí, la poesía puede ser también una actividad lúdica, escribo a veces como si fuera un juego, sí, como si fuera verdaderamente un juego. Pero me he preguntado a menudo: ¿podría proseguir esta queja y este juego si no hubiese un lector? Evidentemente, no.

Cuando miro hacia atrás esa poesía que ha dejado de ser un secreto personal, pero que se ha convertido -si me atrevo a decirlo- en un producto estético que se extiende hacia el dominio de lo público, constato que mi verdadera motivación no era otra que el deseo del poeta hacia su Andalucía… si no, ¿cómo explicar la melancolía de la poesía, su brote en dos direcciones antinómicas: el pasado y el futuro? La poesía no es otra cosa que la búsqueda de una Andalucía posible, una Andalucía que renace en el espíritu y en el corazón. De ahí emerge esa alegría secreta del poeta, alegría que no proviene de lo real sino de la creación, alegría de ver que las palabras captan lo imposible.




Pero la pregunta persiste: ¿por qué escribo? Quizá no tengo ya otra identidad, otro amor, otra libertad, otra patria, u otra razón, para aceptar el proyecto de vida que heredé sin haber sido consultado. No puedo asentir ciegamente ante este destino. Quiero dar forma a mi destino, determinar su sentido, y es la escritura, la que en su fondo y en su forma, alimenta esta voluntad. ¿Puede tener un escritor el coraje, después de un largo camino, tras la experiencia del fracaso, de plantearse la elección siguiente: la escritura o el suicidio? Se trataba con toda probabilidad de compensar una pérdida a través de la poesía. Cuando el amor, la patria, el tiempo o la belleza se me escapan, es a través de la escritura como los reencuentro… como restablezco la unión con las paredes del mundo que se derrumban en mi interior. ¿Seré el poeta de los derrumbamientos, que pasa su vida reconstruyendo lo que se derrumba dentro de sí mismo y a su alrededor por medio de la escritura? Probablemente. Yo no lo he querido, pero soy el producto de mi historia y de mi pasado personal. Jamás quise, ni pretendí, edificar en la poesía, o construir en la lengua, una patria para los palestinos. Pero ¿consciente o inconscientemente, no es lo que hago?.

El Fénix Mortal
Mahmud Darwish

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