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El gran viaje de Cristina Morató

Beduinos (Siria). "Estoy en la tienda de unos nómadas beduinos, año 2005, en el desierto sirio, cerca de Palmira. Mi llegada fue un acontecimiento; las jóvenes -poco acostumbradas a ver europeas- me pedían perfume, barra de labios o colorete. Nos comunicamos por gestos." ©El Mundo
Beduinos (Siria). «Estoy en la tienda de unos nómadas beduinos, en el desierto sirio, cerca de Palmira. Mi llegada fue un acontecimiento; las jóvenes -poco acostumbradas a ver europeas- me pedían perfume, barra de labios o colorete. Nos comunicamos por gestos.» ©El Mundo

Hace más de 20 años Cristina Morató inició un gran «viaje» para conocer a aquellos zulúes, masais, pigmeos y demás etnias que, siendo niña, descubrió en un libro de su padre. Esta fascinación, unida a su espíritu aventurero, le ha llevado a recorrer el mundo en busca de esos pueblos «primitivos». La reportera y escritora  relata en este artículo sus experiencias y da testimonio de la lucha de estas comunidades por mantener su identidad frente a la invasión del mundo «civilizado».

Mi interés por la vida y las costumbres de los pueblos mal llamados primitivos se remonta a mi niñez. Recuerdo que en la biblioteca de mi padre había un grueso volumen de tapa de piel dura y letras doradas titulado Las razas humanas. En su interior aparecían los retratos de nativos originarios de África, América y Oceanía. Eran magníficas fotografías en blanco y negro de hombres y mujeres que posaban algunos desnudos con sus lanzas y escudos de guerra, otros con sus elaborados trajes ceremoniales que les identificaban como miembros de su tribu. Tanto los aguerridos zulúes, como los esbeltos masais o los pigmeos de las selvas africanas eran tachados sin distinción de «pueblos fieros, peligrosos y salvajes».

A mis ojos, estos hombres que llevaban una vida nómada y salvaje en lugares remotos e inhóspitos y que cubrían sus cuerpos con brillantes telas, pieles o tatuajes, lejos de parecerme bárbaros, me resultaban fascinantes. El libro, publicado en 1920 y que todavía conservo como una reliquia, reflejaba en sus textos racistas y llenos de errores cómo el mundo occidental veía a todo ser humano que no fuera de piel blanca y perteneciente a un país civilizado.

Entonces ignoraba que un día, gracias a mi profesión de reportera, tendría la posibilidad de convivir con indios cunas, mayas y quechuas, y de entender el significado de los complicados diseños geométricos de sus magníficos vestidos o sus mágicos rituales, que se remontaban a tiempos milenarios. Más adelante, en mis viajes descubriría que todos estos pueblos tenían algo en común: el orgullo por su rica cultura, el respeto a sus tradiciones y su lucha permanente por mantener sus señas de identidad ante la amenaza de la cultura occidental.

Vagabundear

Llevo más de 20 años recorriendo el mundo con mi cámara de fotos y realizando reportajes en distintos países de América Latina, África o Asia. Casi siempre, mi interés se ha centrado en las mujeres —mayas, quechuas, masais, yao, bubis…— que luchan, a pesar de los conflictos bélicos y la pobreza que les rodea, por preservar sus tradiciones y, muy particularmente, su vestimenta tradicional llena de símbolos. No soy antropóloga, ni etnóloga, tampoco políglota —en ocasiones, el lenguaje de los gestos es el más efectivo para comunicarse—, tan sólo una viajera curiosa y de espíritu aventurero que, en su vagabundear por el mundo, ha aprendido a ser más tolerante y solidaria. Los mayas de Guatemala, los cunas de las islas de San Blas (Panamá) o los masais de las extensas sabanas de Kenia y Tanzania —pioneros en esto de la ecología que está tan de moda— me han enseñado lo importante que es cuidar la tierra, transmitir a los niños el saber de los antepasados y el respeto a los ancianos.

A la pregunta inevitable de lo peligroso que puede resultar para una mujer viajar sola a lugares remotos y convivir con indígenas de otras tribus, mi respuesta es siempre la misma: todo depende de la actitud con la que viajes. Con humildad, respeto y tiempo para convivir con ellos, no hay puerta que se cierre a un extranjero. Si a esto se le añade capacidad de adaptación —no hay que hacerle ascos a la cocina selvática, aunque el menú sea guiso de mono, ni rechazar una hamaca para dormir al raso en medio de la jungla— y no perder nunca el sentido del humor, incluso en las situaciones más adversas, la experiencia suele tener un final feliz.

Todo esto lo ignoraba en mi primer viaje a Centroamérica, allá por el año 1982, cuando con 20 años y mochila al hombro me lancé a recorrer a pie, a caballo y en destartalados autobuses los polvorientos caminos de Nicaragua y Honduras. En aquel viaje, atraída por la cultura maya, recorrí la Sierra de los Cuchumatanes (en Guatemala), dispuesta a convivir con estos indígenas que han sido capaces de preservar sus dialectos, parte de sus rituales y una rica vestimenta, única en América. Un viaje por una carretera de vértigo que desde Quetzaltenango me llevó a mi primer destino, la aldea de Todos Santos Cuchumatán, escondida en un valle y envuelta en brumas.

Descubrimientos

La pensión Flor era el único alojamiento decente, aunque el colchón estuviera lleno de chinches y para ir al baño hubiera que atravesar un patio maloliente hasta unas letrinas imposibles. Finalmente y al descubrir que además de chinches abundaban las garrapatas en las mantas, pasé mi primera noche entre los mayas durmiendo en el banco de la iglesia, con permiso del padre Elías y los murciélagos, dueños y señores de la capilla.

Durante los siguientes 10 años he viajado por estas tierras de Guatemala y los Altos de Chipas ( México) en repetidas ocasiones, fotografiando los rituales, las fiestas y la vida diaria de este pueblo valiente y orgulloso de su rico pasado. He vivido con las mujeres mayas en sus chozas de adobe y paja, compartido sus deliciosas tortillas de maíz recién hechas y el café dulzón de las mañanas. Las he acompañado al río de aguas heladas, donde lavan sus coloridos huipiles (camisas) a golpe de piedra, y las he visto trabajar duro en las milpas donde crece el maíz, su alimento básico y sagrado. He descubierto los lugares secretos, donde las jóvenes purifican sus cuerpos tras dar a luz o donde se esconden cuando tienen la menstruación: primitivas saunas de vapor en habitáculos construidos con piedras en forma cónica.

Ignoro cuántas horas he pasado observando a las jóvenes y a las ancianas mayas sentadas en el suelo mientras tejían pacientemente en sus telares de cintura como hace más de mil años. Empeñada —ingenua de mí— en descifrar el significado de sus diseños de pájaros, flores y figuras geométricas, cuyo secreto no compartirán nunca con una extranjera. En uno de mis viajes a San Mateo Ixtatán, una vieja campesina me susurró al oído: «Cuando no pueda ponerme mi huipil, estaré muerta, porque en este pedazo de tela se encuentra nuestra memoria».

El día que decidí casarme en la aldea maya de Zinacantán, en Chiapas, donde realicé un amplio reportaje sobre sus coloristas textiles, sabía que estaría para siempre unida a este pueblo. A la ceremonia, celebrada en la pequeña iglesia colonial, asistieron las gentes de los pueblos cercanos vestidos con sus mejores galas. Tras el banquete multitudinario a base de tamales, guiso de puerco y mucha cerveza, dos ancianas tejedoras me entregaron un inesperado regalo. Era un huipil largo hasta los tobillos de color blanco y adornado con plumas de ave al estilo de las túnicas antiguas aztecas, el espléndido vestido tradicional de boda de las mujeres de Zinacantán. Durante horas bailé con mi traje indígena al son de la música, entre las risas y los aplausos de los asistentes. Por primera vez en toda mi vida sentí que, en aquel instante, formaba parte de ellos y que las barreras culturales habían desaparecido por arte de magia.

Si mi encuentro con la cultura maya me animó a viajar a otros países —como el norte de Tailandia para fotografiar la rica vestimenta de las tribus karen y yao que habitan en los confines de las fronteras con Birmania y Laos—, el descubrimiento de África, en 1983, fue también revelador.

Partos y brujos

El azar quiso que pudiera viajar a Guinea Ecuatorial, acompañando a un grupo de médicos cooperantes y me instalé con ellos en Evinayong, una ciudad en el interior de Río Muni. Cada día visitaba el hospital donde trabajaba el equipo español y en una ocasión me permitieron asistir a un parto. La joven tenía 16 años y había caminado muchos kilómetros desde su aldea para dar a luz en el centro. Cuando el médico desapareció del paritorio me pidió que, por favor, enterrara la placenta de su hijo recién nacido en el jardín. Cumplí el extraño encargo y más tarde me confesó que tenía miedo a que el brujo de su tribu pudiera manipular la placenta y hacer daño al niño. El viaje a la antigua colonia española acabó bruscamente a los tres meses, cuando las autoridades guineanas me acusaron de espía por llevar una cámara de fotos y me expulsaron del país.

Mi segunda experiencia africana fue algo más duradera y fructífera. En 1985 viajé al antiguo Zaire para trabajar como intendente de la Cooperación Sanitaria Española en el hospital de Buta, al norte del país. Mis aventuras no tuvieron el aire romántico de Memorias de África.

Mi labor consistía en dirigir a 20 empleados nativos que, en poco tiempo, me bautizaron como Madame Matata, «mujer problema» en suajili, porque tuve que despedir a algunos de ellos que me robaban gasolina y víveres del almacén. Me pasaba el día intentando que el cocinero bebiera lo mínimo para que no se notara en la excesiva condimentación de los platos y matando a golpes de machete a las serpientes que se colaban en mi casa. Y viajando una vez al mes —por una carretera que, en época de lluvias, era un lodazal— a la ciudad de Kisangani para comprarle a un sirio piezas de recambio de los vehículos de la cooperación, mientras éste trataba de seducirme al tiempo que me hablaba de frenos y embragues.

Cuando a los nueve meses abandoné Buta porque mi contrato había llegado a su fin, comprendí que aquél había sido un viaje que no se repetiría. Había conocido el África real, la del hambre, la pobreza, las injusticias, pero también la de sus gentes solidarias y siempre generosas.

Por Cristina Morató, (periodista y escritora, es vicepresidente de la Sociedad Geográfica Española. Su libro «Las Damas de Oriente» (Plaza&Janés), está dedicado a las grandes viajeras por los países árabes).
Con información de El Mundo

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