La pequeña Armenia dentro de Palermo Soho
Un recorrido por el barrio que eligió la mayoría de los refugiados tras el genocidio; sus comidas y sus costumbres prácticas son cada vez más populares entre porteños.
El máximo luchador de Titanes en el ring, Martín Karadagian, ayudó a despejar la confusión. Cuentan descendientes armenios en Palermo, el barrio porteño que más refugiados recibió, que durante muchos años se los llamó «turcos». No había peor ofensa para un pueblo que soportó un genocidio -estimado en un millón y medio de personas- nada menos que en manos de los turcos. Por eso el popular exponente de lucha libre se hizo llamar siempre «el armenio».
Aclarada la confusión, la comunidad se fue sintiendo cada vez más a gusto: se estima que al menos unos 5000 armenios y sus descendientes viven en lo que podría llamarse «palermian» en tributo a sus apellidos, todos terminados en «ian» (significa «hijo de»). En honor a ellos, el tramo de la calle Acevedo entre Córdoba y Santa Fe lleva el nombre de Armenia desde 1984; hace pocos días el presidente de ese país, Serzh Sargsyan, visitó por primera vez la Argentina y el jefe de gobierno porteño, Mauricio Macri, lo declaró visitante ilustre y le entregó las llaves de la ciudad.
Lucin Katcherian tiene 104 años y es la única sobreviviente en Buenos Aires de aquel genocidio. Lucin, que en armenio significa Luna, fue anotada como Lucía; esas confusiones propias de los empleados públicos de aquellas épocas de inmigraciones. Recibe a LA NACION en el departamento de su hija Elena, en Villa Crespo. También está su hijo Eduardo Khatcherian. «Uno que pasa mal nunca lo olvida. Lo bien, sí. Lo pasamos muy mal sin madre y sin padre. El genocidio no se olvida», dice esta mujer, que se las arregló sola para aprender el idioma cuando llegó a los 15 años (en los papeles, 18 porque sus hermanos le sumaron tres para que fuera mayor de edad).
«Era muy distinto todo, casi salgo y no conozco acá. Cambió completamente Canning», dice. Se refiere a la Avenida Scalabrini Ortiz, exCanning. «Nosotros vivíamos en una casa grande de muchas piezas en Thames 916», dice Lucin. Mientras deja una bandeja con café armenio y galletas, su hija acota: «Vivían en casas tipo chorizo y se alquilaban habitaciones». El aroma a café llena un ambiente que Eduardo empieza a poblar de documentos de su madre, del primer pasaporte, de fotos de ella cuando era joven, de diarios bilingües de la época y de otros actuales.
La Argentina fue el país que más armenios recibió en América latina: se estima que viven aquí unos 100.000. En Buenos Aires la mayoría se instaló en Palermo, también en Flores y Valentín Alsina, en el conurbano. Palermo era de los barrios bajos de la ciudad y los primeros inmigrantes llegaron allí por esa causa; además, en la zona había almacenes que proveían a árabes y griegos de las especias para cocinar. La primera ola de refugiados llegó antes de la Primera Guerra Mundial, entre 1909 y 1914; como consecuencia del genocidio, continuó entre 1922 y 1930 (cuando llegó Lucin). «Me gusta mucho acá. Hay mucha libertad», dice Lucin varias veces.
De aquellos primeros tiempos conserva la convivencia con vecinas italianas y españolas con las que compartían las comidas y eran su familia; los intercambios con griegos y árabes; los tiempos de tejer escarapelas y ayudar a sus cuatro hermanos joyeros; la visita de madrugada del lechero en el carro y el caballo; su casamiento con un sastre: «Conocí a un muchacho muy trabajador, él tampoco tenía a nadie, era armenio, porque antes querían que se casaran armenio con armenio, después ya se mezclaron, lo conocí y me casé, me fijé que era honesto, porque antes enamorar o no enamorar no importaba, él falleció con 79 años».
Eduardo, uno de sus hijos, también fue testigo de un Palermo distinto. «Me crié en la vereda de Canning al 1200; las casas estaban sin llave; las familias se sentaban afuera a charlar; pasaba el tranvía; jugábamos con los vecinos a la pelota en la calle», recuerda. «Era un crisol de razas: armenios, árabes, griegos. Nos enojábamos porque a todos nos metían en la misma bolsa y nos decían turcos. Era ignorancia, pero a nosotros nos ofendía», reconoce. El pueblo armenio conserva la memoria del genocidio y lo transmite en la escuela y en las familias de generación en generación; muchas veces en su idioma, que también preservan.
En la mesa ratona de los Khatcherian hay una antigua revista bilingüe con la crónica de la inauguración de la calle Armenia. En una foto se ve a Eduardo, miembro de la comisión del Centro Armenio, con el intendente de entonces, Julio César Saguier. «Armenia era Acevedo, fue lindo ver el nombre, fueron cosas de gobierno», dice Lucin. Sus hijos asienten, hablan de la emoción de ese día.
Treinta años después, el miembro de la asociación cultural armenia y director de la agencia de noticias de su comunidad, Pablo Kendikian, recorre esa calle y traza un minitour por la «pequeña Armenia» palermitana. Allí están, en medio del ruidoso glamour de Palermo Soho, las huellas de quienes hicieron de este barrio su casa. En Armenia al 1200, la unión compatriótica que convocó a los armenios de la región de Marash; en la esquina de Niceto Vega y Armenia, el Centro Cultural Tardón, que es además cafetería oriental y un teatro; cruzando, ya al 1300, la Unión General Armenia de Beneficencia y su colegio; en frente, la Asociación Tekeyan, que publica el semanario Sardarabad; luego, la catedral San Gregorio el Iluminador y a su lado el colegio; enfrente, la Asociación Cultural Armenia, donde funcionan instituciones deportivas, de beneficencia, una biblioteca, un semanario, una agencia de noticias y otro teatro.
Allí, en el centro neurálgico de la comunidad, se detiene Kendikian, socio con Eduardo Costanian del restaurante Armenia, el primero de comidas típicas en Palermo que funciona en el primer piso de la asociación. Desde ese cálido salón enmaderado, los visitantes se transportan al Monte Ararat en una velada: se viaja a través de la comida especiada, que reproduce recetas milenarias, se viaja al ver bailar a una sensual odalisca y a dos danzarines que muestran sus destrezas hasta con una botella de vino en la cabeza, se viaja al degustar los postres hojaldrados extradulces en contraste con el café negro, molido e impalpable, el mismo que se usa para leer la borra del café, una tradición armenia que se replica en el restaurante.
Más adelante en la misma vereda está el bar Viejo Agump. «En esta vieja casona se congregaban los primeros inmigrantes armenios para charlar de su patria, sus costumbres y recuerdos. Hoy y desde 1992 reúne a todos aquellos que quieran compartir un momento agradable en un lugar cálido lleno de historia», está escrito en cada individual en las mesas del bar. La carta tiene picadas con humus, mutabel, tabule, sarma y queso armenio; para beber, además de lo tradicional, hay cognac armenio y el típico café con borra, que sirven con dos galletas con cereales. Desde una ventana que muestra la cocina, se ve a un joven haciendo panqueques para lehmeyún (empanada abierta con carne picada condimentada con especias orientales y con morrón, tomate y perejil). El mozo, cuando sirve el café, acerca una tarjeta personal con el nombre de una mujer que lee la borra del café. «Le escribís y te cita acá», dice. En el ambiente suena Radio Ga Ga, de Queen; en canal 13, sin volumen, se ve La cocina del show. Otro de los mozos juega con el celular cuando una pareja lo llama: «Dos cortaditos, por favor».
A María Kalpakian su mamá le enseñó la práctica de la «cafeomancia». Ella a su vez la había aprendido de una vecina armenia que estaba en la puerta de su casa leyendo la borra. «Es una alegría el café», dice esta mujer de 80 años. «Mi mamá no me quería enseñar porque decía que la gente me iba a volver loca. A los 40 por fin aprendí. Le insistí diciéndole que ella ya estaba cansada», cuenta María, en su casa en Flores, que colinda con la peluquería de su hijo, un lugar donde circula mucha gente, a veces, demasiada.
Ella ahora sabe que su mamá tenía razón. «A la gente le gusta esa costumbre, es como un jeroglífico a descifrar», dice. Y aclara que ya se da el lujo de rechazar clientes. «Elijo a algunos, ya no lo hago todos los días como antes. La gente viene muy cargada y yo me enfermo. Hay personas muy mal anímicamente y cuando les digo lo que les pasa me cargo yo, me afecta, me pongo nerviosa, me dan palpitaciones, dolores de panza, de cuello».
Describe el ritual: prepara el café molido, le agrega azúcar; una vez preparado lo vierte en un pocillo blanco pequeño y se bebe de a sorbos cortos; al terminar se da vuelta el recipiente y se deja reposar unos minutos para que la borra forme figuras a interpretar: cada figura o símbolo posee un rasgo que lo define. Allí se presenta la malicia, el engaño de una pareja, si se avizora la suerte, un viaje, una desgracia.
Esta práctica pagana arraigada convive con la tradición religiosa del pueblo armenio. El domingo a las once de la mañana, en la catedral Nuestra Señora de Narek se celebra la misa cantada. El templo, con una planta cuadrada y una cúpula cónica luminosa ilustrada con figuras religiosas, se llena de fieles. Toda la ceremonia avanza con canciones en armenio, cuyas letras pueden seguirse en un cuadernillo bilingüe disponible en la entrada. El sacerdote sólo habló en español para dar el sermón. Un nene de unos seis años lee junto a su padre, que le va señalando las frases; otros cantan de memoria en su idioma; una señora llora cuando hablan de los fallecidos recientes, su hijo adolescente la abraza.
«El armenio lleva el cristianismo muy adentro, por eso cuando llega a un lugar lo primero que construye es una iglesia», dice Juan Abadjian, de 74 años, jubilado: su padre fundó, en 1930, la primera panadería armenia, que aún funciona en Scalabrini Ortiz 1317, a dos cuadras de una iglesia. En su panadería, que heredó de su padre y ahora dejó en manos de su hijo Juan Augusto, recuerda los tiempos del horno en el patio, de cuando las vecinas traían su propio relleno para el lehmeyún y recuerda, también, cómo de a poco los panes, las galletas y el resto de sus especialidades armenias les fue empezando a gustar a los «criollos», que ahora son su gran clientela.
Cuenta Juan que los armenios donde van se mimetizan con la cultura del lugar, pero que también conservan la identidad: las comidas, el idioma, la música son sus reparos. «Mi hijo tiene una banda y tocan temas armenios», dice. Y enseguida habla de una debilidad suya: el tango. «Será por todo lo que sufrimos que siento que el tango nos representa».
Por Verónica Dema
Con información de La Nación
©2014-paginasarabes®