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El Genio

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El Genio

Los escaparates del Bazar de las Mil y Una Noches ofrecían un muestrario heterogéneo de insólitas mercancías: diminutos receptores de radio, muñecas de goma de tamaño natural, plantas carnívoras, filtros de amor, emisoras subliminales,piedras preciosas de cualidades hipnóticas, pipas de kif y caftanes que se tornaban opacos o transparentes a voluntad de su propietaria.

Aladino se miró de reojo en un espejo, alisó su revuelta melena y compuso la expresión de un honrado cliente que va a echar un vistazo en el bazar por simple curiosidad.

Luego entró.

A sus dieciséis años había sufrido ya media docena de condenas por hurtos de poca monta, pero no había escarmentado, ni pensaba escarmentar.

Las inalcanzables maravillas del bazar eran una tentación demasiado fuerte para él.

Deambuló con aire indiferente por la planta baja, calculando las posibilidades de echar la zarpa a alguna mercadería de poco volumen y alto precio.

De pronto, una voz cavernosa retumbó a sus espaldas:

No estarás maquinando ninguna herejía, ¿verdad, Aladino?

Un descomunal sij con barba y cabellera de largo metraje y un corvo cuchillo en la cintura lo miraba irónicamente.

¿Cómo podría un pobre infeliz como yo intentar nada sabiendo que su señoría vigila?

No podría

Mira .señaló unas cámaras de televisión que, desde cada ángulo,barrían toda la planta.

El último invento de Sidi David.

Allâh es grande y su sabiduría no tiene límites contestó Aladino, pero conociendo la tacañería de Sidi David le veo a vuecencia pronto pidiendo limosna en una esquina.

¡Anda y córtate las greñas, tío! gritó y salió a escape con el sij resoplando como un búfalo en su cogote.

Aladino dibujó dos rápidos regates y se precipitó escaleras abajo.

Llegó a la planta sótano y se metió en un probador.

A través de las rendijas del biombo comprobó que el furibundo sij se apostaba en la única salida con los brazos cruzados.

Comenzó a sudar.

Si el cancerbero lo agarraba nadie le iba a librar de una paliza histórica.

En mala hora se le había ocurrido mentarle la pelambrera a un sij tan corpulento.

Se sentó en el suelo deprimido y dejó pasar algunos minutos.

Luego volvió a mirar.

El sij seguía allí, paciente y amenazador como un ídolo indostánico.

Pero una nueva complicación se presentó.

Una voluminosa dama dio la vuelta al biombo y entró en el probador con unas prendas en la mano.

Por favor, señora.

No me descubra.

El padre de mi novia me persigue con una tremenda cimitarra.

Qué le habrás hecho tú a tu novia, picarón.

No temas.

Anda, ayúdame a quitarme el sostén.

Favor por favor.

¡Uf, qué alivio!

¡Qué manos tan suaves tienes!

Abróchame esta blusa.

¿No crees que el azul me va mejor con el amarillo?

Dime, ¿no me encuentras atractiva?

Pero, ¿dónde vas desgraciado?

Prefiero la cimitarra, señora.

Aladino salió gateando del probador y se escurrió tras unas alfombras del Turquestán.

A pocos metros, una puerta disimulada en la pared se abrió chirriando, un empleado salió cargado de paquetes y la dejó entreabierta.

Aladino se deslizó por el hueco.

Una escalera tenebrosa se perdía en las profundidades del edificio.

Dudó unos instantes pero, a sus espaldas, la puerta se cerró con un golpe seco y alguien dió dos vueltas a la llave.

Aladino encendió una cerilla y tanteó las paredes hasta localizar un interruptor.

Lo accionó.

La escalera terminaba en un gran almacén abarrotado de mercancías.

A la derecha, una larga hilera de juegos electrónicos ocupaba un lugar preferente.

Lanzó un grito de gozo.

Al menos, mientras se volviera a abrir el recinto, tendría entretenimiento.

Consumió las siguientes dos horas en perfeccionar su técnica de desintegrar extraterrestres y entonces empezó a inquietarse.

No había ninguna razón para pensar que iba a pasar allí el día, pero nadie obligaba a los empleados del bazar a volver al almacén si no tenían que reponer ninguna mercancía.

Exploró la nave.

No parecía haber salida alguna.

Tras un montón de aspiradoras descubrió un curioso artilugio con una gran pantalla y un teclado.

Le picó la curiosidad y manipuló los interruptores.

La pantalla se iluminó y compuso unas letras verdes:

Bienvenido.

Inserte el disco en la ranura número uno.

Aladino miró a su alrededor.

De una caja semicerrada asomaban varios objetos de plástico oscuro.

Escogió uno al azar y lo metió en la ranura.

La pantalla parpadeó perezosamente e informó de que estaba asimilando el contenido del disco.

Aladino se rascó la cabeza intrigado y se preguntó qué clase de pitorreo electrónico sería aquél.

¿Qué aplicación desea escoger? preguntó el artefacto y una aburrida relación se desplegó a continuación:

Facturación

Nóminas

Estadística

Tratamiento de textos.

No parecía muy apasionante.

Aladino volcó la caja y los discos se desparramaron por el suelo, todos idénticos y rutinarios.

Otra caja, cuidadosamente cerrada,reposaba sobre la mesa.

FRÁGIL. TRATAR CON CUIDADO. NO ABRIR SIN AUTORIZACIÓN EXPRESA DE LA DIRECCIÓN rezaba un gran precinto.

Aladino disfrutaba con las prohibiciones.

Sacó una navaja del pantalón, cortó el precinto y desguazó la caja.

Una masa considerable de fibra de vidrio protegía un pequeño recipiente con otra advertencia:

ATENCIÓN. NO ABRIR. MUY PELIGROSO.

Aladino adoraba el peligro.

Se humedeció los secos labios y con sumo cuidado levantó la tapa del envase.

Una gran humareda se esparció por el aire.

Cuando se disipó pudo ver un objeto de forma parecida a los discos desechados, pero de un color indefinido y cambiante.

Lo cogió con la punta de los dedos y lo introdujo en la ranura.

Después se colocó a una prudente distancia de la máquina y se agazapó tras una nevera.

Al cabo de unos segundos, la pantalla lanzó dos deslumbrantes destellos y produjo un extraño galimatías de puntos y rayas que, poco a poco, fue concretándose.

Un rostro macilento, con grandes bolsas bajo los ojos,una larga barba y un aparatoso turbante ocupó toda la pantalla.

Una voz pavorosa,que parecía emerger del suelo del almacén, resonó, multiplicándose en ecos distorsionados:

Soy vuestro esclavo y vuestro siervo. Mandad y os obedeceré.

Aladino abandonó su refugio, se sentó con las piernas cruzadas ante la máquina y dijo:

¿Cuáles son las reglas del juego?

¿Juego?

¿Qué juego?

¿Quién osa burlarse de mí?

Aladino Lucas y no me burlo de nadie, pero tampoco me gusta que se burlen de mí.

Si no eres un juego, ¿qué es lo que eres?

Yo soy un genio dijo la voz con mal disimulado orgullo.

Ya, y ¿qué haces ahí dentro?

Yo no estoy dentro.

Todo está dentro de mí.

La luna, las estrellas, el universo.

Soy continente, no contenido.

Según eso, ¿yo estoy en tu interior?

Sí.

Pruébalo.

La imagen se esfumó y un rumor de laúdes temblorosos, olas moribundas, leños crepitantes, semillas germinando, inundó el almacén.

Las mercaderías se agitaron, movidas por una fuerza descomunal, perdieron su volumen y se extendieron planas, impresas sobre las paredes.

Aladino comenzó a girar sobre sí mismo y, a medida que lo hacía, se desprendió de la gravedad y se encontró flotando.

La voz, íntima y envolvente, volvió a hablar:

¿Y bien?

¿Dónde estoy? dijo Aladino.

Dentro de mí.

¿Dónde estás tú?

En todas partes ¿Me crees ahora?

Sí.

¿Sigues siendo mi siervo?

No tengo más remedio. He sido programado para ello.

Entonces escucha…

Un inmenso oído se dibujó en el aire y se acercó a la boca de Aladino que comenzó a cuchichear.

La voz tronó enfática:

Vuestros deseos se cumplirán.

Una alfombra de cristal sobrevoló Magerit, filtrando los rayos del sol y convirtiéndolos en rayos y centellas.

Aladino, en cuclillas sobre la alfombra, gritaba alborozado mientras las radios, las muñecas, las plantas, los filtros de amor, las emisoras, las piedras preciosas, las pipas de kif y los caftanes atravesaban los cristales de los escaparates del Bazar de las Mil y Una Noches y volaban vertiginosos tras la alfombra.

En el interior del bazar, el sij contemplaba demudado como los pelos de su barba caían en puñados al suelo y se entretejían formando una alfombra en la que en grandes letras se podía leer:

ALADINO.

Por J.Moro

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