Letras mexicanas libanesas: Bosquejando el cedro americano – Rodrigo Cánovas
El primer ejercicio literario sobre la inmigración libanesa en México es realizado por Héctor Azar, en su novela biográfica Las tres primeras personas (Azar, 1977). Siendo eminentemente un hombre de teatro, no es extraño que componga su relato a través de cuadros o escenas fijas, que aparentan ser costumbristas pero que son intervenidas por un lenguaje celebratorio (una abigarrada escenografía) que atraviesa a los cuerpos migrantes dotándolos de visibilidad.
La obra se abre con los testimonios de la partida del bled y de las penurias del viaje de las tres personas migrantes, un gajo familiar compuesto por la hija mayor (Perla, de 11 años), Brillante (de 9 años) y Musa, el padre, hacia el año 1907. A continuación viene el cuadro dedicado a Veracruz (espacio de acogida nutricio, donde se les agasaja con cazuelas en pote de barro) y al Interoceánico (nombre del tren que lleva al grupo hacia el interior). Hasta aquí, el lector entiende que está leyendo un relato documental (incluso aparece una foto del padre y las dos niñas; supuestamente del abuelo y las tías del escribiente), que cubre el desvío migrante de USA a México (se les rechaza la entrada a las hijas), los contactos espontáneos con los libaneses del puerto veracruzano y las primeras imágenes del paisaje campestre mexicano a través de las ventanas del tren.
No obstante, ya en este viaje el mundo comienza a desordenarse en la conciencia de los personajes, apareciendo también cierto desparpajo lingüístico de una voz comunitaria: «La calle principal del pueblo que acabamos de dejar era un atajo de burros entre montañas de mierda, pedazos de carne pegados a una mesa plagada de moscas con un marco de madera y ondas de longaniza enteca haciéndose la payasa, la muy cabrona» (Azar, 1977: 40). Por supuesto que este parlamento no puede estar pronunciado por los recién llegados; siendo una acomodación hecha por una voz familiar actual (dispuesta por el nieto, nacido en este país) que va envolviendo a estos primeros paisanos en el habla coloquial mexicana.
Ya en el siguiente cuadro, entendemos que el formato documental (de registro realista) es un débil tinglado, acaso un esqueleto, sólo necesario para ser rellenado por una experiencia de extravío y asimilación, en la cual el espíritu de la lengua ilumina y traga a esos cuerpos migrantes. El capítulo se denomina «La Gare Saint-Lazare». Sin más, alguien evoca desde el presente su encuentro con un obrero español en París, quien vive con una mujer pronta a ser deportada a América. Desde la noción de distanciamiento, escuchamos la voz de la autoría –«el que esto escribe» (Azar, 1977: 45)–, quien exhibe las dificultades de su proyecto: cómo rescatar a sus parientes, cómo figurarlos, cómo apropiarse de ellos. Escuchemos: «¡Taca! ¡Taca! ¡Ta cabrón! ¡Pariente prójimo del oriente medio! ¡Deja que yo te ame como a mí mismo, pero taca!» (Azar, 1977: 51).Y más adelante continúa: «¡Deja que te corone con las tunas cardonas desde tupida nopalera altiplano y rejega y que te aguantes con el chichicaste de las rosas guadalupanas, únicas que tenemos, por ahora, en las venas y en las arterias que van a dar a nuestro corazón mezcalero y tlachicotón! ¡Salud!» (Azar, 1977:51).
De cómo los descendientes (la tercera generación) se colocan en el lugar de los mexicanos que vieron por primera vez a esos abuelos inmigrantes, de los albures, de las risotadas, de un país que de inmediato los incluye desde la celebración lingüística de esos nombres extraños, tergiversándolos, por cierto; pero también haciéndolos transitar libremente por la primera década del siglo XX, en vísperas del Centenario. Así, frente al nombre propio de Musa, ya comienza el ingenio mexicano a ejercer la herida de la asimilación; único remedio a la orfandad de estos hablantes árabes (con el francés como lengua franca): «–¿Cómo Musa? Ese será nombre de hembra, no de hombre / –Oui, Musa / –Ponle Moisés y que muera el cuento / … / –¿Musa? O manso / –O menso. Tiene cara de pensil» (Azar, 1977: 48).
Los siguientes capítulos se presentan como grandes frisos lingüísticos, en los cuales se exhiben discursos sociales en sus variantes políticas y populares, de un modo festivamente paródico. Así se habla de los destinos de la nación en un lenguaje positivista altisonante (haciéndose un símil con los rasgos físicos del hombre mexicano en «Dibujando la cabeza») y se presenta a las damas de la caridad en los jardines de la Tabacalera Mexicana en un lenguaje farsesco y vociferante (en «El reparto de ropa»).
Son pastiches, la mimesis de la mexicanidad de hace un siglo, ejercicios que abarcan también la escritura de una carta de don Moisés a su esposa Zaide Zenorina. ¿Qué decir, en qué formato, con qué remitente? Leemos una carta escrita en español, dictada al amanuense don José Loreto Trejo (que, de seguro, intervino el texto a nivel lexical y sintáctico), a quien le parece que la misiva es muy sentimentaloide (una interpretación local para la sensibilidad del bled). Más allá de la información del barrio donde viven (en la azotea de la casa del callejón de Manzanares) y del trabajo que ejerce (empleado en una lavandería de unos chinos); es evidente que los datos constituyen aquí un mero decorado ante la pregunta y el desafío sobre cómo escribir una historia familiar, habiendo extraviado la lengua de origen y, además, siendo ya –en el caso del escritor– un mexicano de tomo y lomo.
Y aparece también la atracción y la repulsión por el testimonio (de allí los constantes descalces entre vidas y actuaciones, entre espacios reales y decorados, entre el presente y el pasado; en fin, entre el nieto y el abuelo) y el deseo de construir un texto vanguardista, que sólo se sostenga en el concierto abigarrado de voces híbridas (letradas y populares), que sostendrían y acunarían estos seres llegados de tan lejos. Es como si la autoría los sintiera muy remotos y, sin embargo, fueran parte de su memoria íntima; entonces, lo que tiene que hacer es traducir esa experiencia interior en un lenguaje propio que sea capaz de contener las voces anteriores y del futuro. No es posible rescatarlos en su ser –de allí que presente a estas tres primeras personas de modo lateral y casi silentes–; pero sí desde su descendencia y hacerlos vibrar al ritmo del habla mexicana. Sólo el aprendizaje lingüístico rescata (y funda) el espíritu mexicano-libanés: «Sobre cada curul, un velo de tul; sobre cada hogar hay un holgazán; en los bancos de salitre, los propietarios buitres; para los trabajadores, los explotadores; lo que tenemos y no apreciamos, don Moisés; para la patria que añora, jugar carretas con la locomotora» (Azar, 1977: 88).
El relato toma un vuelco con la presentación de Anna Gould, condesa de Castellane, acaso el único personaje más delineado y acabado de toda la obra. Estamos en Pachuca, donde las tres primeras personas aparecen bajo el amparo de su pariente Slaimei, un libanés tórrido, mantenido de la condesa, con quien comparte los rasgos del oportunismo, despilfarro, sensorialidad y una vena privilegiada para los negocios. Los cuadros que se exhiben hasta la conclusión del texto recrean el espacio institucional provinciano de Pachuca. En «El Simulacro» asistimos a los juegos de guerra realizados en el Colegio Militar ante las autoridades, incluida Ana la chabacana, escuchando la cháchara sobre los planes del Centenario. Luego en «La Antigua Frontera» aparece la condesa con don Rómulo Luna, dueño del negocio de ese nombre, dialogando allí sobre el acontecer nacional (aquí Ana deja conectado a Musa, para pedir mercadería y venderla en las calles como varillero y juglar, junto a su hija mayor).
La siguiente escena (son cuadros sociales, exhibidos desde un lenguaje abigarrado que convierte a los personajes en actores de opereta) se denomina «Malgré Tout», donde se escenifica la disputa de Ana con la Mère Jacqueline (del Colegio del Sagrado Corazón), quien se niega a aceptar a la hija de un inmigrante como pupila. En sordina, escuchamos una ralea de frases que van retorciendo la figura de la madre superiora: «Jacqueline cangrina, purgativa, molina, repelina, tuberculina, prostatina que jamás osó ponerme [a mí, Ana, ex alumna de este colegio] corona de laureles en mis Premios de Excelencia por no sé qué rescoldo vivo» (Azar, 1977: 118). La conexión francesa con lo libanés, el parentesco de credo (la cristiandad) y la educación religiosa que asegura el blanqueo, son dispuestos aquí en diálogos hipócritas y juegos lingüísticos churrierescos que desarman el entarimado ideológico previo a la Revolución.
Siguiendo como hilo conductor a la condesa (Musa y sus hijas aparecen apenas en el reparto), entramos en «El Salón Fumador», una pieza de estar de la condesa –especie de pastiche orientalista–, donde se relaja la élite empresarial de la ciudad, contando entre sus asiduos miembros a Mr. Guifford. Como si lo mexicano se trasvistiera de cierta indolencia y eroticidad provista por elementos extraños y que, sin embargo, se incluyen naturalmente en el escenario local.
Teniendo como telón de fondo «El Volcán Popocatépetl», se presentan dos tipos de discursos: un informe sobre la inmigración libanesa a México, escrito en francés (como sacado de un libro de Historia) y una voz en off, (como si fuera la del nieto), que insta al abuelo a ser un peregrino en el ancho mundo mexicano, bajo la imagen de mestizarse con su paisaje. Voz mexicana actual que pugna por vencer las resistencias de un Musa tradicional, apegado a códigos ancestrales y sólo con el referente francés: «Cuando regreses a tu hogar original lo encontrarás deshabitado y entonces tú serás el verdadero árbol de la noche triste» (Azar, 1977: 141). Aunque en este texto nunca se es muy conclusivo en cuanto a qué aspectos hay que renunciar para la marca mexicanalibanesa .
El cierre es cómico, pintoresco, contradictorio y vital. En un gesto de carnavalización, por cuanto aparece revuelto lo que a nivel normativo se debiera separar, escuchamos al General Marín Ochoa –cuyo nombre original es Tuntún Schuare– inaugurar una nueva cárcel en una edificación que fuera un antiguo convento de las Carmelitas, que tiene como apéndice el negocito de Musa Barba, denominado «El Puerto Libanés». Es como si lo libanés instituyera el orden del Bazar, descubriendo un rasgo caótico en la sociedad edilicia previa a los sucesos de 1910.
Libro experimental, donde compiten formas antiguas y nuevas de representación: el documento y la vanguardia, el realismo y su desfiguración farsesca, las personas y sus impostaciones. Libro biográfico, con marcas escondidas, que revela ciertas fracturas culturales en el diálogo intergeneracional. Libro migrante, que se desliza por distintos registros de habla y que tiene su centro en el festejo de la lengua mexicana, matriz que acoge el alma extranjera.
Sin ella, pareciera indicarnos Héctor Azar, no es posible el viaje hacia los otros orígenes.
Por Rodrigo Cánovas
Pontificia Universidad Católica de Chile
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