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Samarcanda: Poetas y Amantes III

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Ir a Samarcanda: Poetas y Amantes II

Esa noche, Omar intenta inútilmente conciliar el sueño en un mirador o pabellón de madera que se encuentra sobre una pelada colina en medio del gran jardín de Abu Taher. Cerca de él, en una mesa baja, cálamo y tintero, una lámpara apagada y su libro, abierto por la primera página, que sigue en blanco.

Al amanecer, una visión: una bella esclava le trae una bandeja con rajas de melón, un traje nuevo y una banda de turbante de seda de Zandán. Y un mensaje susurrado:

—El amo te espera después de la oración del alba.

El salón ya está lleno: demandantes, pedigüeños, cortesanos, allegados, visitantes de toda condición y entre ellos el estudiante de la cicatriz, que sin duda ha venido para saber noticias. Cuando Omar cruza la puerta, la voz del cadí le convierte en blanco de miradas y murmullos:

—Bienvenido sea el imán Omar Jayyám, el hombre al que nadie iguala en el conocimiento de la tradición del Profeta, la referencia que nadie discute, la voz que nadie contradice.

Uno después de otro los visitantes se levantan, esbozan una zalema y mascullan alguna fórmula antes de volver a sentarse. Con una furtiva mirada, Omar observa al de la cicatriz, que parece ahogarse en su rincón, refugiado sin embargo en una mueca tímidamente burlona.

Con la mayor ceremonia del mundo, Abu Taher ruega a Omar que tome asiento a su derecha, obligando a sus vecinos a apartarse solícitamente. Luego continúa.

—Nuestro eminente visitante tuvo ayer tarde un contratiempo. Él, a quien se honra en Jorasán, Fars y Mazandarán, a quien todas las ciudades desean acoger entre sus muros, a quien todos los príncipes desean atraer hacia su corte, fue importunado ayer en las calles de Samarcanda.

Exclamaciones indignadas se elevan, seguidas de una algarabía que el cadí deja aumentar un tanto, antes de apaciguarla con un gesto y proseguir:

—Y lo que es más grave, un alboroto estuvo a punto de estallar en el bazar. ¡Un alboroto, la víspera de la visita de nuestro venerado soberano Nasr Kan, Sol de la Realeza, que debe llegar esta misma mañana de Bujara, si Dios lo permite! No me atrevo a imaginar en qué aflicción nos encontraríamos hoy si no hubiéramos podido contener y dispersar a la multitud. Os lo digo: ¡muchas cabezas estarían vacilando sobre sus hombros!

Se interrumpe para tomar aliento, para causar impresión, sobre todo, y dejar que el miedo se insinúe en los corazones.

—Felizmente, uno de mis antiguos alumnos, aquí presente, reconoció a nuestro eminente visitante y vino a advertirme.

Señala con el dedo al estudiante de la cicatriz y le invita a levantarse:

—¿Cómo reconociste al imán Omar?

A modo de respuesta, algunas sílabas balbuceadas.

—¡Más alto! ¡Aquí nuestro anciano tío no te oye! —vocifera el cadí señalando a una venerable barba blanca que está a su izquierda.

—Reconocí al eminente visitante gracias a su elocuencia —enuncia con dificultad el de la cicatriz—, y lo interrogué sobre su identidad antes de traerlo ante nuestro cadí.

—Has actuado bien. Si hubiera continuado el tumulto, habría corrido la sangre. Ven a sentarte cerca de nuestro invitado, te lo has merecido.

Mientras el de la cicatriz se acerca con un aire falsamente humilde, Abu Taher murmura al oído de Omar:

—Aunque no se haya hecho amigo tuyo, al menos no podrá ya atacarte en público.

Prosigue en voz alta:

—¿Puedo esperar que a pesar de todo lo que ha soportado, jawayé Omar no guarde demasiado mal recuerdo de Samarcanda?

—Lo que pasó ayer tarde —responde Jayyám— lo he olvidado ya y cuando más tarde piense en esta ciudad será otra imagen la que conserve en mi mente, la imagen de un hombre maravilloso. No estoy hablando de Abu Taher. El más bello elogio que se puede hacer a un cadí no es alabar sus cualidades, sino la nobleza de aquellos que tiene a su cargo. Ahora bien, el día de mi llegada, mi mula había subido penosamente la última pendiente que lleva a la puerta de Kix y yo apenas había puesto un pie en tierra cuando me abordó un hombre: «Bienvenido a esta ciudad» me dijo, «¿tienes aquí parientes o amigos?» Respondí que no sin detenerme, temiendo habérmelas con algún timador o, por lo menos, con un pedigüeño o un importuno. Pero el hombre prosiguió: «No desconfíes de mi insistencia, noble visitante. Es mi señor quien me ha ordenado apostarme en este lugar al acecho de todo viajero que se presente para ofrecerle hospitalidad.»

El hombre parecía de condición modesta, pero iba vestido con ropa limpia y no ignoraba los modales de las personas de respeto. Le seguí. A algunos pasos de allí, me hizo entrar por una pesada puerta, atravesé un pasillo abovedado y me encontré en el patio de un caravasar, con un pozo en el medio y personas y bestias atareadas, y, rodeando el patio, una construcción de dos pisos con habitaciones para viajeros. El hombre dijo: «Puedes quedarte aquí el tiempo que quieras, una noche o una temporada. Encontrarás cama y comida y forraje para tu mula.» Cuando le pregunté el precio que debla pagar se ofendió: «Eres el invitado de mi señor.» «¿Y dónde está ese anfitrión tan generoso para que pueda expresarle mi agradecimiento?» «Mi señor murió hace ya siete años, dejándome una suma de dinero que debía gastar en su totalidad para honrar a los visitantes de Samarcanda.» «¿Y cómo se llamaba ese señor, para que al menos pueda contar sus favores?» «Únicamente el Altísimo merece tu gratitud, dale las gracias a Él, que sabrá quién es el hombre por cuyas buenas acciones se le dan.» Y fue así como durante varios días permanecí en casa de ese hombre. Salía y entraba y siempre encontraba allí platos compuestos de deliciosos manjares y mi cabalgadura estaba mejor cuidada que si me ocupara de ella yo mismo.

Omar mira a la asistencia buscando alguna reacción. Pero su relato no ha provocado ninguna chispa en los labios, ninguna pregunta en los ojos. Adivinando su perplejidad, el cadí le explica:

—Muchas ciudades pretenden ser las más hospitalarias de todas las tierras del Islam, pero sólo los habitantes de Samarcanda merecen semejante título. Que yo sepa, jamás ningún viajero ha tenido que pagar para alojarse o alimentarse, y conozco a familias enteras que se han arruinado para honrar a los visitantes o a los necesitados. Sin embargo, nunca las oirás enorgullecerse y vanagloriarse por ello. Como has podido observar, en esta ciudad hay más de dos mil fuentes colocadas en cada esquina de una calle, hechas de barro cocido, cobre o porcelana y constantemente llenas de agua fresca para apagar la sed de los transeúntes. Todas ellas han sido regaladas por los habitantes de Samarcanda. ¿Crees que algún hombre grabaría allí su nombre para granjearse el agradecimiento de alguien?

—Lo reconozco, en ningún sitio he encontrado semejante generosidad. Sin embargo, ¿me permitiríais formular una pregunta que me obsesiona?

El cadí le quita la palabra:

—Ya sé lo que vas a preguntarme. ¿Cómo una gente que aprecia tanto las virtudes de la hospitalidad puede ser culpable de violencias contra un forastero como tú?

—O contra un infortunado anciano como Jaber el Largo.

—Voy a darte la respuesta. Se resume en una sola palabra: miedo. Aquí toda violencia es hija del miedo. Nuestra fe se ve acosada por todas partes: por los karmates de Bahrein, los imaníes de Qom, que esperan la hora del desquite, las setenta y dos sectas, los rum de Constantinopla, los infieles de todas denominaciones y, sobre todo, los ismaelíes de Egipto, cuyos adeptos son una multitud hasta en el pleno corazón de Bagdad e incluso aquí en Samarcanda. No olvides jamás lo que son nuestras ciudades del Islam. La Meca, Medina, Ispahán, Bagdad, Damasco, Bujara, Merv, El Cairo, Samarcanda: nada más que oasis que un momento de abandono devolvería al desierto. ¡Constantemente a merced de un vendaval de arena!

Por una ventana a su izquierda, el cadí, con una mirada experta, evalúa la trayectoria del sol y se levanta.

—Es hora de ir al encuentro de nuestro soberano —dice.

Da unas palmadas.

 —¡Que nos traigan algo para el viaje!

Porque suele llevar uvas pasas que va comiscando por el camino, costumbre que sus allegados y visitantes imitan. De ahí la inmensa bandeja de cobre que le traen, rematada por una pequeña montaña de esas golosinas color miel, de la cual cada uno se abastece hasta atiborrarse los bolsillos.

Cuando llega su turno, el estudiante de la cicatriz coge algunas, que tiende a Jayyám con estas palabras:

—Seguramente habrías preferido que te ofrecieran uva bajo la forma de vino.

No ha hablado en voz muy alta pero, como por encanto, toda la asistencia se ha callado, conteniendo la respiración, aguzando el oído y observando los labios de Omar, que deja caer:

—Cuando se quiere beber vino, se escoge con cuidado al escanciador y al compañero de placer.

La voz del de la cicatriz se eleva un poco:

—Por mi parte no beberé ni una gota. Quiero tener un sitio en el paraíso. No pareces deseoso de unirte a mí allí.

—¿La eternidad entera en compañía de ulemas sentenciosos? No, gracias. Dios nos ha prometido otra cosa.

El intercambio de palabras se detiene ahí. Omar apresura el paso para unirse al cadí que le está llamando.

—Es necesario que la gente de la ciudad te vea cabalgar a mi lado. Éso barrerá las impresiones de ayer tarde.

Entre el gentío apelotonado en las inmediaciones de la resistencia, Omar cree reconocer a la ladrona de almendras disimulada a la sombra de un peral. Aminora el paso y la busca con los ojos, pero Abu Taher le hostiga:

—Más deprisa. ¡Ay de tus huesos si el kan llega antes que nosotros!

Por Amin Maalouf

Ir a Samarcanda: Poetas y Amantes IV

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