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Crónicas:Mehdi,el torero de origen magrebí

No reza a la Virgen antes de torear ni se hace cruces. Ha heredado de su familia musulmana de Marruecos el coraje. Mehdi Savalli se crió en un barrio obrero de Arles, Francia.

Amuleto. Mehdi vestido con su traje de torear favorito ©Chema Conesa
Amuleto. Mehdi vestido con su traje de torear favorito ©Chema Conesa

El «duende» sevillano más cercano a su casa se llama Isabel —mujer salerosa y parlanchina— y es la vecina de enfrente, que nació en Dos Hermanas. Pronuncia malamente la palabra pellizco, pero sabe que si baja las manos con el capote puede aparecer. Mehdi Savalli, novillero de 20 años y miles de anhelos, desciende de gentes del Magreb, ese telón de acero por donde trepan los sueños de muchos inmigrantes y donde la fiesta taurina es un recuerdo sepultado en blanco y negro desde que se largaron los colonizadores franceses y españoles. Nacido en Arles, en la Provenza francesa, no tiene dinastía, ni padrinos con apellido ilustre.

La fisonomía delata la casta de la que desciende este galgo. Pelo negrísimo y ensortijado como la testuz del toro; una piel oscura que anochece; las manos fuertes y venosas, y piernas ligeras por si hay que tomar el olivo (burladero) o salir airoso de un lance apurado: «Bueno, como dicen ustedes, soy morito», sonríe con ironía dejando al descubierto una dentadura marmórea y alineada como una columnata barroca.

No le gustaba estudiar y arrinconó los libros. Terminó harto de dos años de ñapas como electricista. «Soy un poco golfo, no quería trabajar, no quería estudiar… pues a torear». Más cornás da el hambre. Dicen en su entorno, sin halagos que debiliten, que puede hacer cosas en el toreo, y que su mestizo ADN tendrá ambiente en las plazas.

Acerca de las vallas que nos separan de África tiene una visión muy personal. «Hay que cuidar a los inmigrantes que viven en España o Francia. Si entran demasiados, no se les puede atender bien a todos y van a seguir igual de pobres que cuando vivían en Marruecos».

Allí, detrás de Ceuta y Melilla, se hunden sus raíces familiares. Hay que buscarlas en la mítica Casablanca de Bogart, donde nació su madre, y en Ouarzazate, ciudad de sus abuelos en el Atlas marroquí, hecha de adobe y desierto, donde se ruedan películas como Gladiator o El reino de los cielos. Barriol, el distrito donde ha crecido, no da el tipo como decorado para una superproducción. Es un bosque de bloques sociales que se plantó en los años 70. El realizador Fernando León de Aranoa sí encontraría tramas para varias películas. Los créditos comenzarían con la simbólica placa de la calle donde vive: Boulevard Salvador Allende. Figuración no faltaría. En el vecindario, los muchachos guardan en el armario la camiseta de Cissé, gloria local, delantero del Liverpool y de la selección francesa, a quien todos idolatran; en el pequeño guardarropa de Mehdi brillan los alamares del traje de faena. «Quiero que lo deje. No quiero que sea torero», refunfuña Sadia, 43 años, madre sufridora. El chico hace como que no se entera y sonríe guiñando un ojo, antes de poner en la tele un DVD doméstico con una de sus hazañas.

Sadia relata con tristeza el pasado familiar. Su madre, llamada Akria, se ganaba la vida cuidando unos niños franceses en Casablanca. La familia para la que trabajaba volvió a Europa y ella aprovechó para viajar y quedarse en Francia. Sadia no supo, hasta bien entrada en años, que tenía hermanos en Marruecos. Su madre se lo ocultó. Cuando regresó para conocerlos, se produjo una circunstancia emocionalmente violenta. En el reencuentro conversaron las miradas. Sadia no hablaba árabe; sus hermanos, ni papa de francés. «Espero volver alguna vez. Fue algo extraño», rememora Sadia con incomprensión delante de una foto de su madre, ataviada con turbante y chilaba.

Del espejo retrovisor de su coche  no cuelgan medallas de la Virgen del Rocío ni la Esperanza de Triana. La mesa de la habitación del hotel, antes de la hora suprema, no es un santuario de estampitas y santos, ni se oye el suave cuchicheo de la oración fervorosa. Cuando sale a la plaza ni se persigna, ni graba la cruz en el albero con la zapatilla. Conversa con sus adentros y se encomienda a sus creencias. «No es Allâh ni Cristo. Rezo mis cosas y me digo p’alante Medhi, p’alante. Tengo amigos, como Islem, que hacen el Ramadán y rezan varias veces al día», relata.

Estampa

De paisano, (dicen que hay que ser torero hasta en el váter, con perdón), con las manos en los bolsillos y las adidas en los pies, esconde su verdadera vocación. La cosa cambia cuando se enfunda el uniforme de matar que le tiene embebido. La silueta se estiliza, el porte se acompasa. Endurece el gesto.

En la intimidad de su cuarto, los trofeos se van apilando en las alturas de armarios y estanterías. El portátil es el mejor de todos ellos. «Tengo el juego de torear. El del Juli». Mehdi inserta el disco con avidez y se pelea con los controles para realizar chicuelinas y verónicas y clavar la espada a un toro con un trapío hecho de pixels. «¡Olé, olé! ¿ves cómo suena por los altavoces?. La habitación ofrece una perspectiva diferente a la que Vicent Van Gogh pintó en Arles. Con una cama y una silla, el loco del pelo rojo reflejó un interior atormentado, prisionero entre cuatro paredes. Se amputó una oreja. La habitación de Medhi es el refugio feliz de un chaval con ilusiones. Suspira con cortarles las pelúas a los toros. «De noche, me meto en la cama y escucho pasodobles porque me dan mucha fuerza, es una cosa que se me mete dentro», se deleita mirando por la ventana.

Abajo, en espacios amplios y tristes, la calle es el gimnasio donde hace flexiones y corre a orillas del Ródano. Otros compatriotas procedentes de Argelia, Marruecos o Mauritania, o esa África que nadie mira en los mapas, se sientan en los bancos para matar mañanas grises de desempleo y aburrimiento. Mehdi estuvo ocupadísimo según iba creciendo su aroma en la plazas.

Sus padres, en las antípodas de ser aficionados, se chuparon muchas horas de autobús para ir a verle. Quizá, en su interior, por todas la apreturas padecidas, Mehdi se ve retirando a sus mentores. Sadia trabaja en una residencia de ancianos. Enzo es responsable de mantenimiento en un hotel. «A mi hijo le decía, ¿por qué no ganas tú más dinero si eres el que trabajas? Ahora comprendo cómo funciona este negocio, más o menos. Mi hijo me explicó que el comienzo es duro, sin ganancias. Uno se juega su vida y el resto gana dinero. Ok», se encoge de hombros Enzo, de 44 años. La inicial aversión familiar provocó el ultimátum de todo chaval ante la decisión de su vida: «Mamá, papá: voy a ser torero y como no me dejéis me voy de casa ahora mismo».

Contra el estoque y la pared les puso. Fue con apenas 14 años y el asunto se veía venir. De pequeño, se colaba por un hueco del anfiteatro romano de Arles y disfrutaba sin pagar del llamado toro-piscine, mezcla de algarabía y chapuzones para evitar el topetazo del animal. En plena adolescencia supuraba adrenalina arriesgando más que nadie en los encierros. Y así empezó a soñar con ser torero, mientras muchos de sus amigos se bebían la juventud en las discotecas. En 1997, se metió en la Escuela de Tauromaquia de Arles—con sede en el anfiteatro del siglo I a. C.— bajo la tutela del subalterno Paco Leal. Pronto despuntó, sobre todo por sus bárbaras condiciones físicas. Se atrevió con unas cuantas capeas en 1999. «Oye, ese chico tiene madera», recuerda Leal. Nacido en Orán, Argelia, en 1961, Leal ejerce de director de la Escuela y de maestro de chavales con hambre de triunfo y escasos recursos. Hoy es banderillero profesional, aunque toreó 10 corridas como matador en los noventas. Mehdi era solamente su vecino, hasta que la cosa se puso seria. «Empezó con 12 años. Acudir a la escuela para él era un juego. Aprendió rápido y arreó mucho en las becerradas. Luego vinieron novilladas sin caballos y el resto de su proyección», relata.

Cada alumno de la Escuela, subvencionada por la Diputación y el Ayuntamiento de Arles, paga 30 euros al año. Muchos entran. Pocos salen con un futuro de grana y oro. «El chaval tiene mucha ambición y mucho carisma y eso atrae a la gente. También dependerá de la suerte. Creo que él, como dicen en el mundo árabe, tiene baraka», argumenta Paco.

Suena el móvil, «Vamos para ya, amigo mío». Al otro lado del teléfono está Morenito de Arles, banderillero que acaba de ingresar en la cuadrilla del torero jerezano Juan José Padilla. Su verdadero nombre es Rachid, nació en Argelia y se precia de ser uno de los mejores amigos de Mehdi, una especie de hermano mayor que le aconseja en la senda turbulenta de la profesión. De familia musulmana que emigró a Francia, Morenito probó la hiel del que tiene que cortarse la coleta al poco tiempo de tomar la alternativa. «No es un fracaso. Tienes que convencerte a ti mismo hasta dónde puedes llegar. Estoy muy contento de estar de subalterno y Padilla va a torear mucho este año», comenta. Vecino a pocas manzanas, Rachid también le aconseja artísticamente.

En faena

Los designios y contratos son cosa de Alain Lartigue y Luc Jalabert. Luc fue rejoneador hasta los años 90, es padre del matador Juan Bautista y dueño de una finca a las afueras de Arles. «Si lo hace bien puede ser un fenómeno social, una revolución como lo fueron los venezolanos hermanos Girón en los años 70. Tiene ambiente y muchos cojones. Banderillea bien y ahora hace las cosas más despacito, no tan alocado como al principio», explica con el Marlboro entre los dedos. Mientras, Mehdi trastea a una vaca en la plaza de su finca.

«¡Venga los toreros buenos! Ahí Mehdi, ahí. Gira la muñeca. ¡Eso es! Cruzándose, cruzándose», le jalea Morenito con el capote en las manos. Lucas Benítez le ayuda en los quites. Este gaditano de Jerez va en su cuadrilla. Curra en otra por la mañana. Es albañil. Hay que comer, que esto no es pa’tó el año», señala. Didier, el mozo de espadas, no ha venido. Anda atareadísimo en el centro social donde trabaja.

Terminada la faena, Mehdi enumera su ideología taurina. «Con el capote me arrimo, me encanta ir a portagayola, correr mucho en banderillas y ponerlas al violín. La mano izquierda es más difícil, la cintura ¿cómo se dice? Quebrada, sí. El giro, ¡ufff!, muy complicado». Sabe que España es La Meca donde debe peregrinar para quedarse. Y hay que hacerse comprender. «Mi español no es muy bueno. A Antoñete y a Molés, de la SER, no les entiendo. A Cáceres, el de la COPE, sí», dice entre risas.

A día de hoy sólo ha notado cariño y respeto desde los tendidos. Nada de reproches por su origen cuando el toro ha estado por encima de él. Incluso si pega un petardazo. «En Béziers no lo hice bien y vine llorando todo el camino de vuelta. Pensé hasta dejar los toros. En las malas tardes la gente me trata bien y nunca me insulta ni me dice cosas raras».

Propuesta de ficción: Medhi toreando en Marruecos. «De donde llamen», dice sin pensar. Olvida o ignora que los toros son memoria en el país de sus ancestros. «Fui a torear a Casablanca en 1953 como novillero. También lo hice en Tánger y Orán. La afición musulmana era curiosa, valoraba el aspecto artístico. El fin de aquello fue más culpa de las autoridades que por el desinterés de los aficionados», relata Victoriano Valencia. Apoderado y suegro de Enrique Ponce, indica que «hubo algún muchacho árabe que quiso llegar, pero ninguno cuajó. De Mehdi tengo referencias magníficas de su toreo variado», apostilla.

Paco Herrera, otro torero clásico que compartió muchas tardes de gloria con El Viti y Pallarés, pasó su niñez y toreó en Casablanca. Rebobina en busca de un caso como el del chico: «Recuerdo a un novillero llamado Omar, pero no se qué fue de él. Una pena que se acabara la afición entre la gente del Magreb».

En 1971 se echaba el cierre al coso de Casablanca. Un año antes se clausuró el de Tánger. La gente hizo colas en las carnicerías para comprar la carne de los toros, como si fuera una reliquia prodigiosa, que había estoqueado El Cordobés la tarde anterior. Entretanto, en un hogar de Casablanca, una mujer cuidaba de unos niños franceses. Ignoraba que su nieto Mehdi, a muchos kilómetros de allí, y unos cuantos años más tarde, querría ser torero en un barrio donde los chavales visten camisetas con el 9 de Cissé.


TOROS EN MARRUECOS: ESPLENDOR Y OLVIDO

En los años 50, época de los protectorados europeos en Marruecos, los españoles exportaron a Tánger la fiesta de los toros.

* La empresa Ingeniería y Construcción levantó un coso participado por Moulay Ahmed Rissouni, uno de los jefes religiosos de la ciudad.
* La inauguración fue el 27 de agosto de 1950 y las 11.500 localidades se vendieron.
* El rey Mohamed V, abuelo del actual monarca marroquí Mohamed VI, asistió de incógnito a una corrida.
* Pero en 1956 la independencia del país truncó la tauromaquia.
* Los hermanos Lozano trataron de relanzar el coso.
* El cierre definitivo llegó en 1970.
* Hoy, es Centro de Reclusión de Inmigrantes, última estación para los que no alcanzaron Europa.
* La plaza de Casablanca es de 1921, pero comenzó a dar grandes festejos en 1953.
* En 1969, el desprecio del rey Hassan II hacia la fiesta acabó con la plaza.
* Su demolición se llevó a cabo en 1971.
* La única plaza africana que funciona –dos corridas al año– es Melilla, “mezquita del toreo”. La de Maputo, Mozambique, es un recinto abandonado.


Por Javier Caballero
Con información de El Mundo

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