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Nuestro amigo Abdullah,el tirano islamista

El presidente Obama con el fallecido Rey Abdullah ©Reuters
El presidente Obama con el fallecido Rey Abdullah ©Reuters

El jueves murió un Rey moderado, un estadista de altura, un reformista de alcance. Falleció con 90 años el único dirigente político ante el que Barack Obama se ha inclinado en señal de respeto (con la salvedad del Emperador Akihito). Y el único hombre con el que George W. Bush se dejó fotografíar paseando de la mano por un jardín, como un enamorado. Será el vicepresidente, Joe Biden, quien encabece la comitiva que viaja ahora hasta los desiertos de Arabia para despedir los restos de este entrañable “amigo de los Estados Unidos de América”, como se le ha definido alguna vez en el Capitolio.

Biden, informa la Casa Blanca, ha interrumpido su apretada agenda para ello, la misma que no pudo modificar ningún alto cargo de la Administración Obama cuando lo que tocaba era desfilar en Paris por la libertad de expresión tras los atentados contra el semanario Charlie Hebdo. Con la realeza saudí nadie ahorra gestos, ni lágrimas: la bandera británica ondeó a media asta esta semana en el Palacio de Buckingham y decenas de jefes de estado se apresuraron a enviar sus sentidas condolencias.

Para Arabia Saudí siempre hay tiempo y siempre hay cariño. Merecido. Cualquier homenaje al Rey Abdalá se queda corto. En la década que pasó sentado en el trono, su nación emprendió grandes reformas sociales y aperturistas. Él se comprometió en persona, en una entrevista a una cadena estadounidense, a que ciertas mujeres fuese autorizadas a conducir. Diez años después el asunto no ha acabado de prosperar, pero lo que cuenta son las intenciones, que eran honestas. Para muestra, un botón: su Majestad sí permitió que las mujeres trabajen como cajeras en supermercados.

Dije Majestad, pido perdón. Los obituarios insisten en que al Monarca no le gustaba ser llamado así. Al parecer se le revolvían las carnes entre la seda y el lino cada vez que alguien le besaba la mano. Se le ha descrito como un asceta, un hombre humilde, alguien que bebe en copas de oro por pura necesidad y que, cuando viaja, prefiere reservar todas las habitaciones del hotel por recato y para no cruzarse con indeseables en los pasillos.

Y qué decir de lo que constituye su gran aportación reformista en diez años: las maravillosas becas que ha impulsado, a su nombre y mayor gloria, para que un montón de saudíes, en su mayoría niños de familia, estudien en Estados Unidos y Gran Bretaña y se empapen de los valores occidentales.

Igual que le ocurrió en su día a los hijos del jeque Muhammad Bin Laden, o a los 15 jovencitos saudíes que aprendieron a manejar avionetas en una escuela de pilotos en Florida y que después se lanzaron, por amor a la aventura y sentido de superación, contra las Torres Gemelas. Hubo muertos, sí. Pero la culpa, se supo después, no era de estos chicos perfumados que hablaban bien inglés, sino de los millones de afganos e iraquíes desarrapados que pagaron con sus vidas.

El Rey Salman, rezando durante el funeral de Abdullah en Riad. ©Reuters
El Rey Salman, rezando durante el funeral de Abdullah en Riad. ©Reuters

Generoso y devoto

Del Rey Abdalá destaca por encima del resto la generosidad y sabiduría con la que administró su política exterior, su pasión por difundir valores religiosos y sociales en los que creía y la piedad con la que trató a sus vecinos más pobres. Es loable su insistencia en desatar una guerra, cualquier guerra, con tal de derrocar al malvado régimen de Irán; o su decidido apoyo al sangriento golpe de estado de los militares egipcios contra esa chusma radical de los Hermanos Musulmanes. Por poner dos ejemplos.

La lista es francamente inabarcable y se ha agigantado en los últimos meses, en los que la Monarquía Saudí se ha convertido en uno de los grandes azotes contra los piojosos del Estado Islámico, prestándose incluso a participar en ataques aéreos. Esto es así, un hecho objetivo, por más que insistan los malintencionados en que el proyecto de Califato de los yihadistas se parece mucho a… Arabia Saudí.

Y algunas coincidencias hay, es cierto. En los territorios dominados por el EI se lapida a las adúlteras hasta la muerte. Igual que en Arabia Saudí. Los peligrosos extremistas radicaleshacen pagar la blasfemia y la homosexualidad con la pena de muerte, generalmente administrada por decapitación. Lo mismo que en Arabia Saudí.

Y en la capital del EI, en Raqqa, consideran delito grave beber alcohol o proferir una calumnia. Tal cual sucede en Arabia Saudí. A quien roba, el EI le corta una mano. En Arabia Saudí son más civilizados y ordenados y la ley especifica qué mano ha de cortarse: la derecha. Es curioso pero tampoco al castigar un asalto armado hay diferencias. Los yihadistas mutilan un pie y una mano; los saudíes también.

El auge del terrorismo islamista, además, no tiene nada que ver con Arabia Saudí y su Monarquía, aunque el país haya pasado décadas instigando guerras y exportando su interpretación radical y asesina del Corán. Sabemos que el dinero con el que financian mezquitas, escuelas y centros culturales para extender el wahabismo está dedicado exclusivamente a causas buenas y justas, a proyectos de caridad y devoción religiosa.

Luego si a los adolescentes educados en sus preceptos les da por poner bombas y matar gente es fruto de malentendidos, de la pobreza, de la desesperación o de lo que sea. Son accidentes. Terribles, pero accidentes. Y los respetables hombres de túnicas blancas no dudan en condenarlos, con matices, en las ruedas de prensa internacionales.

El reflejo de dos policías militares saudíes en la ambulancia que traslada el cuerpo del Rey Abdullah ©Reuters
El reflejo de dos policías militares saudíes en la ambulancia que traslada el cuerpo del Rey Abdullah ©Reuters

Un humilde beduino

Quizá el Rey Abdalá no sea un demócrata convencido y a lo mejor es cierto que ha hecho todo lo posible para debilitar a las facciones progresistas en ese caos revoltoso llamado “Primavera Árabe”. Pero tampoco se podía esperar que el venerable anciano transformase, de la noche a la mañana, los cimientos del chiringuito familiar que heredó siendo casi un octogenario: la dictadura más férrea del planeta, con permiso de Corea del Norte. Cuaja el paralelismo asiático porque además a la realiza saudí le pasa como a Kim Jong Un, que carga con el peso de la tradición y las obligaciones del amor al clan.

Hay que señalar con el dedo a los hipócritas: antes de que el Rey Abdalá llegase al poder, el régimen ya practicaba la crucifixión y la exposición pública de cadáveres ejecutados; ya se perseguía con saña a los disidentes de cualquier signo y se esclavizaba como si se tratase de ganado a la mano de obra inmigrante: esa servidumbre medieval que hace todos los trabajos manuales en el Reino y que es deportada sin clemencia (por millones) cuando sobra. Todo esto ya ocurría, insistimos, antes de que el Monarca llegase al poder en 2005. Si sigue ocurriendo ahora y se ha intensificado en algunos rubros, es por lo dificil que resulta revertir ciertas inercias.

Podríamos perder el día entero describiendo los muchos logros de Su Majestad (con perdón) sin necesidad de destacar ese otro insidioso detalle, muy menor y muy manido, de que su familia controla el 13 por ciento de la producción mundial de petróleo. ¿Pero por qué destacarlo el día de su muerte? Es sólo una anécdota más en la vida de un gran estadista, un hombre honorable, una buena persona.

Por Ángel Villarino
Con información de El Confidencial

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