Margarita, baronesa de Alcahalí desembarca en Tetuán
Tetuán olía a tierra y moscas, a bullicio, sudor y sol, a gentío que hormigueaba.
Margarita desembarcó en Ceuta cargada con tres enormes baúles, dos maletas, varias sombrereras y un bolso de viaje. Era un cálido mes de junio de 1922 y soplaba una leve brisa. Las banderas españolas ondeaban en uno de los pocos muelles construidos. Tras mirar con satisfacción a su alrededor, sintió que la vida empezaba de nuevo. Sonrió. Su rostro se iluminó y notó cómo el corazón se le agitaba. Por fin. Estaba en África. Tras conseguir que un mozo se hiciese cargo de las maletas y las cargara en un simón, se acercó al edificio del Alto Comisariado donde, ante uno de los funcionarios, anunció su presencia en Marruecos y mostró las credenciales que llevaba consigo, tanto del director del periódico como de Miguel Primo de Rivera. El asombro del funcionario fue mayúsculo. Una mujer joven y sola recorriendo Marruecos era algo que desde luego no se veía todos los días. Aún así, después de leer atentamente las credenciales, le facilitó la documentación pertinente para que pudiera moverse sin problemas por la zona española. Le informó de que para llegar a Tetuán, la mejor opción era coger el tren, pues acababan de terminar la única línea férrea construida hasta ese momento.
Después de comprar los billetes en primera clase y acomodarse, Margarita escuchó el silbido de la máquina anunciando la partida y vio cómo la estación, los árboles y las casas se iban desdibujando a medida que la velocidad del tren aumentaba. Estaba sola en el compartimento. Bajó la ventanilla y respiró hondo. Qué diferente se veía todo allí, el sol tenía un brillo y una fuerza que cegaba los ojos, lo teñía todo de oro y convertía el paisaje en un espejismo. Se veían kilómetros y kilómetros de tierra clara, salpicada aquí y allá por algún árbol, una palmera o un rebaño de cabras. Hacía calor, pero gracias al viento que soplaba era soportable. Se quitó el sombrero y se miró en el espejito de su neceser. Algunos cabellos se habían soltado de las horquillas con las que los había enganchado tras las orejas, y se notaba en sus ojos el cansancio de muchas horas seguidas de viaje, pero a pesar de todo pensó que no tenía mal aspecto. Se dio unos ligeros toques de polvos traslúcidos en las mejillas y el escote, repasó el color rojo de sus labios, y con cuidado vertió unas gotitas de Chanel nº 5 en las muñecas y el cuello. Sintiéndose refrescada, agradeció que en ese momento apareciese un moro jovencito que ofrecía té y pastelitos árabes. Qué deleite probar aquel té verde, fuerte y dulce, al que la hierbabuena añadía un maravilloso toque de frescor. Probó varios pasteles, algunos con pistachos y otros con nueces o almendras, pero todos con un hojaldre muy delicado y un almíbar denso y oloroso que sabía a azahar. Delicioso.
Tras varias horas de viaje, llegaron por fin a Tetuán. La nueva estación la recibió con toda su majestuosidad, inmensa en su blancura y espacio, con los arcos y los techos llenos de molduras, con los tonos verdes en los azulejos con que habían recubierto algunas paredes. Al descender de su compartimento, y mientras esperaba a que cargaran sus maletas, vio aparecer ante ella a un hombre alto, muy moreno y con un gran bigote negro que, vestido a la usanza mora con una larga chilaba color ciruela y un turbante beige en la cabeza, la miraba con atención. Se le acercó despacio y, tras observarla unos segundos, se presentó.
–¿Doña Margarita Ruiz de Lihory? Señora, soy Mohamar Yessef. El Alto Comisariado en Ceuta me ha puesto a su disposición durante todo el tiempo que dure su viaje por mi país. El señor Primo de Rivera ordenó que usted contase con toda la ayuda posible.
–¿Y cómo ha sabido de mi llegada?
–Si hay alguien que lo sabe todo aquí es el Alto Comisariado, señora.
–Habla usted muy bien mi lengua.–Gracias, siempre he tenido un don especial para los idiomas, no me cuesta aprenderlos, sobre todo si me gustan –contestó sonriendo mientras ayudaba a amontonar las maletas sobre un carromato que había acercado un mozo–. Domino varios dialectos, aunque alguno de ellos creo que no tendré necesidad de usarlos con usted, pues son de poblaciones situadas en la zona francesa.
–Ah sí, se me olvidaba que el país está dividido por zonas, y aquí estamos en el protectorado español –comentó Margarita distraída, comprobando que habían cargado todo su equipaje y no se habían olvidado de nada en el vagón del tren–.
–Hace ya varios años de eso, madame.
–Ya… ¿Y cuántos idiomas habla usted exactamente? –preguntó Margarita, por decir algo–.
–Realmente, dominar, dominar, solo domino el árabe, el español y el francés, aunque puedo hacerme entender en chjebl berebere y en correischita, que es el lenguaje de las élites musulmanas…
No pudo seguir hablando porque en ese momento Margarita le interrumpió. Desde luego, debía de ser muy listo para recordar tantas palabras de tantos idiomas diferentes. Pero se hallaba exhausta tras un viaje largo y agotador, y necesitaba con urgencia llegar al hotel y descansar. Ya tendrían tiempo para conversar más adelante. Mohamar hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y la guió hacia el exterior de la estación, donde les esperaba un simón. Después de cargar todo el equipaje, pusieron rumbo al hotel Alfonso XIII. Tetuán olía a tierra y moscas, a bullicio, sudor y sol, a gentío que hormigueaba llenando sus calles y callejuelas con una jerga extraña e incesante. Olía a té y a cordero, a miel y a comino, a excrementos de palomas y pan recién horneado. Al paso de los caballos se iba desplegando ante Margarita la sensualidad de su arquitectura, con las mezquitas como joyas relucientes, los palacios moros, las fuentes, los jazmines o el barrio judío. Observaba fascinada el crepúsculo que comenzaba a anunciarse y coincidía con la llamada a la oración del muecín. Las montañas abruptas del Ajmás, cuyas cumbres brillaban en la lejanía.
El hotel era suntuoso, lleno de maceteros de cerámica con palmeras verdes. Su habitación era pequeña pero coqueta, con una cama con baldaquino de la que colgaba un dosel de mosquitera, la colcha bordada, los cojines de seda, sillas de cuero y una cómoda de caoba taraceada en nácar. El baño, también pequeño, estaba decorado de suelo a techo con cerámica blanca y azul, y en el centro una bañera de cobre que más parecía un barreño que una bañera. Margarita sonrió satisfecha. Aquello era mejor de lo que podría haber soñado nunca. Estaba en Marruecos. Su hotel era un deleite para los sentidos y, por si fuera poco, podía contar con Mohamar para ayudarla en lo que necesitase. Miró su pequeño reloj de pulsera y vio que era la hora de cenar, así que se lavó las manos, retocó su maquillaje y cambió su ropa de viaje por un sencillo vestido de noche azul nattier, realizado en piel de ángel con medias mangas de gasa. Largo hasta casi tocar los tobillos, llevaba bordadas unas pequeñas cuentas de acero en el escote y los bajos, cuyo color combinaba a la perfección con el brillante collar de perlas grises que colgaba hasta su cintura. Supuso que a aquella hora habría refrescado un poco, así que cogió un chal de seda en color humo, del que colgaban largos flecos en sus extremos, y bajó al comedor.
El comedor se abría bajo un lucernario como una flor ante la luz del sol. No era muy grande, pero parecía acogedor. Ocho o diez mesas como mucho, con sillas de mimbre y manteles de un blanco inmaculado, donde unos pequeños fanales daban calidez con sus velas encendidas en el interior. El maître la acompañó a su mesa. Se oía hablar español, pero también francés, alemán y árabe. La cena no pudo ser más deliciosa. Le sirvieron primero una ensalada cuyos ingredientes quizá fueran normales, al fin y al cabo tomates y pepinos se encontraban también en Valencia, pero el aliño era lo que hacía la diferencia. Creyó reconocer el sabor del limón, del perejil, la pimienta negra y algo más picante que entonces no supo identificar. El pan era oloroso y de forma plana, diferente a cualquier otro que hubiese probado en su vida, casi sin miga y con un curioso dibujo circular. A continuación sacaron una cazuela de barro a la mesa, donde humeaba todavía una pierna de cordero reluciente en su grasa, y en la que asomaban aquí y allá trozos de cebollitas doradas, dátiles enteros y semillas de sésamo. El postre consistió en una especie de torta esponjosa que sudaba almíbar de azahar, cuya parte superior parecía una cuajada blanca espolvoreada de almendras y la inferior, un lecho de pistachos troceados. Para beber le sirvieron un té con menta, que tomó a pequeños sorbos. Si aquella iba a ser la tónica en las comidas, tendría que vigilar su dieta.
Había prestado tanta atención al placentero banquete, que no se dio cuenta de que la sala poco a poco se había ido quedando vacía. Al terminar su té, dejó la taza sobre la mesa, pidió al camarero que felicitase al chef, y le preguntó si había un bar en el hotel donde tomar un espirituoso antes de subir a su habitación. El camarero le informó de que en el hotel, y en Marruecos en general, le iba a resultar difícil encontrar alcohol, ya que estaba prohibido, aunque en Tetuán había quizá un par de bares en hoteles donde solo los extranjeros podían beber. De todos modos, añadió, los distinguidos huéspedes del hotel Alfonso XIII solían quedarse a tomar algo por las noches en la terraza, junto a la fuente octogonal.
Margarita se encaminó hacia allí preguntándose cómo podía sobrevivir un país sin alcohol. Al llegar descubrió un patio lleno de naranjos donde se escuchaba el murmullo del agua en la fuente. Habían dispuesto junto a ella varias alfombras sembradas de almohadones y mesas bajas, sobre las que chispeaban lo que parecían un millar de candelas. El ambiente era mágico, las estrellas refulgían en lo alto formando una hermosa bóveda. Olía a cera derretida y a humo de tabaco. La mayoría de las mesas estaban ocupadas por extranjeros, que fumaban de unas largas pipas sentados en el suelo, cosa que la llenó de asombro. Notó que algunas miradas, sobre todo de hombres, se volvían hacia ella. Vio que dos de ellos le hacían señas con la mano y se acercó. Ambos se pusieron en pie al unísono y se presentaron.
–Disculpe nuestro atrevimiento, pero la hemos visto antes en el comedor y nos ha parecido que es usted española. Nosotros también lo somos, llevamos aquí algún tiempo y nos gusta acoger y ayudar a nuestros compatriotas en el país. Permítame que nos presentemos, él es fray Emilio Revilla, capellán del tercio de legionarios, y yo soy Víctor Ruiz Albéniz, médico de la Compañía de Minas. Ambos estamos encantados de conocerla.
–Un placer caballeros, soy Margarita Ruiz de Lihory, baronesa de Alcahalí.
–Un placer, baronesa. ¿Le apetece acompañarnos? Hace una noche magnífica y sería una pena desperdiciarla –dijo Víctor, señalando con un gesto de su mano la alfombra–.
–¿Pero cómo? ¿Ustedes también se sientan en el suelo? –respondió ella sobresaltada–.
–Pues sí, al principio puede parecer chocante, pero descubrirá usted con el tiempo que ciertas costumbres morunas están muy bien pensadas para disfrutar de los placeres terrenales –contestó Víctor sonriendo, mientras se sentaba descalzo sobre su alfombra y arrellanaba la espalda contra un enorme cojín–.
Desconcertada, Margarita los observó a ambos, que no parecían encontrarse incómodos allí tumbados sin sus zapatos. Miró los pies descalzos y pensó que era una grave falta de decoro mostrarse así en público, y mucho más si lo que se mostraba era algo tan antiestético como unos pies masculinos. Se giró a uno de los camareros que había por allí, y le pidió una silla para ella. ¡Cómo se habían atrevido a proponerle que se sentase en el suelo, a ella, la baronesa de Alcahalí!
–Oh, venga, vamos, baronesa, no sea tan española, estamos en 1922, en Marruecos y libramos una guerra, no pasará nada porque se siente en el suelo, ¿o es que teme que veamos sus hermosos pies? –dijo Víctor, mirando apreciativamente los zapatos de medio tacón que llevaba–.
–Entiendo que, a lo mejor porque llevan ustedes aquí un tiempo, sus costumbres se han relajado. Podríamos decir, caballeros, que son un poco indígenas para mi gusto. Mi educación me impide hacer como usted sugiere, señor Ruiz, así que me sentaré en esta silla que me acaban de traer, y eso sí, si les parece bien compartiré con ustedes la costumbre de fumar, aunque por lo que estoy viendo aquí no se estilan los cigarrillos.
–También los hay, aunque es mucho más voluptuoso fumar en estas pipas a las que ellos llaman narguile o shisha. El tabaco, que es como una melaza, se pone en este adminículo de cerámica de aquí arriba. Sobre él colocan el carbón encendido y el agua cumple la función de limpiar el humo antes de que pase a nuestros pulmones –aclaró fray Revilla, mientras hacía una seña al camarero y le pedía más té–.
–Emilio, no pidas más té –dijo Víctor, recolocándose su chaqueta, que había quedado parcialmente atrapada entre dos almohadones–. Sabes que no dormiremos nada, aquí lo hacen demasiado fuerte.
Margarita asistía encantada a aquella primera toma de contacto con sus compatriotas. Era como ver una obra de teatro donde ella era la única espectadora, secretamente regocijada. Tras comprender cómo funcionaba el mecanismo de la pipa, pidió una para ella, lo que hizo que Víctor le aclarase que normalmente se fumaba en grupo. El narguile era una forma tradicional moruna de demostrar confianza, amistad, un ritual de humo donde el dulzor del tabaco simbolizaba el vínculo entre los presentes. Agradeció ella la aclaración, y contestó que en ese caso fumaría sus propios cigarrillos hasta que dicho vínculo se estableciese. Si ya le parecía bárbaro descalzarse y tumbarse por el suelo como una vulgar actriz, chupar de la misma pipa que dos hombres que acababa de conocer le resultaba algo por completo inaceptable.
–Sé que acaba de llegar, baronesa, que es su primera noche en Tetuán y que todo le parecerá muy extraño. Nosotros, al principio, también pensábamos como usted, pero verá que lo mejor que puede hacer es relajarse, adaptarse a las maravillosas costumbres morunas y disfrutar como nosotros llevamos haciendo estos meses. Ha dejado atrás la civilización, señora baronesa, y todos los prejuicios que la acompañan. Disfrute de la oportunidad de ser por una vez usted misma –dijo fray Revilla, chupando con fruición la pipa–.
Margarita lo miró unos segundos y sonrió. Le gustaba cómo sonaba su título en labios de aquel hombre.
–Imagino que tiene usted razón, pero deme unos días para aclimatarme. Estoy segura de que mi labor aquí va a requerir algo más que descalzarme –respondió con mirada enigmática–.
–Vaya, su frase suena como una película de espías, una con Marion Davis si puede ser, me encanta esa mujer –dijo Víctor–.
–Sin duda sería divertido, pero siento decepcionarle. De momento no tengo pensado ser espía. Mi intención es únicamente escribir una serie de artículos sobre la guerra, para un periódico de Madrid, La Correspondencia de España.
–Asombroso, ¿tanto ha cambiado España? Me parece increíble que un periódico español haya escogido para sus reportajes en Marruecos a una mujer, deben de ser estos locos años veinte. Si yo hubiese sido el director, desde luego no la hubiese contratado. El frente del Rif no es precisamente un salón de té –respondió Víctor muy serio–.
–Entonces soy muy afortunada de que usted no sea mi director, ¿no cree?
Y se echaron los tres a reír. Tras unos minutos en silencio escuchando el murmullo de fondo de las otras conversaciones, Margarita se decidió finalmente a saciar su curiosidad.
–Disculpe mi atrevimiento, fray Emilio, pero no parece usted un fraile, al menos no uno al uso. No lleva usted alzacuellos, y por su porte y ademanes, tiene más aspecto de militar que de cura.
Fray Revilla se rió.
–Tiene usted razón, es muy perspicaz. Estudié en la academia de infantería y cursé náutica y aviación, carrera militar que abandoné por la de fraile en 1906.
Por Gadea Fitera
Con información de Tiempo
©2016-paginasarabes®