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Retornar a Palestina luego de 67 años

Retornar a Palestina luego de 67 años ©eldiario
Retornar a Palestina luego de 67 años ©eldiario

Cuando metió los pies en el lago Tiberíades y cerró los ojos, Husam Aldin Al Jatib, refugiado palestino de 83 años que no ha podido pisar su tierra en los últimos 67, regresó de golpe a la infancia.

«Estoy feliz de estar aquí, muy contento de ver a mi gente. Han sido muchos años de espera», dijo sonriendo este profesor de literatura retirado, que esta semana recibió en Ramalah el premio Arte y Cultura de Palestina.

La invitación para recoger el más importante galardón cultural palestino, pero, sobre todo, el hecho de haber obtenido hace dos años un pasaporte estadounidense son las llaves que le han abierto, ya en la vejez, la puerta para regresar a los paisajes que poblaron su niñez.




Como refugiado y con un documento de viaje expedido por Siria, las autoridades israelíes no le permitían entrar al país que abandonó cuando tenía 16 años, una situación que comparten muchos de los cinco millones de palestinos registrados por la ONU (los 750.000 que huyeron de la guerra en 1948 y sus descendientes).

Jatib salió de la que había sido hasta entonces Palestina bajo mandato británico tras la creación del Estado de Israel y durante la contienda que se abrió con los países árabes ese mismo año.

Junto con sus padres y hermanos, recorrieron a pie el camino desde Safed, en el norte, donde vivía en ese momento la familia, hasta la frontera con Líbano.

Desde entonces y durante casi siete décadas, el profesor ha mantenido vivo su vínculo con su patria y vivido con un permanente hueco en el alma y con el peso de la nostalgia y el desarraigo, explica su esposa Mona.

Cuando ya no creía que fuera a ocurrir nunca, ha podido finalmente volver a su lugar ciudad natal, Tiberías, donde su casa hace largo tiempo que desapareció.

«Ya no hay árabes allí. Fui al hospital donde nací, que ahora es un albergue, y busqué nuestra casa, que ya no está. Visitamos la mezquita allí y en Safed», describe, sentado en el sofá de su hermana en Ramalah, a la que jamás ha podido visitar hasta ahora y solo ha visto en encuentros en otros países.

El siguiente punto de su viaje a sus raíces fue Jerusalén, donde recorrió de la mano de su esposa las bellas y abarrotadas callejuelas empedradas de la ciudad vieja y se relamió recuperando los sabores del pasado al comer «knafe», un dulce tradicional elaborado a base de queso.

Tras huir de la guerra, la primera parada de su familia fue en Líbano, donde permanecieron poco tiempo porque «los libaneses cobraban hasta por la sombra del árbol que nos cobijaba», explica.

Desde allí se trasladaron a Siria, primero a Dara y luego a Damasco, donde se abrieron camino vendiendo el oro que su madre obtuvo el día de su boda.

Allí ha vivido casi toda su vida. Tras doctorarse en la Universidad de Cambridge, ejerció de profesor de literatura comparada y crítica literaria en la Universidad de Damasco y, tras jubilarse, ha compaginado su residencia allí con estancias en Yemen y Qatar y trabajado como profesor invitado en varias universidades.

Es autor de más de una treintena de libros y estudios literarios y en 2002 ganó el premio Rey Faisal de literatura, el más prestigioso de Arabia Saudí.

Pero hace casi cinco años que no regresa a Siria, un país destrozado por una cruenta guerra interna, del que también se convirtió por segunda ocasión en exiliado forzoso.

«Mi padre jamás pensó que podría volver a Palestina, es un sueño cumplido», explica desde Qatar su hija Dima Al Jatib, directora de un canal de televisión y que se cuenta entre los muchos que no pueden volver a visitar la que consideran su patria.

«Hasta el día en que murió, mi abuela ponía todas las mañanas la radio palestina esperando oír la noticia del retorno», dice.

Esta joven relata cómo su abuela se marchó a pie cuando estaba en el noveno mes de embarazo y dio a luz en la frontera.




«Yo tengo un documento de viaje para refugiados palestinos del Gobierno sirio que me permite viajar a todas partes. He vivido en Europa, en América Latina, en Asia, en Nueva Zelanda, en estados árabes. Puedo ir a cualquier país del mundo menos al mío», afirma antes de narrar que recorrió la frontera de Jordania con Israel y Cisjordania para, desde allí, atisbar Jerusalén, Jericó y Tiberías.

«Mi padre nunca dejó de evocar su paisaje, su naturaleza, el color del aire, el olor de las aceitunas y los naranjos. Palestina siempre ha estado presente en nuestras conversaciones», concluye al recordar el perenne anhelo del hogar que por fin pudo visitar.

Por Ana Cárdenes
Con información de El Diario

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