Argentina: suicidio y acoso
La muerte del fiscal argentino Alberto Nisman, cuyo cuerpo fue hallado el domingo en la noche con un tiro en la cabeza, horas antes de la sesión parlamentaria en la que debía presentarse a defender su acusación contra la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, por supuesto encubrimiento en el caso del atentado a la Asociación Mutual Israelita Argentina, AMIA (julio de 1994), introdujo un brutal elemento de tensión política en la nación austral y alimentó las presiones locales e internacionales en curso en contra de su gobierno. Aunque todos los datos recabados por las autoridades apuntan a un suicidio –Nisman fue encontrado en el interior de su domicilio, el cual estaba cerrado con llave por dentro y junto a él había una pistola y un casquillo, además de que el edificio donde vivía estaba dotado de protección policial externa–, y a pesar de que la fiscalía estableció en forma clara que en el fallecimiento no hubo intervención de terceras personas, los opositores políticos del país, así como los medios informativos privados, nacionales y extranjeros, se empeñaron desde el primer momento en presentar el hecho como un asesinato gestado en las entrañas del poder público y en insinuar que hubo en él una responsabilidad gubernamental, supuestamente motivada por el propósito de impedir que Nisman expusiera su denuncia ante el Legislativo.
Designado por el fallecido Néstor Kirchner para investigar el atentado contra la sede de la AMIA, que dejó un saldo de 86 muertos, incluido un atacante suicida, y cuya responsabilidad intelectual ha sido atribuido por medios y gobiernos occidentales a Irán, Nisman se opuso a un acuerdo diplomático firmado entre los gobiernos de Buenos Aires y Teherán en 2013 para colaborar en el esclarecimiento del crimen –a lo cual se habían negado, hasta entonces, las autoridades iraníes–, interpretó el convenio como un intento de la presidenta Cristina Fernández por encubrir a los autores del atentado y se plegó a los rumores difundidos por funcionarios israelíes, según los cuales el documento –que contó con la aprobación de la asociación de deudos del atentado y de la Interpol– tenía un capítulo secreto en el cual Argentina se comprometía a dar impunidad a los atacantes a cambio de una transacción comercial de granos por petróleo.
Con estos antecedentes, la semana pasada Nisman decidió programar la revelación de las pruebas que decía tener en contra de la mandataria –grabaciones telefónicas ilegales de algunos espías del gobierno que se encontraban clasificadas–, interrumpió en forma intempestiva sus vacaciones en Europa y volvió a su país. En su presentación ante la Comisión de Legislación Penal en la Cámara de Diputados –que el difunto quería realizar en secreto, por más que los legisladores oficialistas insistían en que fuera pública– habría debido responder a preguntas difíciles, como por qué la cancillería argentina mantuvo vigentes las órdenes internacionales de captura de los sospechosos, si el objetivo del supuesto plan de encubrimiento era cancelarlas, o por qué los dos países firmantes nunca realizaron un solo intercambio de cereales por hidrocarburos.
La reacción de Cristina Fernández a lo que parece ser el suicidio de Nisman fue, por una parte, ordenar la inmediata desclasificación de los datos que el fiscal había ofrecido proporcionar a los legisladores y, por la otra, divulgar un texto en el que la mandataria se preguntó por las coincidencias entre el fallecimiento y lo que parece ser una nueva campaña de descrédito y calumnias contra su gobierno, cuyo arranque coincide con el ataque criminal a la redacción de Charlie Hebdo en París.
En efecto, hay sobradas razones para suponer que detrás de este sórdido episodio se mueven los intereses mafiosos locales y foráneos que acosan el proyecto político, económico y social en curso en Argentina desde hace 12 años, los mismos que se han empeñado en introducir en el pasado reciente factores de desestabilización en Venezuela, Brasil, Bolivia y Ecuador.
Con información de : La Jornada
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