El mosquito
El mosquito, femenino en mi lengua, es más letal que la calumnia. Además de chuparte la sangre, te fuerza a una batalla absurda. Siempre te visita en la oscuridad, como la fiebre a al-Mutanabbi. Zumba y zuñe como un avión de guerra al que no oyes hasta que ha alcanzado su objetivo. Tu sangre es el objetivo. Enciendes la luz para ver dónde está y se esconde de tus malas intenciones en cualquier rincón de la habitación, y luego va y se posa en la pared… a salvo, pacífico, como si se hubiera rendido.
Intentas matarlo con un zapato, pero te burla, se escapa y reaparece cínicamente. Le insultas en voz alta pero ni se inmuta. Le invitas a negociar una tregua con voz amigable: ¡Duérmete y yo me duermo! Crees que le has convencido, apagas la luz y te duermes. Pero cuando te ha vuelto a chupar la sangre, zumba otra vez avisando de una nueva incursión. Y te empuja a una batalla colateral con el insomnio.
Enciendes la luz por segunda vez y haces frente a los dos —a él y al insomnio— leyendo. Entonces el mosquito aterriza en la página que estás leyendo, y te regocijas en secreto: ¡Ha caído en la trampa! Cierras de golpe el libro: Lo he matado… lo he matado. Lo abres para jactarte de tu victoria y no hay ni rastro del mosquito ni de las palabras. ¡El libro está en blanco! El mosquito, femenino en mi lengua, no es una alegoría, ni una metáfora, ni una metonimia. Es un insecto al que le gusta tu sangre. La huele a veinte millas. Y sólo hay un medio para arrancarle una tregua: que cambies de grupo sanguíneo.
Mahmud Darwish
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