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Zufar el país del incienso – por Jordi Esteva

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En los confines del sultanato de Omán, lindando con Yemen, se encuentra Zufar. Es una región dominada por la cadena montañosa de Yebel Qara que se desploma en el Mar de Arabia en pavorosos acantilados. Hacia el interior, las montañas descienden lentamente, surcadas por profundos cañones, para acabar difuminándose en el temido desierto de Rub al Jali en el que ni los beduinos osan adentrarse. En otoño, o jarif, el monzón roza este rincón de la península arábiga y la vegetación que parecía calcinada despierta súbitamente como tocada por una varita mágica. Arbustos y árboles se dotan de hojas, y el adenium, de tallo rechoncho, remata sus brazos de hydra, acabados en muñones, con una única y bellísima flor rosa.

En Zufar crecen el árbol de la mirra, baobabs, árboles de savia roja como la sangre, y en ciertos uadis profundos se yergue el árbol del incienso que sólo se encuentra, además, en el vecino Hadramaut, en la isla de Socotra y en el Cuerno de África. Durante el jarif surgen de la nada riachuelos y arroyos. Algunos, en su carrera por alcanzar el Índico, se despeñan en espectaculares cataratas; el agua que se filtra en el terreno calcáreo excava cuevas en las que hay inscripciones petroglíficas y en las que, según la tradición, moran los yins o duendecillos.

Rebaños de cabras, vacas y camellos disfrutan de magníficos pastos. En Salalah, la montaña se retira dejando una amplia llanura en la que se encuentra la capital de la región. Abundan los cultivos tropicales, los papayos, los bananos, los mangos e incluso los cocoteros que perfilan un paisaje más parecido al de la isla de Zanzíbar que al de la árida península de Arabia en que se encuentra.

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Zufar es el país del incienso, donde se recoge la resina aromática de mejor calidad del mundo, cuyo comercio propició hace tres mil años la importante civilización de la Arabia del sur con los sucesivos reinos de Saba, Main, Hadramaut y Hymiar. El incienso valía su peso en oro y era indispensable en la momificación, en medicina, y en los rituales de los templos paganos de Egipto, Fenicia o Roma. Plinio cuenta que Nerón quemó más de dos toneladas durante la cremación de Popea Sabina. Los árabes del sur conocedores del secreto de los monzones, que les permitía desplazarse a voluntad en el Índico con sus veleros, crearon unas rutas marítimas que les llevaban a la India y al África Oriental.

Eran grandes ingenieros y se dotaron de un sofisticado sistema de canales y presas que ponían el desierto en regadío. La prosperidad era tan grande que los griegos la bautizaron como Eudemon Arabia: la Arabia Feliz.

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Zufar es un lugar muy antiguo. Algunos historiadores afirman que se trata del país de Punt, el legendario lugar al que la reina egipcia Hachepsut -cuya momia acaba de ser identificada en los sótanos del Museo de El Cairo- enviaba sus naves en busca de mirra e incienso. Según otros podría ser el antiguo Ofír que suministraba oro al rey Salomón. Es la tierra de Uz y Jarah mencionadas en la Biblia y El Corán. Aquí se encuentra la supuesta tumba del profeta Job. Sumurham era su principal puerto. Hoy, de la ciudad, tan sólo quedan algunos muros y los restos del templo de la luna.

Fundada por el rey del Hadramaut hace veinticinco siglos, fue la primera ciudad de la Arabia del sur que tejió lazos comerciales con la India. En sus bazares se amontonaban las maravillas llegadas de todo el Índico: sedas, porcelanas y especias de China y de la costa de Malabar; pieles de animales salvajes, ébano, ámbar gris y marfiles de África y, por supuesto, los preciados incienso y mirra de los valles del interior. Desde Sumurham, en el Zufar, y Qana, en el Hadramaut, se transportaban a lomos de camello las fabulosas mercancías siguiendo las rutas de caravanas que atravesaban los desiertos de Arabia en dirección al Mediterráneo o a Mesopotamia.

Tanta riqueza levantó la codicia de los romanos, que intentaron invadir la región sin resultado, pero cuando Hípalo, un griego al servicio de Roma, descubrió el secreto de los monzones, los romanos navegaron directamente a la India, acabando así con el lucrativo monopolio árabe. Para colmo, el precio del incienso se desplomó cuando Roma adoptó el cristianismo como religión oficial. Con el declive económico, los antiguos dioses de Arabia, astros y piedras, comenzaron a ser cuestionados, y la sociedad, hasta entonces unida por una fe común, se desmoronó. Se descuidó el sofisticado sistema hidráulico y la famosa presa de Mareb .

En el Corán, en la sura de Saba, se habla de este suceso que supuso el ocaso de la Arabia Feliz. Los azd, auténticos precursores de los árabes del mar, llevaron consigo la semilla de la aventura. Tras el advenimiento del islam alcanzaron en sus veleros la mismísima China. Durante siglos mantuvieron el monopolio de las especias, roto en el siglo XV por la codicia de Enrique el Navegante y su naos portuguesas.

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Hoy el puerto de Sumurham, cegado por el aluvión de siglos, es una laguna alargada en la que picotean flamencos y otras aves. El monzón rompe la barra de arena y las aguas estancadas se precipitan en una bahía de aguas turquesa custodiada por dos grandes peñascos en la que los delfines evolucionan en saltos arqueados. De pronto, una mancha plateada se acerca a la costa. Los pescadores se precipitan con sus redes. El mar entra en ebullición.

Atrapan miles de sardinas que se retuercen y saltan. Parece como si extrajeran del mar plata fundida. Gaviotas y golondrinas de mar caen en picado para remontar cada una con un resplandeciente pez en el pico, tratando de evitar con sus acrobacias los ataques de otras aves, que pretenden arrebatarles la presa en pleno vuelo.

 “Los árabes del mar”  de Jordi Esteva

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